sábado, 27 de julio de 2019

Compuestos orgánicos volátiles


     Se ha producido un asesinato con una pistola y el asesino ha huido. La policía acude al escenario del crimen: fotografía a la víctima, busca huellas dactilares y otras pistas, interroga a los testigos, analiza las balas y ordena la autopsia del cadáver. Este es el procedimiento habitual. Pero se podría adoptar un método distinto: examinar todas las armas disparadas en los últimos días aduciendo que entre ellas estará la homicida; y encontrar así al asesino tras invertido una enorme cantidad de tiempo y esfuerzo. Aunque parezca ilógico, las leyes que protegen a la población de los tóxicos ambientales optan por la segunda alternativa: establecen controles sobre la emisión de contaminantes peligrosos en el agua, en el aire o en el suelo; pero no abordan el riesgo por contacto directo. Al centrarse en la emisión y no en la exposición se olvidan que los tóxicos sólo lo son si llegan al cuerpo; urge, entonces, determinar dónde las personas se hallan expuestas a los contaminantes. De los primeros estudios surgen conclusiones paradójicas: la exposición a tóxicos en lugares considerados inocuos -viviendas, oficinas o automóviles- supera a la exposición en exteriores, donde existen fábricas, industrias, cementeras o altos hornos. 

     Fijémonos en los compuestos orgánicos volátiles (COV), varias docenas de compuestos ambientales tóxicos, cancerígenos muchos, aunque resulta difícil determinar si el contacto con ellos representa un riesgo para la salud, porque se desconoce la morbilidad a concentraciones muy bajas durante largo tiempo. Citaré las mediciones de COV (microgramos cada metro cúbico) que se han hecho en diferentes entornos: en el exterior de una zona rural o en el exterior de un entorno urbano: entre uno y diez; en un cuarto de baño cargado de vapor: entre cien y mil (de cloroformo); en ropa recién sacada de la tintorería: entre cien y mil (de percloroetileno y tricloroetano); en un aparcamiento cerrado, entre cien y mil (de benceno y otros); cerca de una fotocopiadora: algo más de cien (de formol, estireno y otros); en un local con fumadores: algo más de cien (de benceno y otros); en una cocina con fuego: algo más de diez; en la limpieza doméstica: entre cien y mil (de diclorobenceno y disolventes); en un local cerrado con chimenea y fumadores: entre cien y mil (de benceno y otros).

     Compruebe el cauto lector que minimizar la exposición a estos tóxicos sólo exige leves modificaciones de la rutina doméstica diaria.

sábado, 20 de julio de 2019

Insectos gigantes

     Durante millones de años la naturaleza ha diseñado una y otra vez animales gigantescos como si quisiera insistir en que el tamaño grande ofrece ventajas; y siempre factores ambientales o nuestra especie acabaron con ellos. No, la talla no es una garantía de supervivencia.

     El período Carbonífero se inició trescientos cincuenta y nueve millones de años atrás y duró sesenta millones de años, le sucedió el período Pérmico que acabó hace doscientos cincuenta y dos millones de años atrás. Con un clima tropical, las selvas cubrían la mayor parte del planeta; como consecuencia había menos dióxido de carbono y más oxígeno, cuya concentración alcanzó un máximo (treinta y cinco por ciento, compárese con el veintiuno actual) al final del Carbonífero y descendió bruscamente a finales del Pérmico. Se trata de períodos históricos apasionantes pues durante el primero, animales gigantes se arrastraban, reptaban, saltaban, serpenteaban, se escabullían, excavaban, acechaban, revoloteaban y aleteaban mucho antes de que llegasen los dinosaurios. Sí, durante el Carbonífero proliferaron los grandes artrópodos, que alcanzaron tamaños jamás imitados. Sobre el suelo vivía Arthropleura, una criatura de dos metros similar a un milpiés; bajo el agua de ríos y lagos moraban los Jaekelopterus, criaturas acorazadas de dos metros y medio de largo que recuerdan a un escorpión; y surcaban el aire los insectos más grandes de la historia, los Meganeuropsis, libélulas de setenta centímetros de envergadura, que tenían alas tan anchas como las de los halcones. Deambulaban por el planeta, además, cucarachas y arañas de medio metro, moscas desmesuradas, escorpiones descomunales, enormes cochinillas y pulgas de varios centímetros. Todos estos gigantes habían desaparecido a mediados del Pérmico.

     Robert A. Berner sospecha que la cantidad del oxígeno atmosférico desempeñó un papel esencial tanto en el auge como en la caída de los insectos; conjetura que se debe a la forma en que los insectos obtienen el oxígeno -directamente del aire, a través de diminutos conductos, en vez de hacerlo a través de la sangre-. Pero hay otras posibilidades, según Mathew Clapham: "El tamaño de los insectos prehistóricos se relaciona con la cantidad de oxígeno existente en un período de doscientos millones de años. Después, hace unos ciento cincuenta millones de años, el oxígeno aumentó, pero el tamaño del insecto disminuyó". Este momento coincidió con una mayor especialización de las aves, que pudieron ser fuerza evolutiva que impulsó una disminución en el tamaño de los insectos voladores. 

sábado, 13 de julio de 2019

Gravedad cuántica


La inmensa mayoría de los físicos especialistas creen en las teorías de cuerdas. Sheldon Lee Glashow, Nobel de Física en 1979, se manifiesta escéptico, incluso ha propuesto expulsar a los estudiosos de cuerdas de la Universidad de Harvard. ¿Por qué? En cuatro decenios los expertos en cuerdas no han aportado prueba experimental alguna. El escritor, humildemente, piensa que, si las dimensiones adicionales y las simetrías extras no existen, las teorías de cuerdas serán -o son ya- uno de los mayores fracasos de la ciencia.
Los físicos obtuvieron un éxito formidable al aplicar la técnica del grupo de renormalización a todas las interacciones; pero cuando intentaron hacer lo mismo con la gravedad, para obtener una teoría cuántica de la gravedad, fracasaron; razón por la cual, a lo largo del último medio siglo, han buscado procedimientos diferentes al formalismo de la teoría cuántica de campos para construir una teoría cuántica de la gravedad, uno de ellos las teorías de cuerdas: fracasaron de nuevo. Recientemente, ha surgido una nueva teoría cuántica de campos, la gravedad cuántica asintóticamente segura; la teoría mantiene que los constituyentes fundamentales del universo son los que conocemos y que el fracaso en la renormalizaciòn puede solucionarse. Cuando profundizamos en la estructura del espacio tiempo y alcanzamos la escala de Planck (cienmilquintillonésimos de metro), los efectos cuánticos se hacen apreciables y generan fluctuaciones del propio espacio tiempo; que pueden analizarse, si la estructura espacio temporal permanece inalterada por más que continuemos examinando escalas cada vez menores (comportamiento que nombramos invarianza de escala). En un amplio abanico de distancias la gravedad se mantendría débil; la constante de acoplamiento, que expresa la intensidad gravitatoria, sólo crecería cuando examináramos el espacio tiempo a escalas próximas a la longitud de Planck; según la relatividad general dicho crecimiento sería indefinido, sin embargo, la nueva teoría postula que las fluctuaciones cuánticas harían que la constante se acercase asintóticamente a un valor finito. De ser así, podrían efectuarse cálculos y desaparecerían los infinitos que hacían inviable la teoría cuántica de la gravedad. 
Contamos con evidencias de la bondad de la nueva teoría: Mikhail Shaposhnikov y Christof Wetterich predijeron que la masa del bosón de Higgs seria ciento veintiséis GeV: su masa fue ciento veinticinco; y se espera calcular la masa de los quark cima y fondo para comprobar si concuerdan con los reales. Aunque los síntomas son esperanzadores, esta nueva teoría cuántica de la gravedad se está construyendo todavía. 

sábado, 6 de julio de 2019

Tardígrados, seres vivos indestructibles


     Los adolescentes, y también algunos adultos, disfrutan leyendo las aventuras de Supermán, la Masa o algún otro invencible héroe de los cómics. El aura de indestructibilidad confiere a los personajes un prestigio indudable; ahí es nada, intervenir en cuanta aventura se presente sin miedo a la muerte. Parece mentira que, en la naturaleza, existan seres con una fortaleza similar a la de los héroes imaginarios. En el año 2007 se lanzó una sonda espacial en la que viajaban unos diminutos seres vivos; su nombre, tardígrados, es lo de menos, lo importante es que no solo sobrevivieron en el espacio exterior, sino que, incluso, mantuvieron su capacidad reproductiva: se les considera los animales más resistentes. La cualidad más fascinante de los tardígrados es su resistencia en condiciones ambientales extremas: sobreviven no sólo en el vacío del espacio, sino también a presiones casi seis mil veces superiores a la habitual en la superficie terrestre; aguantan cien veces más radiación que los demás animales; e, incluso, soportan temperaturas que oscilan entre doscientos setenta grados bajo cero y ciento cincuenta sobre cero. Casi oso afirmar que estos animalitos traspasan el umbral de la muerte.

     ¿Cómo lo hacen? En situaciones ambientales extremas los tardígrados entran en un estado de animación suspendida conocido como criptobiosis: mediante un proceso de deshidratación, pasan de tener el ochenta y cinco por ciento de agua corporal habitual a quedarse con tan sólo el tres por ciento, y así resisten y se reactivan en cuanto se les suministra agua. En ese estado el metabolismo se reduce o cesa temporalmente, y así permanecen hasta cuatro años (en 2016, científicos japoneses reanimaron a ejemplares que llevaban treinta años congelados).

     El observador que quiera contemplar a estos bichitos, también llamados osos de agua debido a su aspecto y movimientos, debe usar el microscopio, pues su tamaño medio, que ronda el medio milímetro, no nos permite verlos con nitidez. A nadie sorprenderá que este grupo de animales (un filo que agrupa un millar de especies y comparte un antecesor común con los artrópodos) sea capaz de vivir en cualquier parte del mundo, desde las profundidades abisales hasta los lugares más inhóspitos de los continentes; sin embargo, la mayoría son terrestres y habitan en la película de agua que cubre los musgos, líquenes y helechos. Su existencia se remonta a seiscientos millones de años atrás; no es para menos, casi resulta imposible destruirlos.