sábado, 27 de junio de 2009

Supernovas, peligros de la indigestión estelar


            Las supernovas de nuestra propia galaxia son un espectáculo celeste extraordinario: incluso pueden verse con luz diurna sin telescopios. Durante algunos días de brillo desmesurado, la supernova radia la misma energía que en toda su vida. No puede ser de otra manera pues explota una estrella ¡nada menos! Dos sucesos diferentes pueden originar este fenómeno. Si se trata de la explosión que marca el fin de una estrella gigante los astrónomos la denominan tipo II. Existe otro caso -el tipo I- que involucra a dos estrellas que se orbitan y una de ellas es una enana blanca. Cuando ambas están lo suficientemente cerca, la enana roba materia a su compañera, hasta que su masa supera la cantidad de uno y cuatro décimas de veces la masa del Sol. Ocurre entonces un gran estallido: la estrella –hambrienta- muere de indigestión.
Aunque inusuales, apenas cinco supernovas cada milenio en una galaxia, tres de las que sucedieron en la Vía Láctea desempeñaron un relevante papel en la historia humana. En el año 1054 los astrónomos chinos y árabes vieron la supernova más estudiada hasta la fecha; aproximadamente durante dos años y en la región del cielo donde ahora está la Nebulosa del Cangrejo, observaron una nueva estrella a la luz del día, más brillante que cualquier objeto celeste con excepción de la Luna. Sabemos que pudo verse en Europa, y también que ningún erudito osó dar fe de su observación. ¿Por qué? Aristóteles había ideado la teoría física que sostiene que la región de las estrellas permanecía inmutable: los cambios sucedían en las proximidades de la Tierra. Desgraciadamente los teólogos cristianos convirtieron su teoría en doctrina; y todo aquel que no la aceptara se arriesgaba a ser acusado de hereje. Ya tenemos la explicación de la ceguera de los europeos: no hay peor ciego que quien no quiere ver. Podemos imaginar el estupor que recorrió el mundo ilustrado cuando Tycho Brahe observó, en 1572 y durante año y medio, una estrella más brillante que Venus, en la constelación de Casiopea, donde antes ninguna había. En 1604 se repitió el fenómeno: en la constelación del Serpentario Johannes Kepler observó, durante un tiempo, una estrella nueva más brillante que cualquier otra. La conclusión de ambos acontecimientos eran inobjetable: invalidaba la teoría cosmológica aristotélica.
Informo al curioso lector que, desde la invención de los telescopios modernos, los astrónomos esperan detectar la primera supernova de nuestra galaxia con sus instrumentos. ¿Cuándo ocurrirá el acontecimiento?

sábado, 20 de junio de 2009

Oír y ver de forma diferente


Los humanos ya hemos explorado a conciencia la superficie de la Tierra, después, el océano de aire en el que vivimos, incluso hemos paseado por la Luna y enviado vehículos espaciales a todos los planetas del sistema solar, pero apenas conocemos el otro océano que contiene nuestro maltratado planeta, el de agua. Viajamos muy poco por el interior de los océanos: frente a los casi cuatro kilómetros de profundidad media, sólo unos cientos de metros bajo la superficie son visitados habitualmente por los submarinos, y unas pocas decenas de metros por los buceadores. Pecios, bacterias y animales desconocidos aguardan al intrépido investigador que se hunda en las profundidades marinas. ¿Por qué los viajeros, exploradores y aventureros no escrutan más los océanos? Reconozco que el aumento de la presión puede ser un impedimento; aun así, me sorprende esta actitud porque, nada más traspasar la superficie del mar, se abre otro mundo ajeno a las experiencias diarias; un universo tan diferente al habitual que ni siquiera nuestros sentidos más apreciados, la vista y el oído, funcionan como de costumbre. El sonido y la luz no se comportan de la misma manera en el aire que en el agua. El sonido, por ejemplo, se mueve unas cinco veces más rápidamente, y eso dificulta discriminar su lugar de procedencia. En cuanto a los colores, desaparecen cuando aumenta la profundidad: el rojo se desvanece a los seis metros, el naranja a los diez, el amarillo a los quince, el verde a los treinta, más allá todo se torna azul grisáceo; a medida que descendemos la luz se atenúa hasta que llega un momento, a los mil metros, en el que reina una completa oscuridad. Además, los objetos pierden contraste y parecen borrosos y difuminados. ¿Por qué?, porque los rayos que llegan a los ojos no provienen directamente de ellos, sino, sobre todo, de las partículas que tiene el agua en suspensión. Ni siquiera el tamaño permanece invariable: la luz cambia de dirección cuando pasa del agua al aire, a través del cristal del visor del buzo, y después al ojo. Y ese efecto logra que los objetos parezcan más cercanos y grandes.
Sumergido -con la imaginación- en ese oscuro mundo de silencio me surge, inevitablemente, la pregunta, ¿qué nuevas sensaciones percibirán los humanos que osen visitar astros distintos al planeta que los vio nacer?

