La
historia de la gradual aceptación de la teoría atómica de la materia por parte
de los científicos es admirable, tanto por su origen y la diversidad de hombres
que intervinieron, como por el vigor de los debates, tanto por los argumentos
que afloraron, como por las consecuencias inesperadas. El modelo atómico surgió
de la consideración de tres tipos de problemas: ¿Cuál es la estructura física
de la materia, en particular de los gases? ¿Cuál es la naturaleza del calor?
¿Cuál es el fundamento de los fenómenos químicos? Aunque a primera vista
parecen cuestiones independientes, la respuesta a todas se obtuvo mediante un
conjunto de conceptos comunes agrupados en la teoría atómica. Es difícil encontrar un ejemplo
mejor para mostrar cómo brota una teoría de la labor continuada de generaciones
de científicos.
Los
químicos han acumulado una enorme cantidad de observaciones sobre la
composición de la materia. El modelo que las explica –la materia está formada
por átomos- no es un hecho irrefutable, sino una estructura elaborada por la
mente satisfactoriamente coherente y compatible con las observaciones. ¿La idea
que tiene el profano de un átomo se corresponde con el modelo que postula la
ciencia? Primero Demócrito y después John Dalton supusieron que los átomos eran
indivisibles; los visualizaban como unas esferitas macizas, análogas a
minúsculas bolas de billar. Así los imaginan los profanos todavía hoy: yerran.
Resulta
difícil de entender el minúsculo tamaño de los átomos sin recurrir a comparaciones:
váyase a una playa si vive en la cosa y si no, imagínesela. Trate de contar los
granos de arena: pues bien, hay muchos más átomos en una gota de agua que
granos de arena hay en esa playa que visitó. Si ya hemos tensado al máximo la
imaginación con la comprensión del tamaño, hemos de hacerlo todavía más porque
el noventa y nueve con nueve por ciento de la materia del átomo se concentra en
su centro, que ocupa menos de una billonésima del volumen atómico; sí, es
difícil de aceptar para el profano que casi toda la masa de una silla, una roca
o una moneda llene menos de una billonésima de su volumen y que el resto del
espacio se halle ocupado por nubes inestables de electricidad o por la nada
absoluta. Por más persuasivos que sean los textos, tales creencias parecen ir
en contra de la prosaica evidencia de nuestros sentidos, incluso los químicos
encuentran indigeribles tales conceptos. ¡Qué le vamos a hacer!
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