El
progreso espectacular logrado en las ciencias físicas y biológicas en el siglo
XX no ha resuelto los problemas humanos. Tenemos cura para muchas enfermedades
que, sin embargo, matan a millones de personas cada año, sabemos controlar la
población, pero su aumento en los países africanos impide su desarrollo
económico, y podemos producir más alimentos, aunque la desnutrición constituye
un azote para los pobres. ¿Para qué vale el conocimiento si los agricultores lo
soslayan, los humanos desechan los anticonceptivos o los enfermos buscan a un
brujo para que los atienda? La tecnología sola no puede resolver los problemas;
se necesita una comprensión de la conducta humana. Naturalmente hay otras
razones para fomentar el interés por las ciencias psicológicas; nuestra
capacidad para idear técnicas de destrucción (piense el lector bondadoso en los
aparatos bélicos) ha superado con creces a nuestra capacidad para prevenir su
uso. Para mejorar la calidad de la vida de toda la humanidad –deduzco- debemos
comprender y predecir nuestra conducta.
El
discurso anterior se debe a que el escritor ha sabido que el ejército de EE.UU.
está ejecutando un programa multitudinario de entrenamiento de la resiliencia,
la capacidad para sobreponerse a una tragedia. Cuando nos acontece la muerte de
un familiar, un atentado terrorista o un desastre experimentamos una profunda
conmoción; sin embargo, los neurólogos y psicólogos que investigan las
consecuencias de un siniestro han descubierto algo sorprendente: la mayoría de
las víctimas comienzan a recuperarse pronto y, con el paso del tiempo, con sus
emociones casi intactas: la mayoría de nosotros posee una asombrosa habilidad
natural para la resiliencia.
Ayudados
de las imágenes cerebrales y de los datos genéticos, los investigadores tratan
de entender los fundamentos biológicos de la fortaleza emocional para saber qué
hacer cuando fallen los procesos curativos naturales. Ante una amenaza, en el
cerebro se produce una cascada de sustancias que nos estimulan a enfrentarnos
al peligro o a huir; al mismo tiempo se forman unos amortiguadores de dicha
respuesta, que contribuyen a la resiliencia. Uno de los procesos estimulantes
clave comienza cuando el hipotálamo expele una molécula mensajera que provoca
la liberación de cortisol, sustancia que, si bien mejora nuestra capacidad para
enfrentarnos a situaciones dramáticas, nos perturba su exceso; para mantener el
proceso bajo control, otras sustancias (DHEA, neuropéptido Y) amortiguan la
respuesta. Los estudiosos investigan cómo los fármacos o la psicoterapia
podrían incentivar la producción de estos controladores del estrés.
Al
escritor, como es lógico, le gustaría conocer la eficacia de estos programas
militares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario