sábado, 1 de septiembre de 2018

Epilepsia


Pocas enfermedades nos permiten remontarnos en la historia de la medicina tanto como la epilepsia. Antiguos textos mesopotámicos la consideran una enfermedad crónica habitual y describen sus síntomas: convulsiones, inconsciencia, el paciente cae al suelo, y tal vez se contorsione, apriete los dientes y expulse espuma por la boca. El cuerpo de quien padece una crisis epiléptica –un ataque- parece no obedecer a su dueño, sino a una voluntad ajena: de ahí que se relacionara con la deidad y se la llamara enfermedad sagrada en unos lugares, en otros su padecimiento se consideraba un castigo divino o una obra de demonios. Durante la mayor parte de la historia documentada del tema existió la creencia generalizada de que la epilepsia provenía de fuentes sobrenaturales; a nadie extrañará, por tanto, la estigmatización de las personas que la padecieron; a pesar de que, en el siglo V a. C., Hipócrates observó en los soldados y gladiadores que los traumatismos craneoencefálicos a menudo se asociaban a ataques epilépticos.
Aunque se conoció y temió durante milenios, la comprensión de la enfermedad ha sido lenta, incluso con la ayuda de los modernos análisis genético y neurológico. Ya se sabe que una crisis epiléptica se debe a una actividad excesiva de las neuronas en el cerebro, súbita, de corta duración, recurrente, con (o sin) disminución del nivel de la conciencia, con movimientos convulsivos o sin ellos. Las crisis se deben al fallo de los mecanismos que limitan la activación neuronal; cuando se desequilibran los procesos excitadores e inhibidores de las neuronas de la corteza cerebral se originan las crisis epilépticas; y sólo caben dos posibilidades: un exceso de excitación o una falta de inhibición. Conviene señalar, entre el centenar de neurotransmisores implicados en la regulación neuronal, al glutamato probablemente el más importante excitador y al ácido gammaaminobutírico (GABA) el más abundante inhibidor.
La epilepsia, diagnosticada con un electroencefalograma, afecta a cincuenta millones de personas y tiene muchas causas: lesiones cerebrales debidas a traumatismos, secuelas de meningitis o de tumores, incluso puede haber, sin lesión aparente, una predisposición genética a padecer el mal. La medicación en unos casos y la neurocirugía en otros ayudan a reducir la frecuencia de las convulsiones en muchos pacientes; en los casos más complicados, se está ensayando la implantación quirúrgica de un dispositivo dentro del cerebro similar al marcapaso cardíaco, un neuroestimulador eléctrico, que ya ha dado resultados prometedores.

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