sábado, 29 de junio de 2019

Versátil ARN


     Los ácidos ribonucleicos, abreviadamente ARNs, son moléculas, pero no unas moléculas cualesquiera, pues están presentes en todas las células vivas, sean animales, vegetales, hongos o bacterias, además, constituyen el material genético de algunos virus. Se trata de moléculas relativamente grandes que están formadas por una larga cadena de eslabones; cada eslabón, llamado nucleótido, contiene tres componentes una ribosa, un fosfato y una cualquiera de las cuatro moléculas siguientes, adenina, guanina, citosina y uracilo. Señalamos una característica peculiar, aunque ignoramos su significado: el ARN de las células contiene una única cadena, en cambio el de algunos virus contiene una cadena doble.

     Los ARNs tienen una importancia desmesurada para la vida. Juzgue el sagaz lector la importancia de las funciones que desempeñan: transportan la información del genoma celular hacia el lugar de la producción de las proteínas que necesita la célula. También regulan la expresión de los genes; los ARN interferentes, por ejemplo, silencian genes específicos, una actividad que se ha aprovechado para el desarrollo de medicamentos hechos de ARN. Por último, existen ARNs (los ribozimas) que tienen actividad catalítica, o sea, que se comportan como las enzimas que impulsan las reacciones químicas.

     Resaltamos la importancia del ARN en el origen de la vida. Hogaño los científicos creen haber confirmado la hipótesis del mundo de ARN: conjeturan que, en la Tierra primitiva carente de vida, las moléculas de ARN, en dura competencia evolutiva entre sí, desarrollaron una membrana a su alrededor, y se convirtieron en la primera célula. La teoría se fundamenta en la versátil actividad del ARN: contiene información genética y, al mismo tiempo, es capaz de efectuar reacciones metabólicas  (como formar los enlaces de las proteínas). A lo largo del siglo XX, los bioquímicos especularon sobre el origen de la vida, ¿se formó primero el ADN (contenedor de la información) o los enzimas (ejecutores)? La pregunta les conducía a una paradoja irresoluble, porque se necesita ADN para sintetizar enzimas y se necesitan enzimas para sintetizar ADN. Resuelven la paradoja suponiendo que las primeras formas de vida fueron moléculas de ARN que reúnen ambas capacidades: almacenar información genética y ejecutar reacciones. La hipótesis original también nos permite especular: quizá los actuales virus que contienen ARN sean descendientes de los virus de aquellas primitivas células, ya desaparecidas, que contenían un genoma formado por ARN.

sábado, 22 de junio de 2019

Ballenas, elefantes y cánceres


     El estudio de la fauna nos depara, a veces, sorpresas inesperadas. ¿Quién podría suponer que el examen, aparentemente inútil, de la genética de ballenas y elefantes tal vez brinde claves trascendentales para alargar la vida humana?

     Un grupo de científicos, liderado por João Pedro de Magalhães ha secuenciado el genoma de la ballena de Groenlandia, el mamífero más longevo del planeta, que vive hasta los doscientos quince años. Los investigadores encontraron, en el ADN de estos cetáceos de cien toneladas, mutaciones y copias de genes relacionados con la reparación del ADN y la regulación del ciclo celular. Un ciclo celular mejorado y evitar la acumulación de daños en el ADN quizá promueva la resistencia de estos animales a las enfermedades ligadas al deterioro de las células, tales como el cáncer y las afecciones degenerativas vinculadas a la vejez.

     Erraría quien pensara que los longevos elefantes, gigantes terrestres del reino animal, padecen cáncer con frecuencia; después de todo, el aumento del número de células (cientos de veces más que los humanos) facilitaría que alguna se convirtiese en maligna a lo largo de mucho tiempo. No, no es que los elefantes nunca tengan cáncer, pues el cinco por ciento mueren a causa de él, sino que el porcentaje de humanos muertos por el susodicho mal es entre el doble y cinco veces mayor. ¿Cómo se las ingenian estos mamíferos para eludirlo? Los investigadores hallaron que los elefantes tienen veinte copias del gen supresor de tumores p53, los humanos sólo una. Además, un grupo de investigadores liderado por Vincent Lynch descubrió otro gen igual de interesante, el factor inhibidor de la leucemia seis (LIF6); su función, cuando es activado por p53, consiste en responder al ADN dañado y producir una proteína que provoca la muerte de las células cancerosas; de nuevo los elefantes nadan en la abundancia pues tienen ocho genes LIF (aunque, hasta ahora, sólo se ha identificado como funcional al LIF6). Los paleontólogos sospechan que este gen zombi surgió en la época, hace unas decenas de millones de años, en que los antepasados de los elefantes tenían el tamaño de las marmotas; y conjeturan que este mecanismo quizá permitió el crecimiento de la especie hasta el tamaño actual. En resumen, los elefantes probablemente no serían tan voluminosos y longevos, sino se hubieran producido estos cambios en los genes de esta especie. 

