sábado, 30 de diciembre de 2017

Colores www


La Real Academia Española de la Lengua define la envidia como tristeza o pesar del bien ajeno, o como deseo de algo que no se posee. Ateniéndome a la segunda definición y añadiéndole color, declaro que me puse verde de envidia al observar el cuidadoso escaparate que he hallado en la nube, y cuya dirección es www.webexhibits.org/causesofcolor/index.html. ¡Muy hermoso!
Existen tres maneras distintas, repetidas una y otra vez, de crear luz y color: haciendo la luz, perdiendo partes de la luz o cambiando la luz. Se pierde, cuando la luz del Sol se filtra a través de una vidriera o a través del agua, o cuando los pigmentos animales y vegetales o las gemas y metales absorben parte de la luz que les llega. Cambia, cuando el cielo se vuelve carmesí durante el alba y el ocaso o cuando se forma el arco iris; el color azul del cielo, el de las mariposas y pavos reales, incluso el de los hologramas se debe también a los cambios que sufre la luz.
Detengámonos, siquiera brevemente, en la creación. La luz se hace cuando otras formas de energía se convierten en energía electromagnética, la luz visible que colorea nuestro mundo. Las cosas incandescentes se vuelven coloreadas; los objetos calientes, que van desde la lava o el hierro candente en la forja de un herrero, hasta el filamento de las bombillas o el propio Sol, brillan en una gama de colores relacionados con su temperatura, en cierta manera vemos el calor que exhalan. La reacción química de combustión con el oxígeno produce las llamas; así se hace la luz que emana del fuego, de las velas y de los fuegos artificiales. Los gases, moléculas o átomos excitados irradian luz: los rayos aparecen cuando una corriente de electrones atraviesa el aire entre las nubes y el suelo; un magnífico espectáculo que cautiva a los humanos, la aurora, se ve cuando el viento solar colisiona con las moléculas del aire; los técnicos utilizan electrones para excitar los átomos de la sustancia que recubre los tubos fluorescentes o bien para encender los LED. Por último, algunas reacciones químicas también emiten luz: el misterioso código de una luciérnaga parpadeando en la oscuridad, la macabra fascinación del resplandor de los peces que viven en el océano profundo o la luminosidad de una ola rompiente a medianoche deben su magia a unas reacciones químicas que los expertos llaman quimioluminiscentes.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Generación espontánea de los seres vivos


Comprobemos, una vez más, que las apariencias engañan. Aristóteles, hace más de dos mil años, describió el fenómeno: en un trozo de carne en descomposición aparecen larvas de mosca y gusanos. De la observación, el sabio griego dedujo que algunos seres vivos surgen espontáneamente de la materia orgánica: la explicación resultaba impecablemente lógica; los eruditos posteriores la aceptaron durante milenios, incluso sabios como Isaac Newton y René Descartes. Afortunadamente, entre los científicos abundan los escépticos. Uno de ellos, Francesco Redi, en el siglo XVII, se propuso contradecirla; y para ello recurrió a un experimento. Puso carne en ocho frascos: la mitad permaneció abierta, selló los demás. En los frascos abiertos observó moscas y, después de un corto período de tiempo, gusanos; no sucedió lo mismo en los frascos cerrados. Concluyó que los gusanos aparecían sólo si las moscas habían puesto huevos. La falta de aire en los frascos sellados evita la generación espontánea, alegaron sus detractores. Redi entonces mejoró su experimento: empleó gasas, que permiten la entrada del aire, para tapar los frascos: obtuvo el mismo resultado. El asunto parecía zanjado hasta que John Turberville Needham respondió con otro experimento: calentó caldo de carne en unos recipientes y los selló; tras abrirlos aparecieron microorganismos; el investigador creía haber demostrado que la vida surge de la materia no viviente. No tardó la contrarréplica. Lazzaro Spallanzani, prolongando el periodo de calentamiento para lograr la esterilización y cerrando herméticamente los recipientes, comprobó que los caldos no generaban microorganismos. En la primera mitad del siglo XIX, Louis Pasteur aportó la prueba definitiva. Metió caldo de carne en frascos e hirvió para eliminar los microorganismos presentes. Pero no se trataba de frascos cualesquiera; todos tenían cuellos muy alargados, forma de S y terminaban en una apertura pequeña; la forma de cuello de cisne permitía que entrase el aire, aunque impedía que lo hiciesen los microorganismos, que se quedaban en la parte baja del tubo de entrada. Pasado un tiempo observó que ninguno de los caldos mostraba señales de la presencia de microorganismos. A continuación, cortó el tubo de entrada de uno de ellos; el matraz abierto tardó poco en descomponerse, mientras que el cerrado permaneció incólume. Pasteur había demostrado de manera concluyente que los microorganismos no se generan de forma espontánea; todo ser vivo procede de otro ser vivo. El escritor conoce a quien todavía no se lo cree... 

sábado, 16 de diciembre de 2017

Moléculas


Los químicos saben que no hay más de un centenar largo de átomos diferentes en la naturaleza; y casi todos ellos tienen una curiosa propiedad: les gusta unirse entre sí. Lo hacen formando grupos autónomos de unos cuantos átomos, que han llamado moléculas. El átomo de oxígeno, del aire que respiramos, nunca se halla sólo: forma una pareja con otro, y así lo hallamos en la atmósfera, como molécula de oxígeno. ¿Cómo lo hace? Los átomos contienen en su corteza electrones que actúan como pegamento de unión. No siempre se unen parejas; el ozono, que nos protege de los peligrosos rayos ultravioleta, está constituido por moléculas que contienen tres átomos de oxígeno. Los átomos que se unen tampoco tienen que ser iguales: la molécula de una de las sustancias más característica de nuestro planeta, el agua, está formada por un trío de átomos, concretamente dos hidrógenos y un oxígeno. Un cuarteto y quinteto atómicos famosos son las moléculas de amoníaco, que tan mal huele, y de metano, componente del gas natural. Por supuesto, hay moléculas mayores: de nueve átomos, como el etanol, el alcohol responsable de las muertes de jóvenes en la carretera, o de algunos miles de átomos como la molécula de hemoglobina que da color rojo a la sangre o el colágeno, la proteína más abundante del cuerpo humano.

Las moléculas pequeñas, de dos o tres átomos, suelen encontrarse en estado gaseoso, es habitual que moléculas medianas, como el octano de la gasolina, formen líquidos y que las grandes, como la sacarosa, la gelatina y la cera, permanezcan en estado sólido. Esta generalización no es todo lo buena que debiera, y el agua constituye la excepción más flagrante, porque si bien es verdad que las moléculas grandes suelen formar sólidos, las moléculas pequeñas, dependiendo de la clase de átomos que las compongan pueden hallarse en los tres estados: aminoácidos como la glicina o triptófano y azúcares como la glucosa o fructosa forman hermosos cristales, al contrario que el venenoso alcohol metílico o el ácido acético del vinagre que permanecen líquidos. Todavía hay otra consideración que debiera hacerse: incluso las sustancias formadas por las moléculas más pequeñas, que constituyen los gases habituales, si se enfrían lo suficiente, se solidifican. Los químicos han observado en la naturaleza enormes rocas hechas de aire sólido, de nitrógeno concretamente, su componente mayoritario: viaje a Tritón el lector escéptico, y allí, en el satélite del planeta Neptuno, podrá comprobarlo.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Envidiosos y confiados


La teoría de juegos es una rama de las matemáticas que examina el comportamiento de las personas que tienen que tomar decisiones ante un dilema; y las consecuencias de las decisiones varían dependiendo de lo que disponga el otro contendiente. Sobre este enrevesado asunto versa un estudio publicado en la revista Science Advances -en 2016- por Anxo Sánchez, Yamir Moreno, Josep Perelló y Jordi Duch. Los investigadores analizaron el comportamiento de varios cientos de voluntarios ante un centenar de dilemas sociales, con opciones de colaborar o perjudicar a los demás. Posteriormente clasificaron a los individuos según el comportamiento que habían mostrado. La novedad consiste en que todas las clasificaciones previas prefijaban las clases de comportamiento antes del experimento, en lugar de dejar que sea un sistema externo el que clasifique a posteriori las personas mediante un algoritmo informático, y establezca de forma imparcial los grupos más lógicos. El ordenador agrupó al noventa por ciento de la población en cuatro tipos de personalidad: los envidiosos, que constituyen el grupo mayoritario, el  treinta por ciento de la población, son aquellos a los que no les importa la ganancia obtenida, siempre que sea superior a la de los demás; los optimistas, que representan al veinte por ciento, deciden pensando que el otro va a escoger lo mejor para ambos; los pesimistas, también el veinte por ciento, eligen la opción menos mala porque creen que el otro les perjudicará; y los confiados, otro veinte por ciento, cooperan siempre, ganen o pierdan. Un quinto grupo indefinido (diez por ciento), que el algoritmo no pudo clasificar, abarca personas que no responden a ninguno de los patrones anteriores. Lo realmente curioso es que el algoritmo informático podría haber obtenido un amplio número de grupos y, sin embargo, ha proporcionado una clasificación con sólo cuatro tipos de caracteres.
Intentaré explicar la clasificación mediante una analogía: dos personas pueden cazar jabalíes si permanecen juntas, pero solas sólo pueden cazan liebres. El envidioso elegiría cazar liebres, para evitar que el otro le iguale; el pesimista, liebres porque así se asegura que tiene algo; el optimista, jabalíes porque es lo mejor para ambos; y el confiado, que coopera siempre, jabalíes.
Concluyo recordando que la capacidad de predecir el comportamiento humano en los procesos de negociación es una herramienta útil, tanto para las empresas como para los gobiernos o para la gestión de cualquier organización. ¿Alguien lo duda?

sábado, 2 de diciembre de 2017

Dimensiones y vacíos atómicos


La historia de la gradual aceptación de la teoría atómica de la materia por parte de los científicos es admirable, tanto por su origen y la diversidad de hombres que intervinieron, como por el vigor de los debates, tanto por los argumentos que afloraron, como por las consecuencias inesperadas. El modelo atómico surgió de la consideración de tres tipos de problemas: ¿Cuál es la estructura física de la materia, en particular de los gases? ¿Cuál es la naturaleza del calor? ¿Cuál es el fundamento de los fenómenos químicos? Aunque a primera vista parecen cuestiones independientes, la respuesta a todas se obtuvo mediante un conjunto de conceptos comunes agrupados en la teoría  atómica. Es difícil encontrar un ejemplo mejor para mostrar cómo brota una teoría de la labor continuada de generaciones de científicos.
Los químicos han acumulado una enorme cantidad de observaciones sobre la composición de la materia. El modelo que las explica –la materia está formada por átomos- no es un hecho irrefutable, sino una estructura elaborada por la mente satisfactoriamente coherente y compatible con las observaciones. ¿La idea que tiene el profano de un átomo se corresponde con el modelo que postula la ciencia? Primero Demócrito y después John Dalton supusieron que los átomos eran indivisibles; los visualizaban como unas esferitas macizas, análogas a minúsculas bolas de billar. Así los imaginan los profanos todavía hoy: yerran.
Resulta difícil de entender el minúsculo tamaño de los átomos sin recurrir a comparaciones: váyase a una playa si vive en la cosa y si no, imagínesela. Trate de contar los granos de arena: pues bien, hay muchos más átomos en una gota de agua que granos de arena hay en esa playa que visitó. Si ya hemos tensado al máximo la imaginación con la comprensión del tamaño, hemos de hacerlo todavía más porque el noventa y nueve con nueve por ciento de la materia del átomo se concentra en su centro, que ocupa menos de una billonésima del volumen atómico; sí, es difícil de aceptar para el profano que casi toda la masa de una silla, una roca o una moneda llene menos de una billonésima de su volumen y que el resto del espacio se halle ocupado por nubes inestables de electricidad o por la nada absoluta. Por más persuasivos que sean los textos, tales creencias parecen ir en contra de la prosaica evidencia de nuestros sentidos, incluso los químicos encuentran indigeribles tales conceptos. ¡Qué le vamos a hacer!

sábado, 25 de noviembre de 2017

¿Cómo vemos? Pigmentos visuales


¿Se ha preguntado alguna vez -curioso lector- cómo vemos? La luz genera una señal química en los conos y bastones, dos variedades de células presentes en la retina de nuestros ojos; señal que se transmite a unas neuronas, las cuales envían la información al cerebro.
Los bastones, muy numerosos –casi ciento veinte millones–, son muy sensibles a la luz de baja intensidad y por ello son responsables de la visión nocturna; por el contrario, se vuelven ciegos ante la luz diurna, de alta intensidad y, por lo tanto, carecen de importancia para la visión diurna; tampoco intervienen en la agudeza visual, ni distinguen los colores. Los conos, de seis a siete millones, operan con alta luminosidad y permiten la agudeza visual (significa que tienen la capacidad de percibir detalles pequeños en un objeto); con tres variedades de conos percibimos todos los colores: el sesenta y cuatro por ciento de ellos son sensibles a la luz roja (conos L); el treinta y dos por ciento detectan la luz verde (conos M); entre el dos y el siete por ciento la luz azul (conos S). Cabe resaltar que cada bastón o cada cono contiene un fotopigmento, una proteína, que cambia ligeramente al recibir luz: en los bastones, sensibles a la luz verde azulada, se halla la rodopsina; en los conos azules, la cianopsina; en los verdes, la cloropsina; y en los rojos, la eritropsina.
¿Cree el lector que el color claro u oscuro de sus ojos se debe a los conos? Yerra. Vemos el iris coloreado del ojo de nuestros semejantes, no los conos; éstos forman un mosaico y se concentran en el centro (la mácula) de la retina. Quien observe la retina, que ocupa la parte posterior del ojo, hallará que la densidad de los conos disminuye hacia su periferia; al contrario que los bastones, éstos se concentran en ella, y desde ahí disminuye su cantidad hasta una minúscula zona central de la mácula (la fóvea) donde no existe ninguno
En resumen, reconozco que el ojo humano es un buen detector de luz, aunque contiene fallos en su diseño. La luz no llega directamente a los fotorreceptores de la retina; incomprensiblemente, debe atravesar dos capas de células nerviosas antes de alcanzarlos. Añado otro error: existe una zona de la retina (el punto ciego) donde ni siquiera existen fotorreceptores. En otro lugar comentaré los azares de la evolución causantes de estas dos chapuzas morfológicas.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Capa de ozono


Mario Molina, Frank Sherwood Rowland y Paul J. Crutzen recibieron el Nobel de Química en 1995 por descubrir que algunas moléculas sintéticas que suben a la estratosfera afectan al equilibrio del ozono en esa región atmosférica; efectivamente, los clorofluorocarbonados (CFCs) y los óxidos de nitrógeno destruyen el ozono más rápidamente de lo que se regenera. La disminución de la capa de ozono nos afecta ¡vaya si nos afecta!, pues provoca el aumento de cánceres de piel, cataratas oculares y depresión del sistema inmunitario; y también afecta a la salud de las otras especies. 

El ozono que constituye la capa del mismo nombre se encuentra en la estratosfera, a más de veinticinco y menos de cuarenta kilómetros de altura sobre el nivel del mar; y es escaso, sólo hay cinco moléculas, alguna más o menos no importa, por cada millón de moléculas contadas. Se forma cuando los rayos ultravioleta rompen la molécula diatómica de oxígeno al interaccionar con ella; los átomo resultantes se unen a las moléculas diatómicas formando un trío de átomos de oxígeno, que eso viene siendo la molécula de ozono. Posteriormente, el ozono vuelve a convertirse de nuevo en oxígeno. El sagaz lector ya habrá adivinado que ambas reacciones, de destrucción y formación, deben estar en perfecto equilibrio para mantener constante la capa de ozono estratosférico. El interés del proceso radica en que consume la mayor parte de la radiación ultravioleta dañina para la biosfera; el ozono actúa entonces como un filtro que impide el paso de la perjudicial radiación hasta la superficie terrestre; si se agota, aumenta la exposición humana a esos rayos. Se trata de un delicado equilibrio fácilmente perturbable por moléculas que contienen átomos de cloro; pues un único átomo de cloro nada más es capaz de destruir cien mil moléculas de ozono; resulta fácil colegir que pequeñas cantidades de estos compuestos que los humanos arrojamos a la atmósfera descomponen suficiente ozono como para dañar la ozonosfera. 

Consciente del peligro, afortunadamente, la humanidad ha tomado medidas que están haciendo efecto. Durante medio siglo, la cantidad de compuestos clorofluorcarbonados  presentes en la atmósfera ha aumentado hasta el año 2000; desde entonces disminuye; esperamos que durante este siglo se cierre el agujero de ozono y la ozonosfera recupere sus valores originales. No obstante, no podemos bajar la guardia, porque a principios del siglo actual el agujero de la Antártida todavía era mayor que varias veces el tamaño de Australia. 

sábado, 11 de noviembre de 2017

Atún rojo

El atún rojo ocupa el primer lugar en la lista de pescados más deseados del mundo para la alimentación, pero también ocupa el mismo puesto en otra nefasta lista, probablemente, es el pez de gran tamaño más amenazado de extinción. Los atunes, que cruzan el Atlántico recorriendo más de ocho mil kilómetros, habitan en una amplia zona del planeta; su aerodinámico cuerpo está tan optimizado para nadar que, cuando los ingenieros diseñaron un pez mecánico, lo tomaron como modelo; y aún tenemos que aprender de él más secretos: deseamos averiguar sus sorprendentes habilidades para la navegación que siguen siendo un misterio. Los atunes rojos se cuentan entre los animales más rápidos del planeta pues alcanzan velocidades de más de ochenta kilómetros por hora cuando persiguen a sus presas -arenques, anchoas, sardinas y caballas- o cuando escapan para evitar su captura. Mientras que la mayoría de las más de veinte mil especies de peces tienen sangre fría, este pez es capaz de mantener caliente su más de media tonelada de masa, y no importa que se sumerjan centenares de metros en las frías profundidades marinas para capturar sus presas. Veloces depredadores que, como lobos, pueden cazar en manada, los atunes rojos (Thunnus thynnus) han podido hacer lo que les daba la gana en los mares… hasta ahora. 
El atún rojo, desde el tiempo de los fenicios, griegos y romanos, un alimento en la dieta Mediterránea, hoy es consumido sobre todo por los japoneses. Lamentablemente la popularidad del sushi y del sashimi ha devastado las poblaciones de este formidable pez; el mercado japonés devora sesenta millones de kilos anuales, tres cuartas partes de las capturas mundiales. La sobrepesca del atún rojo –repetimos, el pez de gran tamaño más amenazado del mundo- ha diezmado sus poblaciones en los océanos Atlántico, Pacifico, Índico y empujado la especie a la extinción. ¿La causa? Los entes reguladores internacionales han establecido laxas cuotas de captura, Japón compra peces sin importarle dónde y cómo se hayan pescado y las flotas ilegales hacen caso omiso de cuotas, fronteras o restricciones. Resultaría bueno para la especie, y también para sus consumidores, que la pesca de túnidos no se practicara de manera tan implacable. Si bien existen incertidumbres, la mejor y más reciente (2010) estimación de existencias indica que ha habido una disminución global de entre el veintinueve y el cincuenta y uno por ciento de la biomasa en los últimos decenios. 

sábado, 4 de noviembre de 2017

Acidificación de los océanos


Desde el siglo XVIII al siglo XXI la cantidad del gas carbónico en la atmósfera ha aumentado mucho: ha pasado de menos de trescientos ppm (una unidad de medida) a más de cuatrocientos. Un aumento que se debe a actividades humanas como la combustión de combustibles fósiles, a la producción de cemento y a la deforestación. Ahora bien, no todo el dióxido de carbono producido por la humanidad permanece en la atmósfera; se estima que los océanos han absorbido un tercio del gas carbónico excesivo. Esto significa que los océanos se han convertido en un almacén del gas; pero el dióxido de carbono absorbido no permanece inerte, provoca cambios químicos en el aguan marina, concretamente la vuelve más ácida, disminuye su pH. Si comenzábamos a mostrarnos aliviados por la ayuda inesperada que mitiga los efectos climáticos de las emisiones antrópicas, la sonrisa inicial se convierte en mueca porque pequeños cambios de pH causan graves daños ambientales. Muchos organismos son muy susceptibles a la acidez del mar, especialmente los organismos calcáreos necesitan carbonato cálcico para construir sus cubiertas celulares, sus esqueletos y conchas, como los corales, parte del plancton, los equinodermos (erizos y sus parientes), los crustáceos (nécoras y langostinos) y los moluscos (caracoles, mejillones y sus primos hermanos). En condiciones normales el carbonato cálcico es estable; no obstante, a medida que el pH desciende, las estructuras hechas con él se disuelven. Expertos científicos marinos han concluido que, si la tendencia de disminución del pH, debido al aumento de la concentración de dióxido de carbono atmosférico continúa, los corales y parte del plancton, en la segunda mitad de este siglo, tendrán dificultades para mantener sus esqueletos externos, caparazones o conchas de carbonato de calcio. Un dato nos permite apreciar la magnitud del problema. El pH de la superficie del océano ya ha bajado una décima, lo que significa que la acidez ha aumentado un treinta por ciento; a finales de este siglo, al ritmo actual, el pH habrá disminuido tres décimas, lo que significa que la acidez se habrá duplicado. 
Quizá el aumento de la acidez no elimine a los organismos, pero afectará a su capacidad de supervivencia: su tasa de crecimiento así como su capacidad reproductiva podrían disminuir, su sistema nervioso podría alterarse y volverlos más susceptibles a los depredadores y a las enfermedades, lo cual podría tener un efecto dominó sobre los ecosistemas. En resumen, la acidificación transformará los océanos, mermando su diversidad y productividad. 

sábado, 28 de octubre de 2017

Alimentación paleo: la dieta ideal no existe


En 1985 S. Boyd Eaton y Melvin Konner publicaron un artículo titulado “Nutrición paleolítica”, en el New England Journal of Medicine. Los autores argüían que la abundancia de enfermedades crónicas, tales como la obesidad, la hipertensión, las enfermedades coronarias o la diabetes, en las sociedades modernas, se debía a que habíamos abandonado la dieta de nuestros antepasados, los cazadores-recolectores paleolíticos, para la que estábamos diseñados. Lo que era una hipótesis sin confirmar pronto se convirtió en moda y muchos occidentales se apresuraron a seguirla. ¿En qué consiste la alimentación paleo? Simplificando un poco, los adeptos ingieren animales, peces, mariscos, huevos, verduras y frutas; y evitan los azúcares, los cereales y los productos lácteos.
En el tiempo transcurrido desde ese estudio pionero, los expertos han obtenido nuevos conocimientos sobre las necesidades nutritivas humanas. Considerar que las patologías actuales resultan del consumo de alimentos distintos a la dieta humana natural probablemente constituye un planteamiento erróneo: los habitantes de los países ricos tenemos más colesterol y padecemos obesidad con más frecuencia que otros pueblos que llevan un modo de vida tradicional, aunque ingerimos menos carne que ellos, fundamentalmente, porque consumimos más energía de la que gastamos y porque nos alimentamos con carne muy rica en grasas.
Hemos arraigado en casi todos los ecosistemas del planeta y a ellos adecuamos nuestra alimentación; desde la que abarca a casi cualquier animal y excluye a los vegetales, adaptada por las poblaciones árticas, hasta la que se ciñe casi exclusivamente a los tubérculos y cereales, arraigada en algunos pueblos andinos. La selección natural no nos ha moldeado para que dependamos de una sola dieta, sino para que seamos flexibles en nuestros hábitos alimenticios; el único requisito es que cubran nuestras necesidades metabólicas y nos hagan eficaces en la extracción de energía del entorno. Haré un inciso para mencionar que me resulta especialmente perversa la estrategia del pueblo azteca para conseguir una dieta equilibrada; practicaban la guerra -cuenta el antropólogo Marvin Harris- para obtener prisioneros con los que alimentarse: a su dieta de maíz le faltaban proteínas animales. El reto que afrontamos las sociedades modernas no es tanto seleccionar la dieta adecuada, como equilibrar las calorías que consumimos y gastamos. Combinando una estrategia que armonice proteínas, grasas y carbohidratos con el ejercicio moderado -recomendamos una hora diaria- podemos vivir como nuestros primitivos antepasados.

sábado, 21 de octubre de 2017

Vocación científica: Paulet y Carrión


El amor de los científicos a sus teorías más caras linda, a veces, con la desmesura, tanto, que les lleva a mostrar unas conductas ciertamente temerarias. Comentaré las actividades de dos talentosos investigadores peruanos inmerecidamente desconocidos.
La comunidad científica del siglo XIX se preguntaba si la causa de la enfermedad conocida como verruga o bartonelosis era una intoxicación por el agua o un agente infeccioso. Daniel Carrión estaba convencido de que una bacteria, inoculada por un mosquito, provocaba el mal. No se le ocurrió otra manera de demostrar su hipótesis que contagiarse con la sangre de un paciente: murió de la infección en el año 1885. La demostración fue concluyente.
A finales del siglo XIX, un grave accidente se produjo en un laboratorio de París: había explotado acetona. El responsable, Pedro Paulet, además de detenido por los gendarmes, acabó con un tímpano perforado, lesión que más adelante le producirá sordera. Fue tal la alarma del director del instituto parisino, que prohibió radicalmente el manejo de explosivos en sus laboratorios. ¿A qué se dedicaba el intrépido investigador causante del desafuero? En 1897, Paulet había diseñado un motor que no se parecía a ninguno de los vigentes, se trataba de una concepción revolucionaria porque utilizaba la fuerza que producen las explosiones. ¡Ni más, ni menos! Había construido un pequeño motor de dos y medio kilos de peso, que alcanzaba una fuerza de un centenar de kilos. Almacenaba, en tanques separados, el carburante y el oxidante, que mezclaba en una cámara de combustión; la combustión, una explosión controlada, generaba los gases que, al ser expulsados al exterior, producen una reacción –una retropropulsión- que eleva al vehículo. El científico peruano advirtió la importancia de su descubrimiento: aseguró que el cohete era el motor ideal para los vehículos aéreos, aunque había que modificar totalmente la estructura y la forma de los aviones. Para él, la hélice debía desaparecer por innecesaria: no sirve donde falta el aire; y también había que suprimir los demás elementos planeadores, para ser reemplazados por una nueva forma, que se adecuase a su función astronáutica. Wernher von Braun, ex-director de la NASA y director del primer vuelo tripulado a la Luna, reconoció, en “Historia Mundial de la Astronáutica", que “Paulet debe ser considerado como el pionero del motor a propulsión con combustible líquido”. Nadie mejor para certificar la valía del talentoso y audaz investigador peruano. 

