sábado, 28 de julio de 2018

Caída libre


El escritor confiesa el estupor que le embargó cuando se enteró que Alan Eustace se había tirado, en caída libre, desde cuarenta y un kilómetros de altura; lo hizo, en el año 2014, alcanzando una velocidad máxima de mil trescientos veintidós kilómetros por hora. E ignora si el estupor se debe a la edad del audaz saltarín, cincuenta y siete años, o a su cargo, vicepresidente de Google.
En ausencia de atmósfera, todos los cuerpos caen con la misma velocidad, desde una misma altura, no importa cuál sea su tamaño o peso; lo demostró Galileo y los científicos comprobaron muchas veces que así sucede. Pero si existe aire la caída ocurre de otra manera. Un cuerpo que cae libremente, en la atmósfera, acelera debido a la fuerza de la gravedad; pero la aceleración es cada vez menor, debido a que la fuerza de resistencia aerodinámica aumenta a medida que la velocidad crece, hasta que llega un momento en que la resistencia iguala al peso; sucede entonces que la aceleración se anula y la velocidad con la que el objeto cae permanece invariable. Los científicos han averiguado que la fuerza de resistencia aerodinámica que opone el aire al cuerpo que cae depende de su velocidad (de su cuadrado, concretamente), de la densidad del aire, del área del objeto y de un coeficiente aerodinámico de resistencia; en consecuencia, todos los objetos no caen con la misma velocidad en la atmósfera; si hacemos comparaciones, comprobaremos que cae con más velocidad el que pesa más, aquél cuya área sea menor, el que tiene menor coeficiente de fricción (el de un ala es casi treinta veces menor que el de un plano, el de una esfera la veinteava parte y una bala un cuarto) y, por último, cuando la densidad del gas es más pequeña (en altitudes altas) aumenta la rapidez del descenso. Un par de datos nos ayudan a valorar estas magnitudes: una persona, en posición horizontal con las extremidades extendidas, alcanza una velocidad terminal en caída libre de casi doscientos kilómetros cada hora, una gota de agua de lluvia no sobrepasa los treinta y dos. ¿Nos intriga saber cómo se las apaña el paracaidista? La diferencia con la caída libre es que existe una fuerza de resistencia adicional proporcionada por el paracaídas; con lo cual la velocidad a la que el sujeto llega al suelo –si cae desde la suficiente altura- es lo suficientemente pequeña como para no lastimarse.

sábado, 21 de julio de 2018

Sibaritas y enfermedades cardiovasculares


En España y en el pasado, eran relativamente frecuentes las epidemias de viruela, cólera, difteria, tifus, fiebre amarilla, sarampión, escarlatina o paludismo; en concreto, a principios del siglo XX, la tuberculosis era una de las primeras causas de mortalidad. En el siglo XXI hemos detenido aquellas epidemias pretéritas; las enfermedades cardiovasculares son hoy la primera causa de óbitos: más de ciento veinte mil españoles mueren debido a ellas, casi uno de cada tres decesos anuales; y no sólo aquí, diecisiete millones y medio de defunciones, que representan el treinta y uno por ciento del total, se registran en nuestro planeta.
Procedamos a informarnos del riesgo, que esa es la primera tarea que debe hacer la persona prudente. Las enfermedades cardiovasculares constituyen un grupo de desórdenes del corazón y de los vasos sanguíneos; especialmente de los que irrigan el músculo cardiaco, el cerebro y los brazos y piernas: el ictus, el infarto de miocardio y la angina de pecho son las más peligrosas. Tanto el infarto (del músculo cardíaco) como la angina afectan a las arterias coronarias, en aquél se obstruye por completo el vaso que suministra sangre al corazón, en ésta la obstrucción es parcial: uno es agudo, mortal si no se trata de inmediato, la otra es crónica, una enfermedad perenne; en el ictus (accidente cerebro-vascular, infarto cerebral, derrame cerebral o apoplejía son sinónimos), o bien disminuye el flujo sanguíneo de un vaso cerebral, o bien se rompe y origina una hemorragia posiblemente mortal.
Volvamos a España: mil ciento sesenta compatriotas murieron en accidentes de tráfico durante el 2016; casi seis mil en 1989, el máximo histórico. Se gastó mucho dinero en propaganda para reducir la mortalidad anual en cinco mil personas: parece una buena inversión. Ahora bien, ¿por qué no se hace lo mismo para evitar las enfermedades cardiovasculares, si mueren más de cien mil personas cada año? Recordemos que el ochenta por ciento de las enfermedades del corazón y hasta el noventa por ciento de los infartos podrían prevenirse si llevásemos un estilo de vida más saludable, realizando más ejercicio y vigilando nuestra dieta; porque sabemos que el tabaco, la obesidad y el consumo de alcohol son factores de riesgo.
Epicúreo lector, si tiene la presión arterial alta, es obeso o tiene azúcar en la sangre. ¡Preocúpese! Su salud peligra.

