sábado, 29 de septiembre de 2018

Inflamación y depresión


Edward Bullmore, en su libro The Inflamed Mind, se pregunta ¿por qué la cuarta parte de la población del mundo desarrollado, cientos de millones de personas, que está más segura, mejor alimentada y es más rica que en cualquier otro momento de la historia pierde la voluntad de vivir? El psiquiatra conjetura que la depresión se debe a la inflamación, y que el estrés causa la inflamación. Somos el producto de unos genes diseñados hace unos cientos de miles de años, para ayudarnos a sobrevivir en la sabana africana, un ecosistema muy diferente del estresante mundo moderno; como consecuencia de la inadaptación se inflama primero el cuerpo y después el cerebro, y la inflamación se vuelve crónica. ¿Hay alguna prueba de la audaz teoría de Bullmore? Según un estudio publicado por Jeffrey Meyer (The Lancet Psychiatry, 2018), los pacientes con depresión no tratada durante más de una década tienen una inflamación cerebral mayor que aquellos que padecen un estado depresivo de corta duración. ¿Cómo lo demostró? Las células inmunitarias del cerebro (microglía) intervienen en la respuesta inflamatoria del cerebro a una lesión; los investigadores observaron, mediante imágenes cerebrales tomadas con tomografía por emisión de positrones (PET), que la microglía había producido más proteína TSPO, un marcador de inflamación. Asunto concluido. 
¿Qué hace, en cambio, el enfermo mental? Va a un psiquiatra quién, después de escuchar al paciente, diagnostica un trastorno depresivo y propone un fármaco como tratamiento; fármaco que cambia la cantidad de serotonina en el cerebro del paciente, porque –supone- existe un desequilibrio de serotonina que el medicamento puede corregir. Prescribe SSRI, un inhibidor de la captación de serotonina, como Prozac o Seroxat, que eleva el nivel de la serotonina cerebral. Sin embargo, el psiquiatra ignora los niveles de serotonina del sujeto y también ignora si el medicamento funcionará, pues solamente funciona en algunos enfermos y no durante todo el tiempo; por si fuera poco, a veces, tiene graves efectos secundarios. Reflexionemos, tenemos unos cien transmisores neuronales diferentes en el cerebro, pensemos en una orquesta con cien instrumentos diferentes; la serotonina es uno de ellos, e importante, como un violín en la orquesta; pero no pasa de ser un único instrumento. Con todo, lo crucial del tratamiento es que el psiquiatra no sabe si el paciente tiene una alteración de la serotonina; receta los medicamentos sin medir un biomarcador, sin disponer de una prueba objetiva –no existe-, como hacen los demás médicos. 

sábado, 22 de septiembre de 2018

Potasio cuarenta: fruta radiactiva


Sorprenderá a muchos impasibles lectores saber que los plátanos y otros muchos alimentos son radiactivos, sí, lo ha leído bien, radiactivos; su radiactividad, o la de la cerámica, hace saltar las alarmas de los sensores de radiación que se usan en puertos y aduanas, para detectar el contrabando de material nuclear.
La radiactividad del plátano se debe a que contiene potasio; en un plátano de ciento cincuenta gramos hay seis décimas de gramo de potasio; potasio que contiene -de forma natural- setenta millonésimas de gramo de potasio cuarenta –cuya actividad radiactiva es dieciocho y media desintegraciones cada segundo-. Para apreciar la magnitud de la radiación en la que estamos inmersos, de manera natural en nuestro planeta, se usa la dosis de radiación equivalente a la ingestión de un plátano diario, durante un año: treinta y seis milésimas de mSv (carece de importancia el significado del símbolo); compárese con la radiación natural en la Tierra durante el mismo tiempo: dos mil cuatrocientas milésimas de mSv; en consecuencia, por el mero hecho de vivir en nuestro planeta durante un año, cualquier persona está expuesto a una radiación sesenta veces superior a comerse un plátano diario durante un año.
El potasio cuarenta es un isótopo radiactivo del potasio; doce milésimas por ciento, de la cantidad total del potasio que se encuentra en la naturaleza, son de este inusual y longevo isótopo, que tarda más de mil millones de años en desintegrarse la mitad. El ochenta y nueve por ciento del potasio radiactivo se descompone en calcio cuarenta con emisión de radiación beta y el once por ciento se desintegra en argón cuarenta emitiendo rayos gamma. Nos equivocaríamos si pensáramos que la escasa radiactividad de este elemento carece de importancia; la gran abundancia del argón (casi el uno por ciento) en la atmósfera terrestre se debe a su desintegración; más aun, la desintegración del potasio cuarenta ocupa el tercer lugar, después del isótopo doscientos treinta y dos del torio y del isótopo doscientos treinta y ocho del uranio, como fuente de calor en el manto terrestre. Por último, el potasio cuarenta es la mayor fuente de radioactividad natural en los animales, nosotros incluidos; un cuerpo humano de setenta kilos contiene ciento cuarenta gramos de potasio, por lo tanto, dieciséis miligramos del isótopo cuarenta del  potasio cuya radiactividad alcanza cuatro mil trescientas desintegraciones por segundo. ¡Tampoco es para echarse a temblar!