sábado, 14 de octubre de 2017

Fotosintetizadores

¿Es inevitable el color verde de los continentes? ¿Tendría el mismo color la vegetación de un planeta que orbitase a una estrella ligeramente distinta? Nuestro Sol es una estrella del tipo G, las F son más azuladas, las K y M más rojizas. Un planeta en la zona habitable (existe agua líquida) de una estrella tipo F probablemente tendría vegetales azules, negros, en cambio, una del tipo M.
Tanto las bacterias y vegetales acuáticos como los terrestres se han adaptado a captar la luz que les llega de su estrella, filtrada por el aire o por el agua; luz limitada por la absorción del oxígeno en el extremo rojo y por la absorción del ozono en el extremo violeta; las plantas se han adaptado a esta circunstancia y por ello el pigmento absorbente óptimo es la clorofila, que absorbe los colores rojo-amarillo y azul-violeta, y, en consecuencia, se observa verde. Sin embargo, la atmósfera carecía de oxígeno cuando las primeras bacterias fotosintéticas aparecieron sobre la Tierra, lo que significa que debieron de usar otros pigmentos. Hace tres mil cuatrocientos millones de años, surgieron en nuestro planeta los primeros seres que aprovechaban la luz solar para obtener la energía imprescindible para vivir (fotosintetizadores, les apellidamos): eran bacterias acuáticas que absorbían rayos infrarrojos, en vez de luz visible; en sus reacciones químicas intervenía el hidrógeno, el sulfuro de hidrógeno o el hierro en lugar del agua, de modo que no producían el oxígeno y sí, muchas de ellas, azufre; sus pigmentos absorbentes de radiación fueron los antecesores de la clorofila. Más tarde aparecieron las cianobacterias azuladas que contienen pigmentos absorbentes de los colores de la luz visible; fueron las primeras productoras de oxígeno. Conforme los seres vivos liberaban gases que cambiaban la iluminación, ellos mismos se veían obligados a desarrollar nuevos pigmentos absorbentes: así surgieron las algas rojas y algas pardas; después, a medida que las aguas poco profundas quedaban libres de rayos ultravioleta, aparecieron las algas verdes, mejor adaptadas a esa iluminación que sus antecesoras. Y de las algas verdes que colonizaron el suelo evolucionaron todas las plantas, desde los musgos hasta los helechos, hierbas y árboles.
Es posible que, en el futuro, la selección natural favorezca a los seres que aprovechen, mediante pigmentos absorbentes distintos de la clorofila, la luz verde que hay en la sombra de los bosques. ¿Existirá algún ojo humano para verlo?

sábado, 7 de octubre de 2017

Iridiscencia


Cuando una mariposa Morpho azul vuela, la luz reflejada por la superficie de sus alas cambia del azul brillante del anverso al marrón opaco del reverso: las mariposas parecen destellos de brillante luz azul que desaparece y reaparece. Esta capacidad de cambiar el color, combinada con el ondulante patrón de vuelo dificulta su persecución por los depredadores: las alas iridiscentes ayudan a las mariposas a eludir a sus enemigos naturales.
Nos cautiva la variedad de colores que presenta la naturaleza, ya miremos una perla o una concha nacarada, ya las transparentes alas de las moscas y libélulas, los tonos metálicos de escarabajos y mariposas, o las plumas de los colibríes y pavos reales. Los colores de estas maravillas naturales no se deben a la presencia de pigmentos, sino al mismo fenómeno que se aprecia en una capa de aceite sobre el pavimento o en una burbuja de jabón, y que responde al luminoso nombre de iridiscencia. Trataré de explayarme un poco más sobre el fenómeno. La luz está constituida por ondas, que nos las imaginamos como si fuesen como olas; si la cresta y el valle de una ola (u onda) coinciden en un lugar al mismo tiempo, se anulan, los físicos consideran que su interferencia es destructiva; si dos valles o dos crestas coinciden al mismo tiempo en un lugar, se refuerzan, los físicos dirían que su interferencia es constructiva. En el caso más simple -una mancha de gasolina-, la luz es reflejada por las dos superficies paralelas del objeto semitransparente extremadamente fino; los rayos de la luz reflejada (en este caso concreto, por el suelo y la superficie del aceite) interfieren, y la interferencia amplifica o atenúa los diferentes colores. Dependiendo del ángulo desde el que se observa el objeto, los rayos de luz reflejada habrán recorrido un camino ligeramente diferente, su interferencia habrá sido distinta, los colores que se observan también habrán cambiado. Fijémonos ahora en los insectos coloreados. Las alas de las mariposas consisten en una membrana translúcida incolora cubierta por una capa de escamas (Lepidóptero, después de todo, significa alas escamosas); cada escama consiste en una minúscula superficie plana de una célula de espesor que se superpone con otras, como las tejas de una techumbre, cubriendo completamente la membrana, y apareciendo como polvo a la vista. La bella iridiscencia que observamos se debe a la interferencia entre la luz que llega al ala y la luz que es reflejada por ella.

sábado, 30 de septiembre de 2017

¿Por qué los humanos tenemos un cerebro grande?


Los antropólogos aseguran que los humanos diferimos de nuestros parientes primates más cercanos en tres rasgos anatómicos esenciales que aparecen en el registro fósil: un cerebro de gran tamaño (1230 centímetros cúbicos), locomoción bípeda (andamos sobre dos pies) y una mandíbula remodelada. ¿Qué provocó estos cambios?
La evolución del cerebro atrae una atención especial porque parece obvio que el éxito de nuestra especie se debe, sobre todo, a su inteligencia y resulta lógico que ésta tenga alguna relación con el volumen cerebral; pero el análisis de este rasgo anatómico es una cuestión compleja porque también depende del tamaño del cuerpo. Si deseamos comparar capacidades craneales de diferentes mamíferos debemos eliminar el efecto correspondiente al tamaño corporal; una vez hecho esto, sí se puede afirmar que los humanos tenemos cerebros más grandes que los otros animales. Se han elaborado varias teorías para justificar el motivo del aumento desmesurado de la capacidad craneal: la fabricación de útiles, la búsqueda de alimentos o la complejidad social, pero ninguna ha reunido pruebas suficientes para convencer a todos los expertos. Una nueva tesis, diseñada por Robert Martin, se va abriendo paso: puesto que el cerebro es un gran consumidor de energía, el factor principal del aumento de su tamaño debe haber sido el incremento de la capacidad para captar energía, o, dicho de otra manera, la facultad de los humanos primitivos para encontrar y explotar recursos alimentarios de alto contenido energético; este cambio, que también requiere innovaciones en la locomoción y una remodelación de la dentición, conecta los tres principales hitos biológicos conseguidos por los seres humanos que hallamos en el registro fósil.

En conclusión, parece que el factor crucial en lo referente al aumento del volumen cerebral reside en el abundante suministro de energía que necesita el órgano para su desarrollo y funcionamiento. Asimismo, esta conexión ayuda a explicar algunos hallazgos enigmáticos concernientes a los humanos modernos: sabemos que los Neandertales tenían una capacidad craneal superior a la de los Homo sapiens y que, en los últimos veinte mil años, el período donde se han producido los más notorios avances de la cultura humana, la capacidad craneal humana no sólo no ha aumentado, sino que ha disminuido. Además, ningún investigador ha hallado una correlación directa entre el tamaño del cerebro humano contemporáneo y su grado de inteligencia. ¡Y mira que lo han buscado!

sábado, 23 de septiembre de 2017

El color de los metales


La extraordinaria riqueza de las minas metálicas de la Hispania romana era legendaria. Relata Estrabón: en Turdetania (Andalucía), un pavoroso incendio forestal arrasa un monte en el que había una enorme veta de plata; extinguido el fuego, relumbrantes torrentes del metal fundido por el calor corren por la superficie del terreno. Después de imaginarme el suceso, se me ocurrió indagar la causa del color de los metales.
El oro, plata y cobre tienen algo en común y algo que los separa; se parecen en que los electrones externos de sus átomos se ubican de una manera similar y por ello tienen propiedades químicas comunes; los separa el color. Y, simplificando un poco, el color en el mundo metálico se reduce al estudio de estos tres elementos, pues el resto de los metales son parecidos a la plata.
El color de los metales se debe a la absorción y reemisión de la luz; si absorben y reemiten todos los colores con la misma eficiencia, entonces todos se reflejarán igual: los metales se parecerán a la plata pulida. Si disminuye la eficiencia de la reflexión de azules y violetas, se reflejarán preferentemente los amarillos (del oro) o los naranjas y rojos (del cobre). ¿Cómo explican el fenómeno los químicos? Los átomos metálicos tienen unos –llamémosles- habitáculos donde alojan sus electrones, cada uno con su  energía característica; unos habitáculos están llenos, otros, si superan una cota de energía (su nombre, nivel de Fermi, es lo de menos) están vacíos. Los electrones de la superficie de un metal pueden absorber la energía de todos o de algunos colores de la luz que les llega, y saltar a un habitáculo vacío de energía superior; inmediatamente deshacen el camino andado, los electrones bajan de nuevo a su habitáculo inicial emitiendo la luz que absorbieron: así producen el brillo metálico. Para que los electrones de la plata puedan dar el salto requieren mucha energía, necesitan rayos ultravioleta, la luz visible no posee energía suficiente, por eso reflejan todos los colores que les llegan y vemos blanca a la plata. Para dar el salto, los electrones del oro necesitan algo más de la mitad de energía que la plata: eso significa que absorben y reemiten luz amarilla; los electrones del cobre necesitan algo menos de la mitad, por eso absorben y reemiten la luz naranja.

