sábado, 29 de abril de 2023

Motores moleculares


Muchas máquinas imitan la naturaleza, el avión recuerda a las aves, el submarino a los peces; sin embargo, el simple paseo de un ser humano se ha resistido a los intentos de emulación. La dificultad que debe solventar un animal bípedo consiste no sólo en desplazarse, sino también en mantener el equilibrio sobre una única extremidad; por eso si fuera poco, si hay carrera, debe solucionar el problema de los pequeños períodos de vuelo. En cualquier caso, el movimiento requiere motores; en concreto, nosotros disponemos de alrededor seiscientos cincuenta motores, a los que llamamos músculos. Un cuerpo humano típico tiene treinta billones de células, de las cuales trescientos millones constituyen los músculos; si bien este número es un pequeño porcentaje del número total de células, no lo es tanto la masa, pues la suma de las células musculares y las células grasas pesa tres cuartos del total de todas las células humanas.
Sí, los músculos son las máquinas que, consumiendo combustible, producen los movimientos; tanto los voluntarios que nos permiten andar, agacharnos o saltar, como los involuntarios que contraen el corazón o dilatan los vasos sanguíneos y los intestinos. ¿Cómo lo hacen? Unas proteínas experimentan cambios en su conformación, entiéndase esto como que los átomos de las moléculas se desplazan en el espacio, sin que se rompan las uniones de unos con otros. La fuerza es minúscula, pero la suma de diminutas fuerzas puede alcanzar una cantidad gigantesca, capaz de mantener alzado a un elefante. Fijémonos en los músculos esqueléticos humanos: están hechos de fibras: cada una de ellas constituida con varias miofibrillas, que contienen, cada una, filamentos delgados y gruesos. Los filamentos gruesos están formados fundamentalmente por moléculas de miosina y los filamentos delgados, por moléculas de actina. Los filamentos de actina y miosina se deslizan unos sobre otros, debido a interacciones moleculares transitorias, que consumen combustible (que no llamamos gasolina, sino ATP): muchos minúsculos deslizamientos causan una gran deslizamiento. El sabio lector ya ha deducido que ambas proteínas son muy abundantes, pues constituyen el ochenta por ciento de la masa muscular total; en concreto, dos tercios de las proteínas musculares son miosina; la actina, si bien sólo constituye la quinta parte de la proteína muscular humana, es una de las más abundantes en los reinos animal y vegetal. 
Aclarado el asunto, el escritor recomienda al sibarita lector que nada de esto tenga en cuenta cuando deguste un suculento entrecot.

sábado, 22 de abril de 2023

Perejil y paracetamol


Con el perejil (Petroselinum crispum) y sus compañeros inseparables el ajo y el aceite de oliva se elabora la popular salsa al ajillo, con la que se preparan exquisitas carnes y pescados. El perejil es una hierba aromática de la región mediterránea y uno de los condimentos más populares de la gastronomía; cultivada desde hace tres mil años, la planta se ha extendido por todo el mundo. Además de tener abundantes cantidades de vitaminas C, A y E, lo que vuelve innecesario ensalzar sus beneficios sobre la salud, el perejil es un eficaz diurético: aumenta la cantidad de orina que excretamos debido a su acción estimulante sobre una enzima renal (la bomba de sodio potasio). Sus hojas contienen flavonoides, que son buenos antioxidantes, como la luteolina, útil agente para la prevención de la inflamación y como la apigenina, que también es un potente inhibidor del enzima citocromo P450, quien neutraliza los tóxicos y las moléculas extrañas (xenobióticos) que penetran en el cuerpo. El perejil también tiene apiol, un bactericida y fungicida, además de abortivo que, en dosis altas, daña al hígado y a los riñones; y miristicina que induce el suicidio (la apoptosis) celular, esta neurotoxina, alucinógena en dosis mayores que las culinarias (¡quién lo iba a pensar!), se ha demostrado que inhibe al enzima monoamino oxidasa (MAO) en el cerebro de las ratas, lo que nos induce a pensar en su posible utilidad como antidepresivo.
El escritor pensaba que el paracetamol, el analgésico (supresor del dolor) más consumido en Europa y el fármaco más vendido en España, no debería tener relación alguna con el condimento antes mencionado: erraba. Unos investigadores provocaron una intoxicación hepática con el paracetamol en un grupo de ratas; comprobaron que la adicción de perejil a la comida había impedido la intoxicación del hígado. Deducimos de tal prueba el posible efecto del perejil como protector hepático. El experimento ilumina al caviloso escritor, que ya entiende que el paracetamol sea el primer agente causal de hepatitis agudas en los EE.UU. Cabe hacer una aclaración que, espero, tranquilice a los millones de consumidores del popular analgésico; la toxicidad hepática del paracetamol se debe a la sobredosis del medicamento. También hago una llamada de atención a quien recolecta las plantas en el campo: sea precavido al recoger el perejil silvestre debido a su parecido con la mortal cicuta (Conium maculatum) -y plantas similares venenosas-, cuyo nombre vulgar, perejil de tontos ya resulta significativo.