sábado, 15 de septiembre de 2018

Nuevo órgano humano


En el año 2018, los periódicos airearon que los científicos habían descubierto un órgano humano nuevo [el intersticio]. El origen de la información estaba en una nota de prensa publicada en el servicio de noticias científicas EurekAlert!. Ahora bien, el intersticio se conoce desde hace dos siglos, y los expertos no están convencidos que deba considerarse un órgano. Mark Westneat, investigador de la Universidad de Chicago, afirma: “La idea de que es un órgano nuevo en el cuerpo humano es claramente falsa”; James Williams, director del Laboratorio de Anatomía Humana de la Universidad Rush (EEUU), asegura: “Los únicos órganos que se hacen estos días son los que aparecen sobre el escenario y hacen música”.
¿Qué es el intersticio, culpable del desafuero científico-periodístico? Las células del cuerpo humano no están selladas entre sí, como los ladrillos de una casa, sino que existen espacios entre ellas. Este espacio recibe el nombre de intersticio -o espacio intersticial- y presenta una red de cavidades de colágeno y elastina, rellenas de líquido, que podría recordar a una esponja. Ambas proteínas, el colágeno y la elastina, que le dan fuerza y elasticidad, respectivamente, forman un entramado que, relleno de líquido, se halla bajo la piel, recubre otros órganos y funciona como un amortiguador para los movimientos de las vísceras, músculos y vasos sanguíneos. Aglutinaría más de un quinto de todo el fluido de nuestro organismo; compárese los doce litros del líquido intersticial –la linfa también se considera parte de él- con los tres litros de plasma. El líquido intersticial, además de bañar las células, proporciona un medio de reparto de materiales y de eliminación de desechos metabólicos, y facilita un camino para la comunicación intercelular; como es lógico su contenido difiere ligeramente de unos a otros tejidos.
Y ahora fijémonos en el artículo “Estructura y distribución de un intersticio no reconocido en tejidos humanos”, publicado en 2018 por Petros C. Benias y otros investigadores, cuya mala interpretación originó el debate. Si bien la anatomía y la composición del espacio intersticial se comprenden –aclaran los autores- la existencia, ubicación y estructura de los espacios se han descrito vagamente. Los avances en microscopía en vivo han permitido identificar nuevas estructuras anatómicas; con ese fundamento los autores presentan un novedoso espacio intersticial constituido por un entramado de haces de proteínas. ¡Nada más!
Al escritor le parece exagerada la noticia periodística de que se ha descubierto un nuevo órgano humano.

sábado, 8 de septiembre de 2018

¿Es el cero un número natural?