sábado, 14 de julio de 2018

Detección de ondas gravitacionales


El descubrimiento científico más importante del año 2017 es, según la prestigiosa revista Science, la detección de ondas gravitacionales procedentes de la fusión de dos estrellas de neutrones. La historia comenzó en 2015, cuando se logró la primera detección directa de tales ondas, predichas por la teoría de la relatividad de Einstein; igual que una piedra arrojada sobre un estanque genera ondas, los objetos muy masivos acelerados a velocidades extremas generan perturbaciones, que recorren el espacio-tiempo a la velocidad de la luz y pueden ser detectadas en la Tierra. Eso hizo el observatorio de ondas gravitacionales LIGO: midió el ínfimo cambio en el espacio-tiempo provocado por la fusión de dos agujeros negros estelares lejanos. Se acababa de inaugurar una nueva era de la Astrofísica: no solo se podían detectar algunas partículas (rayos cósmicos) y observar las diferentes radiaciones electromagnéticas, también se iban a escuchar las ondas gravitacionales procedentes del espacio.
En 2017, los observatorios LIGO y Virgo, detectaron la fusión de dos agujeros negros; enormes objetos que, al unirse, generan metafóricos rugidos detectables en la Tierra como ondas gravitacionales. Pero lo mejor estaba por llegar; si bien se habían captado las ondas gravitacionales procedentes de los agujeros negros, estos objetos resultan invisibles para los telescopios. Los científicos pretendían captar las ondas gravitacionales de algo que pudieran ver, porque esperaban aprender más de los fenómenos astronómicos si a la vista añadían el oído. En 2017 lo consiguieron: los observatorios LIGO y Virgo detectaron ondas gravitacionales y el telescopio espacial Fermi captó un estallido de rayos gamma que, se sospecha, se originó en la fusión de dos estrellas de neutrones, y las señales procedían del mismo lugar. En cuestión de minutos más de tres mil astrónomos de todo el mundo se dispusieron a observar este fenómeno astrofísico, que se convirtió en el más estudiado de la historia. La fusión, nombrada GW170817 y situada a ciento treinta años-luz de distancia, envió a la Tierra ondas gravitacionales, luz y otras radiaciones electromagnéticas. Se había inaugurado una nueva Astrofísica: ver con telescopios y escuchar las ondas gravitacionales de lo que sucede en el universo. Y todavía esperamos ampliar nuestros conocimientos cuando, con el observatorio IceCube, detectemos también los neutrinos emitidos por el mismo fenómeno astronómico: cuando esto suceda habremos añadido a la vista y oído la degustación. ¡No podía ser de otra manera!

sábado, 7 de julio de 2018

Sudor


Existen tres motivos distintos para sudar. Sudé cuando, haciendo el camino de Santiago, subía los puertos de montaña en bicicleta; o después de una veloz carrera jugando al fútbol, o durante un combate de karate. Sudé también en Madrid durante un caluroso verano, y en Sevilla, maravillosa ciudad en primavera, algo menos en el tórrido estío. No recuerdo, sin embargo, haber transpirado en alguna de la media docena de situaciones de intenso estrés en la que me hallé inmerso a lo largo de la vida.
Tres millones de glándulas sudoríparas, distribuidas por todo el cuerpo y que desembocan en los poros de la piel, producen el sudor. Las glándulas sudoríparas ecrinas, abundantes y concentradas  en las palmas de las manos, plantas de los pies y en la frente, desembocan directamente al exterior y segregan un litro diario de sudor cuando permanecemos en reposo, o, entre setecientos mililitros y litro y medio, cada hora, durante un esfuerzo. El contenido de las glándulas sudoríparas apocrinas, escasas y localizadas en las axilas, perineo, pubis, párpados y conducto auditivo externo, sale al exterior, junto con el sebo producido por las glándulas sebáceas, en forma de emulsión hidrolipídica, que evita que se deshidrate la piel y es responsable de su suavidad.
El sudor contiene agua, un noventa y ocho por ciento; también sales minerales, ácido úrico, amoníaco, urea, vitamina C, ácido láctico (que atrae a los mosquitos), y varias sustancias complejas: como el ácido urocánico, un filtro natural que nos protege de la radiación solar, las feromonas y la dermicidina, un antibiótico más eficaz que los hoy utilizados. Y hago este afirmación porque las bacterias no desarrollan resistencia contra ella; ya se ha comprobado que destruye las Mycobacterium tuberculosis, bacterias responsables de la tuberculosis, y las Staphylococcus aureus, bacterias de la piel principales causantes de las infecciones intrahospitalarias. No, el sudor por sí mismo no huele, aunque algunas de las sustancias excretadas, al ser descompuestas por las bacterias externas, generan olores molestos.
Además de mantener la temperatura corporal constante, que es su función principal, el sudor puede ser una vía para eliminar toxinas del organismo: como el arsénico, cadmio, plomo y mercurio; o el bisfenol-A (BPA): se comprobó que dieciséis, de los veinte participantes en un experimento, lo eliminaron en el sudor; quizá también podrían eliminarse los piroretardantes y ftalatos. De esta función deduzca el juicioso lector las virtudes de la sauna y de la práctica de los deportes.