Y nada queda por añadir, quizá que en heráldica el blanco significa pureza, el amarillo lealtad y el naranja resistencia. 

sábado, 16 de septiembre de 2017

El experimento de la cárcel de Stanford


¿Qué le ocurre a la gente buena en un lugar malvado? ¿Triunfa la bondad o la situación perversa? Para contestar a esa pregunta Philip Zimbardo hizo un experimento en 1971. Los investigadores crearon un ambiente carcelario muy realista para pasar dos semanas; en él colocaron a veinticuatro voluntarios seleccionados (mediante test psicológicos) entre estudiantes universitarios. Tirando una moneda al aire se decidieron los presos y guardias; los prisioneros vivían allí día y noche, los guardas hacían turnos de ocho horas.
Al principio, nada pasó, pero la segunda mañana los prisioneros se rebelaron, los guardas frenaron la rebelión y después idearon medidas contra los prisioneros peligrosos. A partir de ese momento, el abuso, la agresión y el placer sádico en humillar a los prisioneros se convirtió en norma. A las treinta y seis horas se liberó a un prisionero porque había sufrido un colapso emocional, otros prisioneros padecieron lo mismo en los cuatro días siguientes. El poder y el soporte institucional para desempeñarlo habían corrompido a jóvenes normales. En el quinto día, una estudiante ajena al experimento vio cómo los guardas colocaban bolsas en las cabezas de los prisioneros y les hacían desfilar con las piernas encadenadas, mientras les gritaban insultos. Se marchó llorando; la reacción sirvió para que el investigador jefe se diera cuenta de que la situación le había corrompido a él mismo. Detuvo el experimento en ese instante.
¿Cómo es posible que buenas personas se hubiesen convertido en malvadas? El experimento muestra que los psicólogos se equivocan al fijarse exclusivamente en los genes, la personalidad y el carácter; tienden a ignorar que las situaciones sociales influyen en el comportamiento de las personas mucho más de lo que sospechamos. Nos conocemos a nosotros mismos y a nuestros allegados sólo a partir de pequeñas muestras de comportamiento en un número limitado de situaciones. ¿Qué haríamos nosotros o los demás en situaciones inhabituales (ausencia de responsabilidad, deshumanización del otro, anonimato)? Tal vez actuaríamos como nunca hubiésemos imaginado sin las influencias del momento y lugar.

Si entendemos las situaciones que nos convierten en malvados, quizá podamos evitarlas, minimizar su impacto, enfrentarnos a ellas y resistir las influencias externas indeseables. Hannah Arendt se fijó en la banalidad del mal, yo prefiero que el foco resalte la banalidad del heroísmo. En ambos casos personas normales hacen una excursión; unas por el terreno de la depravación, otras por la senda del servicio a la humanidad.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Los azúcares, receta de un helado


Tómese plátano, azúcar, yogur y zumo de limón en las cantidades prescritas; bátase la mezcla en una heladera y deguste el delicioso manjar helado. No, los protagonistas de este relato no son los placeres de los sentidos, sino el trío de azúcares glucosa, fructosa y sacarosa que tienen la mayoría de las frutas, concretamente el trío mencionado aporta entre el cincuenta y el noventa por ciento del total de carbohidratos en diez frutas seleccionadas para la alimentación. En cuatro de ellas, la piña, el melocotón, el albaricoque y la naranja más de la mitad de sus azúcares son sacarosa; entre los seis restantes la manzana y pera tienen el doble de fructosa que glucosa, en la ciruela hay un treinta por ciento más de la segunda que de la primera, el plátano tiene aproximadamente tanto una como la otra, igual que el higo y la uva sólo que éstas dos apenas contienen sacarosa (menos del uno por ciento).
La sacarosa –formada por la unión de la glucosa y la fructosa- es la forma principal de transporte de azúcar desde las hojas a los otros órganos vegetales; probablemente porque siendo una molécula más estable que sus componentes aislados puede llegar a su destino final sin deterioro. Los animales no podemos absorber la molécula de sacarosa como tal, pero podemos romperla en sus constituyentes mediante unas tijeras moleculares (llamadas sacarasa) que se hallan en las células intestinales. La glucosa y la fructosa son absorbidos por las células que recubren las paredes de nuestro intestino delgado y de ahí llegan al hígado transportadas por la sangre; la primera, absorbida instantáneamente por las células, es el combustible principal que emplean para obtener energía; la segunda, en cambio, el hígado la almacena.

La sacarosa, el azúcar por  antonomasia, -más dulce que la glucosa y menos que la fructosa- ni fue abundante ni barata en la antigüedad, en casi todo el mundo se utilizaba la miel para endulzar; miel que contiene un sesenta y nueve por ciento de glucosa y fructosa, pero sólo un uno por ciento de sacarosa. Concretamente, en Europa no se conoció hasta que los cruzados la trajeron del oriente medio en el siglo XII, y fue un artículo de lujo hasta el siglo XVIII. Ignoro si los europeos contemporáneos somos más dulces que nuestros antepasados, pero sí sé que somos, después de los indios, los mayores consumidores de azúcar del mundo. 

sábado, 2 de septiembre de 2017

Antivirales de amplio espectro


No es igual un cadáver enterrado y comido por gusanos, que sumergido en el mar y engullido por las sardinas, que despedazado y devorado por los perros, que incinerado y aventado y sirviendo de pasto a los gorriones. Alguien acaba siempre comiéndose los cadáveres de los hombres. Sí, el mismo final para todos, aunque unos mueren, a otros los matan y alguno hay que prefiere suicidarse. Parecerá mentira, pero en el ámbito celular se observan semejanzas con los óbitos humanos; y el suicidio celular tiene un interés indudable para los biólogos porque la apoptosis –que así se llama el fenómeno- destruye las células infectadas por un virus o dañadas por cualquier otra circunstancia. ¿Aprecia el sorprendido lector la importancia de la apoptosis? Si tuviésemos la capacidad de lograr que las células cancerosas o las infectadas se autodestruyeran dispondríamos de una terapéutica para tan malhadadas enfermedades. Todd Rider pretende haberla conseguido: creó un nuevo medicamento antiviral –al que llamó DRACO (Double-stranded RNA Activated Caspase Oligomerizer)- capaz de revolucionar el tratamiento de las enfermedades víricas.
Antes de continuar el relato aclararé brevemente el modo de actuar de los virus. Los virus entran en una célula, se reproducen en ella y la revientan. ¿Cómo lo hacen? Una vez dentro, producen una cadena doble de ARN que controla las actividades químicas celulares. La longitud y el tipo de una variedad de ARN proporciona la diferencia entre las células infectadas y las sanas: la mayoría de los virus producen moléculas de ARN largas, las células sanas las producen pequeñas. Debo añadir que las células contienen proteínas de autodefensa contra el ARN vírico. Los dracos, igual que los mitológicos centauros, constan de dos partes: una proteína de autodefensa que reconoce el ARN vírico proporciona la mitad equina, la mitad humana activa el mecanismo de autodestrucción celular; en resumen, draco busca las células que contengan cadenas dobles de ARN vírico, y una vez las localiza, activa su autodestrucción.

Hasta ahora los médicos han contado con pocos agentes terapéuticos contra virus patógenos como el VIH, hepatitis, ébola, viruela o el simple resfriado; y la mayoría son específicos. Hace algunas décadas el descubrimiento de los antibióticos revolucionó el tratamiento de las infecciones bacteriológicas; los microbiólogos pretenden encontrar algún fármaco que también revolucione la lucha contra las infecciones víricas. El nuevo antiviral ya se ha ensayado y es efectivo contra el dengue, la gripe, la polio y varios más. La prometedora investigación continúa.

sábado, 26 de agosto de 2017

¿Cómo captan luz las plantas?


Las primeras células fotovoltaicas no tenían utilidad: el coste de producir electricidad con luz solar era demasiado elevado. La necesidad de emplearlas en los satélites las rescató del olvido; y tanto éxito tuvieron sus diseñadores que, en 2015, ya hay instalados en el mundo doscientos treinta gigavatios de potencia fotovoltaica, que cubren el uno por ciento de la demanda mundial de electricidad. Admiraba la manufactura de las células de silicio que constituyen los paneles solares fotovoltaicos cuando, al fijar la vista en el césped, me di cuenta que los vegetales efectúan la misma labor.
El mecanismo que usan los vegetales para conseguir la energía necesaria para vivir (tres mil trillones de julios anuales) es una maravilla ingenieril que hemos llamado fotosíntesis: consta de unas antenas captadoras de la energía de la luz, un centro de reacción y un canal que conduce la energía de unas al otro. Las plantas reflejan los fotones verdes de la luz visible, lo que significa que absorben los fotones azules y rojos; una labor que ejecutan varios tipos de antenas: el pigmento clorofila capta la energía de los fotones azules y rojos, los pigmentos carotenoides absorben la energía de fotones azules ligeramente distintos. Como al centro de reacción sólo le valen los fotones rojos, los pigmentos convierten la energía elevada del fotón azul en la energía menor del fotón rojo (como hacen los transformadores eléctricos, que convierten cientos de miles de voltios, primero en decenas de miles, y después en los doscientos veinte de nuestros hogares). La molécula de clorofila usa la energía de la luz absorbida para mover sus electrones externos, que pasan a una molécula adyacente, después a otra y así sucesivamente; el conjunto constituye una cadena de transporte de electrones similar a una corriente eléctrica; y los electrones que cedió la clorofila son repuestos mediante la rotura de moléculas de agua, proceso en el cual se genera el oxígeno de la atmósfera.
En el centro de reacción, la energía transportada por los electrones se emplea para sintetizar dos compuestos (su nombre, ATP y NADPH, no importa) imprescindibles para sintetizar los exquisitos azúcares de las plantas. Cabe destacar que el centro de reacción emprende reacciones químicas sólo si recibe una cantidad mínima de energía: ocho fotones de luz roja se requieren para fijar una molécula de dióxido de carbono y formar una molécula del imprescindible oxígeno.

sábado, 19 de agosto de 2017

¿Existe el yeti?


El pensamiento arcaico mesopotámico concebía la historia humana como el resultado de conflictos divinos. La guerra de una ciudad contra otra era una pugna entre sus dueños, los dioses. Cuando las hordas elamitas asolaron Ur, los sufridos urbanitas no tuvieron que buscar razones políticas o económicas para entender la destrucción de su urbe; la explicación era otra: la asamblea de los dioses, que rige el destino del universo, había causado el estropicio. Hace ya más de dos milenios, por vez primera, algunos individuos tuvieron una idea revolucionaria: pretendieron entender los sucesos naturales sin recurrir ni a los mitos ni a los dioses; pensaron que podían explicar los procesos de la naturaleza con el único auxilio de la razón y la experiencia: en eso estamos.
¿Existe el yeti? Haré la pregunta de una manera científica. ¿Existe alguna prueba incontestable que nos permita concluir que existe el abominable hombre de las nieves? No, la contestación es breve y rotunda. Los crédulos sólo cuentan con relatos inventados; historias que describen al yeti como un simio gigante bípedo localizado en los bosques del Himalaya. El escritor hace un breve inciso para aclarar que estima posible que el bicho visto entre brumas podría ser un oso pardo tibetano. Descartado un abominable hombre de las nieves vagando por las montañas; puedo asegurar que un simio gigantesco existió y que un antepasado nuestro debió haberlo conocido… hace cien mil años. En el año 1935, el paleontólogo Ralph von Koenigswald halló un fósil; su análisis no dejó alguna duda: había descubierto una especie de simio gigante. La bautizaron Gigantophitecus, no podían nombrarla de otra manera pues, con tres metros de altura y de trescientos a quinientos kilos peso, tenía dos o tres veces el tamaño de un gorila. El primate más grande que vivió en el planeta, un herbívoro cuya dieta se asemejaba a la de los orangutanes, sus parientes vivos más cercanos, vivió desde hace un millón de años hasta hace cien mil, en India y China; cabe pensar que allí habría convivido con nuestros antecesores Homo erectus. Suponemos que las razones principales de su extinción fueron los cambios climáticos; durante la última glaciación disminuyó la extensión de los bosques en los que vivían y, por lo tanto, se redujo la disponibilidad de su alimento.

Ya que no en el presente, espero que la existencia del yeti en el pasado haya consolado a los supersticiosos.

sábado, 12 de agosto de 2017

¿Por qué el agua es azul?


            ¡Mea culpa! Me cuesta reconocer que ignoro la causa de un fenómeno cotidiano. El agua y el hielo tienen un hermoso color azul que se aprecia claramente que en los lagos de montaña, en las playas de arenas blancas y en las heladas  cuevas de los glaciares. Creía que el azul del mar se debía al cielo. ¡Erraba! El azul del océano -¡que nadie se deje confundir por las tonalidades verdes que producen las algas!- no se debe a la dispersión de la luz que vuelve azul al cielo, ni a impurezas disueltas, ni al fondo marino. El color del agua es el único caso en la naturaleza de un color causado por cambios en la manera de vibrar las moléculas. La absorción y emisión de luz por los electrones de los átomos es la causa de la mayoría de los colores naturales; el agua constituye la excepción, pues la luz logra que una molécula cambie su manera de vibrar.
El agua pesada (agua, cuyos dos átomos de hidrógeno son reemplazados por átomos de deuterio, el hidrógeno con un neutrón extra) es incolora -como le sucede a la mayoría de las moléculas presentes en la naturaleza- porque requiere poca energía para cambiar las vibraciones de sus moléculas; le llega con absorber rayos infrarrojos, de menor energía que la luz visible. El observador advierte que la frecuencia (y la energía) de una cuerda vibrante aumenta cuando la masa disminuye y la tensión crece; ocurre lo mismo con las vibraciones de las moléculas: aumenta la frecuencia (y la energía) si los átomos (el hidrógeno) son ligeros y la unión (entre el hidrógeno y el oxígeno del agua) es fuerte. Por todo ello las moléculas de agua absorben luz roja y naranja, de mayor energía que los rayos infrarrojos; y, en consecuencia, el espectador ve al agua azul.

Argüía que las moléculas de agua absorben energía de la luz visible para cambiar su manera de vibrar. Lo aclaro. Una misma nota, “mi” por ejemplo, suena distinto en una flauta que en un violín; el efecto se debe a los armónicos que acompañan a la frecuencia fundamental; la misma nota, tocada en distintos instrumentos, presenta diferentes armónicos que tienen una energía ligeramente diferente. Sucede algo similar en las moléculas; absorben energía de la luz y cambian sus armónicos: modifican su manera de vibrar.

sábado, 5 de agosto de 2017

Eutrofización


A quienes, como a mí, les entusiasma nadar en el mar, les desagradarán las fotos que muestran a una multitud bañándose en playas repletas de algas: ni la arena, ni el agua se ven, sólo un completo y extenso manto verde. Los biólogos conocen el fenómeno y su causa: le llaman eutrofización y es uno de los problemas más frecuente que afecta a la calidad de las aguas españolas. Se trata de una proliferación masiva de algas, algunas tóxicas, en mares, lagos o ríos. Los animales mueren o abandonan la zona debido a que la descomposición de las algas muertas consume el oxígeno disuelto en el agua; en consecuencia, se empobrece la biodiversidad, aunque aumenta la biomasa del ecosistema; en resumen, las aguas pierden transparencia y adquieren el característico color verde. El fenómeno se debe a que el ecosistema se sobrecarga de nutrientes: de nitrógeno, las aguas dulces, de fósforo, las aguas saladas; la escorrentía de las tierras agrícolas es la fuente principal del primero, los hogares y la industria, los surtidores del segundo.
            La alteración de su composición química convierte al medio acuático en inadecuado para los usos recreativos y al agua de los embalses en inaceptable para el consumo humano. Entre las consecuencias más indeseables de la eutrofización se encuentran la proliferación de cianobacterias; no se ha llamado la atención suficientemente sobre la aparición de cepas tóxicas, a pesar de que se han identificado diversas neurotoxinas y hepatotoxinas cuya toxicidad es cien veces mayor que la del cianuro; tanto es así que la aparición de cianobacterias tóxicas en las aguas continentales es un problema de igual o mayor magnitud que el de las mareas rojas en las aguas marinas. En Suramérica, concretamente, se han verificado frecuentes intoxicaciones provocadas por la aparición de toxinas de cianobacterias en la red de distribución urbana de agua potable; y en el medio rural se ha comprobado que las floraciones tóxicas coinciden con la muerte de ganado y animales silvestres. Desgraciadamente, aunque se conocen muchos factores que favorecen las floraciones, se ignoran los que provocan la aparición  de las cepas tóxicas; un fenómeno que, por si fuera poco, será más frecuente en el futuro.

En España, tenemos motivos por los que preocuparnos, el Delta del Ebro, la Albufera de Valencia, las Tablas de Daimiel, las lagunas de la Mancha y Doñana, entre otros enclaves, se hallan sometidos a un proceso de creciente eutrofización.

sábado, 29 de julio de 2017

El descubrimiento de la fotosíntesis


            ¿Sabe el curioso lector que una misma reacción química proporciona los productos que comemos y respiramos? ¿Quién la descubrió? ¿Cuándo lo hizo? El científico Joseph Priestley comenzó la tarea en 1772: “He estado tan contento de que, por accidente, haya dado con el método de restaurar el aire que había sido dañado por la combustión de una vela, y haber descubierto por lo menos uno de los restauradores que la naturaleza emplea para este propósito: la vegetación”.  El investigador había dado la primera explicación correcta de la causa por la cual el aire de la Tierra ha permanecido saludable durante millones de años. Priestley había descubierto el sistema de ventilación del planeta: cómo el aire, continuamente viciado, es constantemente purificado por los vegetales. Sin embargo, sus resultados no fueron confirmados hasta el 1779, año en que Jan Ingenhousz escribió: “Observé que las plantas no sólo tienen la propiedad de restaurar el aire viciado en seis o diez días, como lo indica el experimento del Dr. Priestley, sino que pueden realizar este importante papel de un modo completo en unas cuantas horas; que esta maravillosa operación… se debe…a la influencia de la luz del Sol sobre la planta”. Falta por aclarar que hoy llamamos dióxido de carbono y oxígeno a lo que en aquella época identificaban como aire viciado y aire puro. Unos años después, en 1796, Ingenhousz reconoció que, bajo la luz del Sol, las plantas absorben el carbono del dióxido de carbono “expulsando en este momento sólo el oxígeno y manteniendo el carbono para su propio alimento”: las plantas no sólo purifican el aire mediante la luz, también producen nutritivos compuestos orgánicos. Nicolás Theodore de Saussure dio otro paso en el 1804; mediante cuidadosos experimentos demostró que el peso de las plantas aumentaba en una cantidad mayor que la cantidad de dióxido de carbono que habían tomado; atribuyó la diferencia al agua: el agua –concluyó- intervenía en el proceso.