"Dios hizo los números enteros; el resto es obra del hombre" esta afirmación del matemático Leopold Kronecker, referida a los enteros positivos, nos sirve para percatarnos de la importancia que los matemáticos atribuyen a estos números. Convencidos ya de su excelencia nos preguntamos ahora ¿en qué número empezamos a contar? Uno, dos, tres… o bien cero, uno, dos… Es un tema de frecuente discusión entre los matemáticos decidir si el cero es o no un número natural. Cuando Giuseppe Peano ideó unos axiomas para definir los números naturales, los inició por el uno; pero cuando Georg Cantor estudió la teoría de conjuntos, encontró que debía empezar por el cero para designar al conjunto que no contiene elemento alguno; quizá por ello, diez años más tarde, Peano también empezó los números naturales con el cero. Como en las últimas décadas ha sido muy popular la teoría de conjuntos -y los matemáticos no son ajenos a las modas- muchos profesores comienzan los números naturales por el cero.
El escritor, en cambio, defiende que el cero no es un número natural: y su argumento se basa en lo natural de los números naturales. Reconoce que el cero es necesario para designar el número de elementos del conjunto vacío o el elemento neutro de la suma, pero en las sucesiones se relaciona el primer término con el número uno, el segundo término con el número dos y así sucesivamente. Cabe pensar que el hombre primitivo tenía la capacidad de reconocer que algo cambiaba en una colección de objetos cuando se sustrae o añade uno, esto es que tenía el sentido del número. Además, cualquiera tiene la capacidad de establecer relaciones de correspondencia entre los elementos de dos conjuntos: al primer objeto de un conjunto se le asocia un objeto del otro conjunto, al segundo se le asocia otro y así hasta agotar los objetos del primer conjunto; en concreto, puede asignarse una piedra a cada oveja de un rebaño y formar una pila de piedras: nace así la idea del número cardinal; y registrar el número de objetos de una colección, mediante rayas sobre arcilla, incisiones en un árbol o incisiones en huesos, resultan formas naturales de escribir números. En cualquier caso, no aparece por parte alguna el cero.
¿Erudito lector debe incluirse el cero en los números naturales? No te olvides que, cualquiera que sea tu decisión, es un convenio, nada más.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Epilepsia


Pocas enfermedades nos permiten remontarnos en la historia de la medicina tanto como la epilepsia. Antiguos textos mesopotámicos la consideran una enfermedad crónica habitual y describen sus síntomas: convulsiones, inconsciencia, el paciente cae al suelo, y tal vez se contorsione, apriete los dientes y expulse espuma por la boca. El cuerpo de quien padece una crisis epiléptica –un ataque- parece no obedecer a su dueño, sino a una voluntad ajena: de ahí que se relacionara con la deidad y se la llamara enfermedad sagrada en unos lugares, en otros su padecimiento se consideraba un castigo divino o una obra de demonios. Durante la mayor parte de la historia documentada del tema existió la creencia generalizada de que la epilepsia provenía de fuentes sobrenaturales; a nadie extrañará, por tanto, la estigmatización de las personas que la padecieron; a pesar de que, en el siglo V a. C., Hipócrates observó en los soldados y gladiadores que los traumatismos craneoencefálicos a menudo se asociaban a ataques epilépticos.
Aunque se conoció y temió durante milenios, la comprensión de la enfermedad ha sido lenta, incluso con la ayuda de los modernos análisis genético y neurológico. Ya se sabe que una crisis epiléptica se debe a una actividad excesiva de las neuronas en el cerebro, súbita, de corta duración, recurrente, con (o sin) disminución del nivel de la conciencia, con movimientos convulsivos o sin ellos. Las crisis se deben al fallo de los mecanismos que limitan la activación neuronal; cuando se desequilibran los procesos excitadores e inhibidores de las neuronas de la corteza cerebral se originan las crisis epilépticas; y sólo caben dos posibilidades: un exceso de excitación o una falta de inhibición. Conviene señalar, entre el centenar de neurotransmisores implicados en la regulación neuronal, al glutamato probablemente el más importante excitador y al ácido gammaaminobutírico (GABA) el más abundante inhibidor.
La epilepsia, diagnosticada con un electroencefalograma, afecta a cincuenta millones de personas y tiene muchas causas: lesiones cerebrales debidas a traumatismos, secuelas de meningitis o de tumores, incluso puede haber, sin lesión aparente, una predisposición genética a padecer el mal. La medicación en unos casos y la neurocirugía en otros ayudan a reducir la frecuencia de las convulsiones en muchos pacientes; en los casos más complicados, se está ensayando la implantación quirúrgica de un dispositivo dentro del cerebro similar al marcapaso cardíaco, un neuroestimulador eléctrico, que ya ha dado resultados prometedores.