Pocas
enfermedades nos permiten remontarnos en la historia de la medicina tanto como
la epilepsia. Antiguos textos mesopotámicos la consideran una enfermedad
crónica habitual y describen sus síntomas: convulsiones, inconsciencia, el
paciente cae al suelo, y tal vez se contorsione, apriete los dientes y expulse
espuma por la boca. El cuerpo de quien padece una crisis epiléptica –un ataque-
parece no obedecer a su dueño, sino a una voluntad ajena: de ahí que se
relacionara con la deidad y se la llamara enfermedad sagrada en unos lugares,
en otros su padecimiento se consideraba un castigo divino o una obra de
demonios. Durante la mayor parte de la historia documentada del tema existió la
creencia generalizada de que la epilepsia provenía de fuentes sobrenaturales; a
nadie extrañará, por tanto, la estigmatización de las personas que la padecieron;
a pesar de que, en el siglo V a. C., Hipócrates observó en los soldados
y gladiadores que los traumatismos craneoencefálicos a menudo se asociaban a
ataques epilépticos.
Aunque
se conoció y temió durante milenios, la comprensión de la enfermedad ha sido
lenta, incluso con la ayuda de los modernos análisis genético y neurológico. Ya
se sabe que una crisis epiléptica se debe a una actividad excesiva de las neuronas
en el cerebro, súbita, de corta duración, recurrente, con (o sin) disminución
del nivel de la conciencia, con movimientos convulsivos o sin ellos. Las crisis
se deben al fallo de los mecanismos que limitan la activación neuronal; cuando
se desequilibran los procesos excitadores e inhibidores de las neuronas de la
corteza cerebral se originan las crisis epilépticas; y sólo caben dos
posibilidades: un exceso de excitación o una falta de inhibición. Conviene señalar,
entre el centenar de neurotransmisores implicados en la regulación neuronal, al
glutamato probablemente el más importante excitador y al ácido
gammaaminobutírico (GABA) el más abundante inhibidor.
La
epilepsia, diagnosticada con un electroencefalograma, afecta a cincuenta
millones de personas y tiene muchas causas: lesiones cerebrales debidas a
traumatismos, secuelas de meningitis o de tumores, incluso puede haber, sin
lesión aparente, una predisposición genética a padecer el mal. La medicación en
unos casos y la neurocirugía en otros ayudan a reducir la frecuencia de las
convulsiones en muchos pacientes; en los casos más complicados, se está
ensayando la implantación quirúrgica de un dispositivo dentro del cerebro similar
al marcapaso cardíaco, un neuroestimulador eléctrico, que ya ha dado resultados
prometedores.
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