sábado, 15 de junio de 2019

Detección de rayos cósmicos


     Entre los espectáculos más hermosos que puede ofrecernos el cielo nocturno se encuentran las lluvias de estrellas de exótico nombre, Perseidas, Oriónidas, Táuridas. Al contrario que el firmamento ordinario, que se nos aparece a simple vista como inmutable, las estrellas fugaces acaparan nuestra atención por la rapidez con que se mueven y por la sorpresa que nos causan esos fragmentos de material extraterrestre cuando los vemos morir derrochando luz. 

     Si nuestros ojos fuesen más sensibles, el cielo nocturno se nos presentaría en todo momento como una intensa lluvia de luz, sólo que, en este caso, no serían minúsculos trozos de cometas de apenas milímetros de tamaño. La Tierra sufre de manera constante el bombardeo de los rayos cósmicos, partículas de alta energía que, al impactar contra la atmósfera, emiten un tenue y ultrarrápido destello de luz azulada. Esta radiación se genera porque, al chocar contra las moléculas del aire, los rayos cósmicos generan partículas cuya velocidad supera a la de la propia luz en la atmósfera. Como consecuencia, se produce una onda de choque -la luz de Cherenkov-, análoga al estallido acústico que tiene lugar cuando un avión rompe la barrera del sonido. 

     El estudio de los rayos cósmicos ha contribuido de manera fundamental a nuestra comprensión del universo; de hecho, fue precursor de la física de partículas, la ciencia que nos informa sobre los componentes elementales del universo y las fuerzas que actúan entre ellos. Construimos gigantescos aceleradores de partículas, como el Gran Colisionador de Hadrones (LHC), para observar los sucesos que ocurren durante los choques y obtener conocimientos sobre la estructura de la materia. Sin embargo, las energías que se obtienen con ellos palidecen en comparación con las que se alcanzan en los aceleradores naturales, de donde proceden algunos rayos cósmicos; porque en el universo existen desmesurados cataclismos que los producen. Ese universo violento en nada se parece al firmamento inmutable, al que nos tiene acostumbrados la astronomía tradicional; se trata de un universo rápido, dinámico y sorprendente, en el que mundos ora agonizan en explosiones estelares inconcebibles, ora son engullidos por gigantescos agujeros negros en pantagruélicos festines o bien se convierten en enormes dinamos en rápida rotación que emiten ingentes cantidades energía. Ese universo es explorado por la moderna astronomía de astro-partículas (o de altas energías), y a él podemos acceder gracias a la captación de la radiación de Cherenkov producida por los rayos cósmicos al entrar en la atmósfera.

sábado, 8 de junio de 2019

Antropoceno



     Sentados en una terraza, contemplábamos la hermosa bahía de Aldán y lamentábamos nuestra ausencia en el momento que saltaron los delfines. La belleza del paisaje nos sugirió hablar de estética; y pronto uno de nosotros preguntó ¿cuál es el artículo –científico- más hermoso que habéis leído en el siglo XXI? Incapaz de distinguir entre estética, ética y metafísica, cité dos que abordan el mismo tema: “Límites de un planeta sano”, escrito por Jonathan Foley (2010) y “Una historia estratificada. ¿Qué huellas dejaremos en el planeta?” de Jan Zalasiewicz (2016). Voy a comentarlos.

     En dos siglos el número de humanos ha pasado de mil millones a siete mil millones. En los últimos cincuenta años nos hemos duplicado, nuestro consumo de alimentos y agua se ha triplicado, y el consumo de combustibles fósiles se ha cuadruplicado. Todo ello ha generado contaminación. Las reglas para vivir en el mundo contemporáneo han de ser diferentes de las anteriores y necesitamos conocerlas. Un grupo de científicos (Jonathan Foley, entre ellos) se propuso identificar los procesos ambientales que podrían perturbar e incluso impedir la capacidad del planeta para albergar vida humana. Encontraron nueve, y establecieron límites dentro de los cuales la humanidad podría operar sin riesgo; siete tienen cotas definidas, en dos nos faltan conocimientos. Tres de los procesos, la pérdida de la biodiversidad, la contaminación por nitrógeno y el cambio climático, han sobrepasado los límites; los demás se encaminan hacia los valores umbrales.

     En el año 2000, Paul Crutzen, Nobel de química, durante un debate sobre los cambios ambientales ocurridos en los últimos milenios, empleó la palabra Antropoceno para referirse a la época en que la humanidad ha alterado el planeta. Ahora bien, ¿se trata de un cambio geológico, es decir, un cambio tan profundo que sus huellas han quedado grabadas en los estratos de todo el planeta? ¿Podría la humanidad causar un cambio tan radical como las transformaciones habidas cuando comenzó el Holoceno o el Pleistoceno? ¿Podrían equipararse los efectos de la actividad humana, de siglos o milenios, con las mudanzas que se han producido en el pasado, como la creación y destrucción de océanos, las erupciones volcánicas masivas o el impacto de meteoritos? Aunque no se ha tomado una decisión sobre la existencia del Antropoceno, el comité de geólogos encargado de elaborar el informe para su valoración (al que pertenece Jan Zalasiewicz) ha encontrado suficientes pruebas para sostener que el Antropoceno debe incluirse en la escala geológica oficial de tiempo. 

sábado, 1 de junio de 2019

Clases de estrellas


La vida urbana ha cambiado nuestros hábitos: apenas reparamos en el cielo; cierto, el hombre contemporáneo está menos familiarizado con el cielo nocturno que nuestros antecesores cazadores recolectores de hace cien mil años. Sin embargo, hasta el más encallecido urbanita, si alguna vez levanta la mirada arriba, en una noche despejada, se preguntará por el significado de aquella majestuosidad que le anonada.
Sobre el significado del universo, nada podemos disertar los científicos, pero sí conocemos el modo en que nacen, viven y mueren las estrellas. El noctámbulo espectador del firmamento admira las estrellas, el astrónomo, además, se pregunta cuántas variedades hay. El tamaño, la distancia, el color, el brillo o la cantidad de materia nos proporcionan información sobre las características de las estrellas; por lo de pronto, ateniéndonos al resultado de las observaciones podemos agruparlas en seis tipos básicos. Sigamos, ahora, la evolución de una estrella; desde el nacimiento hasta su muerte. Una enorme nube de gas –una nebulosa- se colapsa debido a su gravedad; al hacerlo, se comprime, se vuelve más densa y se calienta; como lo haría un gas cualquiera. El proceso continúa hasta que la región central de la inmensa nube astronómica se ha calentado tanto que se inician en ella las reacciones nucleares de fusión del hidrógeno. Al llegar a ese punto, la situación se estabiliza: la protoestrella inicial se ha convertido en estrella. Esta secuencia de acontecimientos ocurre en las estrellas normales, como nuestro Sol, que los astrónomos denominan estrellas de la secuencia principal. Ahora bien, la cantidad de materia de la nebulosa original condiciona la vida y la masa de la estrella recién formada; las más pesadas brillan más (serán blancas o azuladas), las más ligeras, menos (serán rojas); aquéllas mueren pronto, de jóvenes, éstas tarde, de ancianas. En cualquier caso, acabado el combustible nuclear, las estrellas fallecen dejando como residuos, agujeros negros, estrellas de neutrones o enanas blancas, según que contengan más o menos masa. Pero antes del óbito se transforman; las estrellas ligeras, en gigantes rojas (como Arturo en la constelación del Boyero, Aldebarán en Tauro o nuestro Sol en el futuro) y las pesadas, en supergigantes (rojas, como Betelgeuse en Orión o azules, más pequeñas, como Rigel en la misma constelación anterior).
Como si de humanos se tratara, las estrellas nacen, viven y mueren. Eso vemos en el cielo.