Hace
unos dos mil millones de años, cuando aún había poco oxígeno en el planeta, una
bacteria primitiva que malvivía de la fermentación de moléculas orgánicas engulló
una célula que había adquirido la capacidad de respirar. El acontecimiento
constituyó un punto crucial en la evolución biológica porque la respiración
libera mucha más energía que la fermentación. La abundancia de oxígeno en la
atmósfera constituyó, desde entonces, la fuerza impulsora de la relación
simbiótica entre las dos células, una relación provechosa para ambas, pues una
generaba energía en correspondencia al refugio y sustento ofrecidos por la otra.
Con el tiempo, la célula absorbida se convirtió en un orgánulo de la célula
anfitriona, que acabó siendo antecesora de todas las modernas células nucleadas
de las algas, hongos, animales y vegetales. Las descendientes de aquellas
bacterias simbióticas que respiraban son las mitocondrias, las centrales
energéticas de las células nucleadas, donde se desarrolla el proceso químico
que es la fuente primaria de la energía celular y que hemos llamado fosforilación
oxidativa.
Las
mitocondrias, por ser descendientes de una bacteria independiente, poseen su
propio material genético; y su ADN se reproduce por sí mismo, casi autónomamente,
cuando la célula anfitriona se divide. Se trata de un ADN muy pequeño -el humano
contiene solamente treinta siete genes y codifica trece proteínas-; que está
situado en un entorno expuesto al daño oxidativo producido por los radicales
libres generados en la propia fosforilación oxidativa; si a esto añadimos que
no está protegido, y que los variados y complejos mecanismos de reparación de
daños son poco eficientes, resulta que las mutaciones del genoma mitocondrial
pueden ser hasta ser diez veces mayores
que las del genoma del núcleo de la célula. Los biólogos han advertido que, en
el cromosoma diecisiete, hay una copia del genoma mitocondrial humano. ¿Tienen
alguna utilidad estos pseudogenes (así los llamamos) mitocondriales humanos? Y
ya que nos referimos a utilidades, mencionemos una inesperada. El ADN
mitocondrial humano nos muestra nuestra ascendencia materna, porque sólo por
vía materna se hereda; ello nos ha permitido averiguar que los humanos
descendemos de una única antepasada –la llamamos Eva mitocondrial- que vivió hace
ciento noventa mil años en África Oriental; la población europea, en cambio, desciende
de siete Evas: una vivió en Grecia, las otras, en el Cáucaso, la Toscana
(Italia), Cantabria, Pirineos, centro de Italia y Siria; salvo los lapones (Noruega
y Finlandia), el resto de europeos contemporáneos descendemos de esos siete
clanes.
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