Hoy sabemos que la fotosíntesis, la reacción química que hacen los vegetales, mediada por la luz del Sol, entre el dióxido de carbono y el agua, además del imprescindible oxígeno que respiramos, convierte en materia orgánica en torno a cien mil millones de toneladas de carbono inorgánico cada año. Sin la fotosíntesis no existirían las plantas, sin ellas no habría animales, en tal caso... el escritor no podría escribir estas reflexiones.

sábado, 22 de julio de 2017

Líquenes comestibles


Está escrito en la Biblia, el libro sagrado de judíos y cristianos, que el maná alimentó a las tribus de Israel durante su travesía del desierto; sin embargo, no aclara qué era el suculento manjar. Entre los varios vegetales propuestos por los botánicos me voy a referir a los líquenes. Los antiguos persas, y probablemente también los soldados del ejército de Alejandro Magno, comieron Aspicilia jussufii; y no sólo ellos, durante el siglo XIX, en la Turquía asiática, varias veces cayó del cielo una sustancia que cubrió un área de varios kilómetros cuadrados; se trataba de pequeñas esferas amarillentas, harinosas en el interior, con las que hicieron pan los aldeanos. Este liquen forma costras sobre las rocas que, al madurar, tienden a desprenderse en fragmentos, que el viento y la lluvia acumulan en vaguadas, donde llegan a formar capas sobre el suelo de una cuarta de grosor. Las especies comestibles, Lecanora esculenta o Sphaerothalhia esculenta, son otras posibles candidatas a maná: crecen sobre rocas y están poco sujetas a ellas, por lo que el viento las arrastra hasta que caen como lluvia.
Además de los mencionados existen cerca de veinte mil especies de líquenes; de tamaño, forma y color muy diversos, se encuentran en todo tipo de hábitat, desde los polos al ecuador. Los renos, caribúes y también los hombres en distintas partes del mundo han usado algunas especies de líquenes como alimento. Los habitantes del norte de Europa y los indios de Norteamérica los comieron, aquéllos el Cetraria islandica (llamado musgo de Islandia porque se parece a ese vegetal), éstos el Bryoria fremontii, un liquen colgante de las ramas de las coníferas que pueblan las montañas de Estados Unidos y Canadá.
Unas especies son amargas e irritan el aparato digestivo, Aspicilia jussufii, concretamente, tiene exceso de ácido oxálico (no debemos olvidar que el oxalato de calcio es el constituyente principal de los dolorosos cálculos renales); otras son tóxicas, Letharia vulpina, el liquen de los lobos, abundante en los bosques de Norteamérica, contiene un potente veneno, que nuestros antepasados usaron para untar las flechas, que mataban a lobos y zorros. No me olvido de los líquenes Usnea, que crecen colgando de las ramas de los árboles, tal como si fuesen pelos verdes, y contienen un antibiótico (el ácido úsnico), útil para tratar heridas superficiales, cuando no hay a mano antibióticos modernos.

sábado, 15 de julio de 2017

Magnetismo extremo de los magnetares


La orientación de una brújula me parece un fenómeno casi milagroso; sin embargo, sé que se debe al campo magnético de la Tierra; un magnetismo cuya intensidad ronda las cincuenta millonésimas de tesla (prescinda del nombre de la unidad y compare los números el displicente lector); a una centésima llega un imán de los que se usan para adherir adornos a la nevera; los más potentes electroimanes artificiales alcanzan unas cuantas decenas; apenas nada comparado con un púlsar, de los habituales que observa un astrónomo, que llega a los cien millones; superados por los cien mil millones de teslas que alcanzan los magnetares, que así se denominan unas excepcionales estrellas de neutrones que expulsan, en el mínimo tiempo que dura un rayo en cruzar el cielo, enormes cantidades de energía en forma de rayos X y radiación gamma.
Los astrónomos saben que las estrellas cuya masa supera las diez masas solares explotan como supernovas dejando como residuos un agujero negro o una estrella de neutrones; pero sospechan que no son las estrellas más masivas quienes producen las supernovas más potentes, más bien al contrario, las estrellas de mayor masa, monstruos de trescientas a mil masas solares, antes de colapsar y formar un agujero negro, pueden ocasionar explosiones hasta cien o mil veces más tenues, que algunos científicos ya han bautizado como subnovas. El intensísimo brillo de algunas supernovas, entre cien y mil veces superior al de una supernova corriente, no depende de la masa, sino de la rápida rotación; si una estrella de diez o algo más masas solares rota muy deprisa antes del colapso puede originar un magnetar. Su energía de rotación produciría una supernova ultraluminosa, ultranova que indicaría, por lo tanto, el nacimiento y rápido frenado de un magnetar que gira a gran velocidad.
Nada habría que añadir a lo descrito si no fuera porque el campo magnético superior a cuatro mil millones de teslas que hay en la superficie de un magnetar vuelve anormal al espacio cercano: el vacío se comporta como si fuese un cristal de calcita, se hace birrefringente diría el experto; un fotón de rayos X, por ejemplo, que por allí circulara se separaría en dos o dos fotones se fundirían en uno; por si fuera poco, los átomos se deforman, se convierten en cilindros alargados, concretamente, a los diez mil millones de teslas un simple átomo de hidrógeno se haría doscientas veces más estrecho que largo. ¡Qué ya son ganas de incordiar!


sábado, 8 de julio de 2017

Conflictos


¿Es sencillo inducir a la gente a formar ideas hostiles hacia quienes no forman parte de su grupo, llámese raza, nación, sexo, forofo de un equipo de fútbol o de cualquier otra cosa? En el año 1954 Muzafer Sherif y Carolyn Sherif hicieron un famoso experimento, titulado la Cueva de los ladrones, para comprobarlo. Los investigadores eligieron veintidós varones de doce años con similares experiencias vitales;  ninguno se conocía previamente. Los dividieron en dos conjuntos que instalaron en áreas separadas de una residencia de verano.
El experimento constaba de tres fases: formación de grupos, fricciones entre grupos, cooperación entre grupos. Después de tres días, en ambos grupos aparecieron espontáneamente jerarquías sociales internas. Las actividades de la segunda fase, que incluían competiciones deportivas entre ambos grupos, pronto tuvieron que suspenderse debido a su éxito: se exacerbó tanto la hostilidad entre ambos grupos (insultos, peleas) que los investigadores temieron por la seguridad de los individuos. Para disminuir la fricción y promover la solidaridad los investigadores introdujeron tareas (que llamaron metas superordenadas) que requerían la cooperación entre los grupos. Una meta superordenada es un objetivo que deben alcanzar ambas partes, y que no pueden conseguir por separado: en concreto, resolver la escasez de agua, desatascar un camión para que vuelva a circular o comprar una película para proyectar. La colaboración provocó que disminuyese el comportamiento hostil; los grupos se entrelazaron tanto que al final del experimento los muchachos insistieron en volver a casa todos en el mismo autobús.
Los resultados experimentales son al mismo tiempo aterradores y esperanzadores: por una parte, cuando los grupos compiten, los miembros de cada uno exhiben actitudes inamistosas u hostiles hacia los miembros del otro; pero por otra, si se plantean metas superordenadas, los grupos suspenden las hostilidades y cooperan para alcanzar las metas. Podemos observar el efecto después de terremotos, de tsunamis o de cualquier catástrofe: las personas se solidarizan y contribuyen a solucionar los problemas; así mismo, un caso particular, el efecto del enemigo común tiene una larga historia como herramienta para movilizar a los ciudadanos: consiste en organizar una meta superordenada para defenderse de un ataque inminente (sea una agresión armada o –quiero ser optimista- el cambio climático).

¿Le ha gustado al curioso lector el experimento de Sherif? Infórmese sobre el que hizo el profesor Ron Jones en 1967. Se llamaba la Tercera Ola, incluso se filmó una película sobre él.

sábado, 1 de julio de 2017

Incendios y tormentas ígneas


Reconozco que la barbarie extrema de mis semejantes siempre me sorprende. Sabía que Dresde y Tokio fueron bombardeadas durante la segunda guerra mundial, pero ignoraba la saña empleada en hacerlo. Gran parte de sus habitantes fueron literalmente quemados vivos, incendiados, derretidos porque los bombarderos soltaban sustancias inflamables para crear tormentas ígneas, reproducir las condiciones de un horno y hacer la destrucción más efectiva. También desconocía que las tormentas ígneas probablemente intervinieron en el incendio de Roma provocado por Nerón, y en el incendio que arrasó San Francisco después del terremoto de 1906.
¿Qué es entonces una tormenta ígnea? El movimiento en masa del aire, provocado por el fuego, que causa una intensa ignición en una amplia superficie. Nada más, nada menos. Cuando se incendia un lugar, el aire que está encima se calienta y asciende rápidamente; el aire frío de los alrededores ocupa el vacío provocando un intenso viento, que lleva más oxígeno a las llamas; el fenómeno se mantiene por sí mismo y alcanza los dos mil grados de temperatura; incluso pueden crearse vórtices de fuego que se mueven rápidamente y extienden las llamas a otros lugares; en algunos vórtices es tanta la fuerza del viento que crea un tornado ígneo. En resumen, comprendo que quienes apagan los incendios forestales teman sobremanera a las tormentas ígneas.
Una vez metido en asuntos incendiarios, la curiosidad me condujo a leer estadísticas sobre incendios forestales; concretamente, las que elaboró el Ministerio de Agricultura referentes a la primera década del presente siglo. En España se produjeron algo más de treinta y siete mil incendios anuales de media, cuando cuatro decenios antes eran sólo mil ochocientos; y la superficie quemada pasó de cincuenta y una mil hectáreas a ciento trece mil. Me sorprendió mucho que seis municipios españoles hubiesen registrado, cada uno, ¡más de mil incendios en un decenio!, y uno de ellos, La Cañiza en Orense, mil trescientos ochenta y seis. No me asombró, en cambio, que más de la mitad fueran intencionados.
Sabemos que los incendios forestales nos perjudican porque, al desaparecer la capa vegetal, el suelo queda desprotegido ante las lluvias y se pierde, se erosiona, dirían los edafólogos; y si no hay suelo ¿dónde cultivaremos? Durante el decenio, los españoles nos hemos gastado en prevención entre diez y veinticinco millones de euros cada año; me pregunto entonces ¿por qué no se emplea parte del dinero en la compra de fotografías de satélite para identificar la matrícula del coche del incendiario?

sábado, 24 de junio de 2017

¿Hienas o leones?


Londres está infestado de zorros, Chicago de coyotes, Delhi está sitiada por monos, Adís Abeba, en cambio, está plagada de hienas. En cierto sentido, estos inteligentes carnívoros prestan un servicio útil a la comunidad pues no sólo controlan la población de perros callejeros y gatos silvestres, sino también consumen los cadáveres de los animales abandonados. En el segundo decenio del siglo XXI se estima que ya viven en la ciudad africana entre trescientas y mil, y son peligrosas; además –seguro que pensará el melindroso lector- son antipáticas, crueles y cobardes. Algunos etíopes tienen, al respecto, unas opiniones más extremadas: creen que cada herrero es un mago capaz de convertirse en una hiena, para saquear las tumbas a medianoche y cenar los cadáveres. Sí, un animal cuyos gritos nocturnos parecen risotadas macabras no puede ser popular para los humanos, y esa falta de empatía también afecta a los científicos. Comprobémoslo. ¿Quién no prefería que se le comparase al león antes que a una hiena? La caza tiene una imagen más noble que la búsqueda de carroña y, a primera vista, también es más provechosa. La expresión “el hombre cazador” halaga nuestros oídos. ¿Qué mejor modo de afirmar nuestro éxito evolutivo que describir a nuestros primitivos antepasados como poderosos cazadores? Muchos antropólogos coinciden en que comer la carne de grandes animales contribuyó a formar el entorno físico y social donde se seleccionó los rasgos que diferencian a los humanos de los otros primates. Ahora bien, cómo fue adquirido el alimento rico en proteínas de alta calidad ¿mediante la caza o el carroñeo? Por desgracia, la respuesta que nos proporcionas la hipótesis del hombre cazador se basa más en los prejuicios que en el estudio de los restos fósiles o en la evaluación de la ecología del forrajeo. Las conclusiones de los últimos observadores difieren de la teoría cazadora: hace dos millones de años el carroñeo tal vez haya sido más común que la caza. Los utensilios de piedra tallada, la práctica de descuartizar y trocear grandes animales y el crecimiento desmesurado del cerebro en los homínidos aparecen por primera vez en ese período. De ser cierta esta hipótesis, los homínidos quizás empezaron a desbancar a las hienas consiguiendo llegar los primeros a las carroñas, tesis abonada, hasta cierto punto, por la extinción  de varias especies de hienas en la misma época. ¡Qué le vamos a hacer!


sábado, 17 de junio de 2017

¿Existen los antineutrinos?


Todas las partículas materiales que existen en la naturaleza tienen su correspondiente antipartícula con la misma masa y carga eléctrica opuesta. También los diminutos neutrinos, que fluyen constantemente a través de nosotros sin que nos percatemos, aunque con ellos siempre surgen sorpresas ¿acaso constituyen una excepción?

La idea de la antipartícula surgió en 1928 cuando Paul Dirac desarrolló una ecuación que la predecía; ecuación que confirmó Carl Anderson por vía experimental descubriendo el positrón, la antipartícula del electrón. Además de cargas eléctricas opuestas, Dirac predijo que las partículas de antimateria deben tener quiralidad (propiedad que sólo puede ser diestra o zurda) contraria. Según la teoría de Dirac, si los neutrinos tienen masa, existen neutrinos con quiralidad izquierda y derecha, y antineutrinos con quiralidad izquierda y derecha; si carecen de masa, como los físicos creyeron en un principio, sólo existen neutrinos zurdos y antineutrinos diestros. Hasta 1998 no se supo que tenían masa, aunque muy pequeña. Ettore Majorana propuso otra ecuación en 1937: neutrinos y antineutrinos son la misma partícula. Los físicos se hallan en una encrucijada. ¿Acertó Dirac o Majorana? La clave de la respuesta se encuentra en la conservación del número leptónico, una ley fundamental que indica que el número de leptones (partículas entre las que se encuentran los electrones y neutrinos) menos el número de antileptones debe permanecer inmutable. Después del Big Bang, el universo debería contener cantidades iguales de partículas de materia y antimateria; ambas deberían de interaccionar cancelándose entre sí hasta que sólo quedase energía. ¿Por qué eso no pasó? Buscamos respuestas en las interacciones en las que intervienen neutrinos. La desintegración beta doble es un proceso en el que un núcleo se desintegra en otro diferente emitiendo dos electrones y dos antineutrinos, conservándose el número leptónico. Pero si los neutrinos son sus propias antipartículas, es posible que los dos antineutrinos se aniquilen y no se conserve el número leptónico; se crearía entonces un desequilibrio que favorecería a la materia sobre la antimateria. La existencia de la desintegración beta doble sin neutrinos probaría que neutrinos y antineutrinos son idénticos y que la teoría de Majorana es correcta. Si no existiera tal desintegración, Dirac acertaría y serían posibles cuatro variedades de neutrinos, dos de ellas todavía sin descubrir. En cualquier caso, el futuro de la física de partículas se presenta apasionante.

sábado, 10 de junio de 2017

Digerir proteínas


Figura en el libro de los récords: la taumatina -código de identificación E 957 y unas dos mil quinientas veces más dulce que la sacarosa- es el edulcorante natural más poderoso que existe. ¡Sorpresa! La sustancia más dulce no es una azúcar, sino una proteína que se extrae de la cobertura de las semillas de un arbusto africano, el katemfe (Thaumatococcus); una proteína que, como todas las demás, se digiere en el aparato gastrointestinal.
¿Digerimos todas las proteínas que comemos? ¿Qué significa digerir? Las proteínas son grandes moléculas que, para aprovecharlas, deben ser rotas en sus veinte aminoácidos componentes. Un conjunto de tijeras moleculares que llamamos enzimas se encargan de la labor. La rotura, quiero decir la digestión, de estas macromoléculas no comienza en la boca, sino en el estómago: el ácido clorhídrico segregado por la mucosa gástrica despliega a las proteínas globulares, haciéndolas más asequibles al ataque de los enzimas; después, la pepsina gástrica rompe algunos enlaces de las moléculas volviéndolas más pequeñas. A continuación, y al comienzo del intestino delgado, el páncreas libera varios enzimas, la tripsina y quimotripsina, que continúan rompiendo las proteínas en lugares concretos hasta que sólo dejan trozos relativamente pequeños. La carboxipeptidasa, también elaborada por el páncreas, y la aminopeptidasa, fabricada por la mucosa intestinal, acaban la acción demoledora: el producto final consiste en aminoácidos libres. Aminoácidos que primero son absorbidos y después excretados a la sangre; de ahí alcanzan el hígado, en donde tiene lugar su metabolismo ulterior, descomposición incluida.
Los seres humanos no digerimos completamente todas las proteínas. Algunas, las proteínas fibrosas animales, como la queratina (del pelo y uñas), sólo se degradan parcialmente. Algo similar sucede con muchas proteínas vegetales, entre las que se encuentran las que se hallan los granos de los cereales: se digieren de modo incompleto debido a que la porción proteica de las semillas está rodeada por cubiertas de celulosa indigeribles. La digestión de las proteínas puede complicarse todavía más. Los enzimas intestinales de algunas personas –que los médicos llaman celíacos- no sólo son incapaces de digerir algunas proteínas, que se hallan en el trigo, cebada, centeno y avena, sino que éstas provocan una inflamación que daña las células que recubren la pared del intestino delgado y dificulta la absorción de nutrientes esenciales. Como ya habrá deducido el sabio lector se trata de una enfermedad que, si no se trata, es mortal.