sábado, 13 de junio de 2009

Coltan


Le tengo una simpatía especial a los metales vanadio, wolframio y platino; se debe a que, entre las aproximadamente ocho decenas de elementos químicos no radiactivos que existen en la naturaleza, únicamente ellos fueron descubiertos por científicos españoles. Ya conocía la química del vanadio, pero quise saber más sobre dos elementos que pertenecen a su misma familia, dos raros metales de exótico nombre. Hace unos días encontré, en un artículo de una revista científica, sus peculiaridades físicas y sus propiedades químicas, me informé sobre las características de su comportamiento, imaginé sus utilidades y averigüé la manera de obtenerlos puros; confieso que, de pronto, me inundó el estupor cuando, en medio del estudio químico del niobio y el tantalio, se me coló desvergonzadamente una infame contienda. La guerra del coltan (que así se llama la mezcla de los dos minerales, de la que se extraen los metales), también llamada la Gran Guerra Africana, fue el conflicto humano más mortífero después de la Guerra Mundial: tres millones ochocientos mil cadáveres se pudrieron en la cuenca del río Congo entre los años 1998 y el 2003.
Para muchos lectores coltan será una palabra extraña; no es para menos, se trata de la combinación de dos vocablos, que nombran a sendos minerales: la columbita y la tantalita, óxidos de los que se extraen el niobio y tantalio. Si añadimos que el ochenta por ciento de las minas se hallan en el Congo y que su precio quintuplica el de los diamantes industriales comenzamos a entender las infames causas de la Gran Guerra Africana.
¿Y a qué se debe -se preguntará el sorprendido lector- el desmesurado valor de este mineral? A que el coltan es escaso, y a que se trata de una sustancia imprescindible para la fabricación de componentes de las nuevas tecnologías. Concretamente, el niobio se usa para la manufactura de micromotores y para la construcción de potentes imanes; la capacidad del tantalio para soportar, sin alterarse, condiciones extremas lo habilita para la elaboración de condensadores exactos, pequeños y fiables; uno, otro o ambos resultan indispensables para la fabricación de los teléfonos móviles, los ordenadores, las pantallas de plasma, las cámaras digitales, los videojuegos, las armas inteligentes, los implantes médicos, accesorios de la industria aeroespacial y dispositivos de levitación magnética. Nada más, nada menos.
El autor, satisfecho ciudadano de la Unión Europea y habitual usuario de las nuevas tecnologías, confiesa sentir una enorme vergüenza.

sábado, 6 de junio de 2009

Alimentos que son medicinas


Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno;
y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente,
y ríase la gente.
Nos lo recuerda Luis de Góngora. Oso asegurar que casi todos los lectores adultos, además de goces intelectuales, han disfrutado alguna vez de los placeres gastronómicos, también, que han lamentado sufrir la penosa inyección de un fármaco, o que han soportado con paciencia el mal trago de una amarga pócima. Casi todos estaríamos de acuerdo en que los alimentos son muy diferentes de los medicamentos: aquéllos aportan la energía y las materias primas que el cuerpo necesita para vivir, éstos actúan como proyectiles salutíferos que afectan preferentemente a un órgano determinado o a un agente infeccioso; toda la población sana necesita los mismos nutrientes, sólo quienes padecen alguna enfermedad demandan las medicinas, y no siempre las mismas, éste requiere cierto antibiótico, ése solicita un antitumoral, a aquél le urge un hipotensor. La naturaleza no se muestra tan selectiva en su acción y acaba difuminando las clasificaciones humanas: los biólogos han encontrado que tres sustancias nutritivas actúan como medicinas. Ni más ni menos. El triptófano y la tirosina –aminoácidos que se hallan en muchas proteínas de los alimentos, preferentemente en los huevos, en la leche y en los animales-, y también la colina -un nutriente esencial abundante en la yema de los huevos, el hígado y la semilla de soja- producen importantes cambios en la composición química del cerebro. Han leído bien, alimentos que modifican el cerebro… exactamente igual que algunos fármacos. Y, añado, los cambios pueden modificar las funciones cerebrales, especialmente en aquellos individuos que sufren algunas enfermedades metabólicas o nerviosas; y estamos hablando nada menos que de la enfermedad de Parkinson, del Alzheimer o de la hipertensión. ¿La explicación? El triptófano, la tirosina y la colina son precursores de moléculas que actúan como mensajeros entre las neuronas que componen el sistema nervioso (o entre las neuronas y los músculos); y sabemos que se ha hallado un defecto (o un exceso) de estos mensajeros en algunos trastornos mentales. Poco más podemos añadir. 
Resalto el hecho de que la cantidad de ambos aminoácidos –o de la colina- que debe administrarse a un sujeto para modificar su metabolismo es muy grande, pero las investigaciones continúan y cuesta tan poco soñar...