sábado, 15 de abril de 2023

Dalton y la visión


Los humanos detectamos la luz mediante células especializadas. El proceso comienza en la retina (la parte posterior de los ojos), donde los fotones inciden sobre la rodopsina, un pigmento formado por la unión de una proteína con la molécula de la vitamina A ligeramente modificada. Cuando este segundo componente absorbe el fotón, cambia la geometría de la molécula (los químicos afirman que el isómero cis se convierte en trans). Este cambio induce una cascada de reacciones químicas cuyo final consiste en que se cierren los canales (unas proteínas) por donde entran los iones positivos sodio y calcio en la célula. Esta acción constituye el inicio de la señal eléctrica que se traslada al cerebro.
Además de luz blanca (captada por la rodopsina), los humanos también percibimos colores. ¿Cómo lo hacemos? En 1802, Thomas Young supuso que nuestra visión era tricromática; que los colores dependen de la excitación de tres tipos de sensores. Hoy lo sabemos: existen tres tipos de pigmentos en la retina, tres proteínas (algo diferentes a la proteína de la rodopsina) que absorben luz, y que son especialmente sensibles al rojo, al verde y al azul. La visión en color es semejante a la comentada: la luz absorbida se traduce en señales eléctricas que, conducidas por los nervios de la retina, se transmiten al cerebro.
Antes de Young, el químico John Dalton había confesado que no veía como los demás. El rojo -escribió- me parece una sombra, y el naranja, amarillo y verde, son diferentes tonalidades del amarillo; daltonismo se llama en la actualidad la incapacidad para discriminar los colores rojo, naranja, amarillo y verde (anomalía que presentan uno de cada doce hombres blancos). ¿A qué se debe? Dalton supuso que su humor vítreo -el liquido ocular que está detrás del cristalino- no era incoloro, sino azul; y propuso que se comprobara su hipótesis, una vez muerto. Así se hizo y resultó tan incoloro como el del resto de los mortales: el genial químico había errado esta vez. En la última década del siglo XX, se analizó el ADN de Dalton: carecía del gen que codifica la proteína que forma el pigmento verde de la retina.
No todos los animales ven la naturaleza en tecnicolor, como casi todos nosotros. Gran parte de los mamíferos (perros y gatos incluidos) tienen ojos dicromáticos: su receptores son sensibles sólo a las ondas cortas (azul y violeta) y a las ondas medias (verde y amarilla). 

sábado, 8 de abril de 2023

Transportadores


Existen seres vivos de una sola célula y de multitud de ellas, en cualquier caso, cada una debe ser capaz tanto de recibir del exterior materias primas, con las que sintetizar sus componentes y adquirir la energía necesaria para su supervivencia, como de liberar los residuos; para todos estos procesos se requiere que moléculas e iones atraviesen la membrana celular. El paso lo hacen de varias maneras: algunos compuestos grasos, los menos, traspasan la membrana celular sin ayuda alguna, no es el caso de los iones y de la mayoría de las pequeñas moléculas, que necesitan de una proteína incrustada en la membrana para que les facilite el camino.
La glucosa abunda más en el plasma sanguíneo que en las neuronas; difundiría de la sangre al cerebro si no hubiese barreras que se lo impidieran; las proteínas transportadoras de glucosa proporcionan el camino. El agua del sudor, la saliva, las lágrimas y la orina sale a través de unas proteínas transportadoras que facilitan su paso, las acuaporinas. Los canales iónicos, otras proteínas, proporcionan un camino para que entren o salgan iones de la célula; el canal del potasio, el canal del sodio y el canal de calcio intervienen en la transmisión de los impulsos nerviosos y en la contracción de las células musculares. También hay sustancias, llamadas ionóforos (algunos venenos y antibióticos), que envuelven a los iones y permiten su paso a través de las membranas celulares.
Las bombas son proteínas que, consumiendo energía, transportan sustancias cuesta arriba, o sea, de donde hay menos a donde hay más. La bomba de sodio potasio introduce dos iones potasio en una célula por cada tres iones de sodio que expulsa; tal acción logra que el interior celular sea más negativo que el exterior y posibilita la conducción del impulso nervioso; su labor es tan esencial que consume alrededor de la cuarta parte del energía que necesita una persona para vivir. Otras bombas, los transportadores ABC, bombean aminoácidos, iones, algún lípido y medicamentos fuera de las células, también contracorriente y consumiendo energía; uno de ellos, el transportador MDR1, presente en la placenta y en la barrera hematoencefálica, expulsa moléculas tóxicas que dañarían al feto o al cerebro. Otra variedad de transportadores acopla el traslado cuesta arriba de una sustancia con el acarreo cuesta abajo de otra: como hacen las células del intestino que acumulan glucosa expulsando iones sodio. Sí, existen múltiples transportadores en las células.

sábado, 1 de abril de 2023

Venenos de Medea


Los antiguos helenos creían que en el extremo oriental del mundo, cerca de donde nace el Sol, estaba el reino de Cólquida (actual Georgia). Allí vivía la princesa Medea, quien se enamoró de un hermoso visitante aqueo que resultó ser un ladrón. La princesa, que también era hechicera, proporcionó unas pócimas a Jasón, que le permitieron ejecutar el robo del vellocino de oro y después burlar a sus tenaces perseguidores. Cuenta la leyenda que la bebida empleada para dormir al dragón que guardaba el dorado vellocino contenía una rama de enebro. Acabada la aventura y establecida la pareja en Corinto, Jasón pretendió abandonar a quien tanto le había ayudado y casarse con la hija del rey corintio. No fue pacífica ni templada la reacción de Medea; tampoco generosa, aunque hizo un regalo a la novia corintia: una preciosa túnica que, tan pronto la vistió, le causó la muerte por contacto. El escritor no especula con la causa psicológica de la acción de Medea, sino con la causa química tanto de la muerte de la joven princesa como del sueño del dragón: ambos pudieron deberse al uso del aceite esencial del enebro, que contiene sustancias narcóticas y provoca quemaduras en la piel.
Con tales antecedentes a nadie extrañará que en el reino de Cólquida, patria de la celosa Medea, hubiese numerosas plantas llamadas cólquico (Colchicum autumnale) o azafrán silvestre o mataperros, aludiendo a su toxicidad. Además de su uso para el cruel asesinato, el cólchico tiene propiedades medicinales. La colchicina -los toxicólogos no se rompieron la cabeza para nombrar al veneno de la aludida planta- inhibe la división celular y su efecto se debe a su unión con unas proteínas celulares (su nombre, tubulinas, es lo de menos), impidiendo así que formen el esqueleto celular. También inhibe la movilidad de los neutrófilos (glóbulos blancos sanguíneos) y, debido a ello, actúa como un agente antiinflamatorio, útil para el tratamiento del ataque de gota (molesto e incapacitante dolor de las articulaciones causado por altos niveles del ácido úrico en la sangre). Añado un efecto inesperado: unos investigadores han demostrado que la colchicina reduce la mortalidad y las hospitalizaciones de los contagiados por el pandémico coronavirus. 
        Lejos de Cólquida, los camelleros y pastores que viven en el desierto del Sahara temen que su ganado paste donde hay azafrán del desierto (Androcymbium gramineum). ¿Por qué, se pregunta el curioso lector? Porque esa planta también contiene la venenosa colchicina.