Muchos
sabemos que el avión es un medio de transporte más seguro que el automóvil; sin
embargo, nos sentimos más tranquilos al volante de un coche. Esta apreciación
se debe a dos efectos psicológicos bien conocidos. La ilusión de superioridad: la
mayoría creemos ser superiores a la media en la mayoría de las habilidades; un
estudio realizado en Estados Unidos mostró que el noventa y tres por ciento de los
automovilistas asegura poseer habilidades conductoras superiores a la media,
cuando es obvio que aproximadamente la mitad de la gente debería estar por
encima y la otra mitad por debajo. Y la ilusión del control: pese a que las
probabilidades indiquen lo contrario, nos sentimos más seguros si dependemos de
nosotros (automóvil) que si dependemos de otros (avión). Ante estas paradojas
de nuestra psicología, no hay otro refugio que recurrir a la racionalidad más
extrema: fiarse de las estadísticas para cuantificar el riesgo.
Aclarado
el asunto, espero que nadie se preocupe en exceso al leer cuáles son las
consecuencias fisiológicas de exponerse a la atmósfera exterior a la cabina de
un avión. El entendido lector probablemente sabrá que, dependiendo de las
características atmosféricas y del tráfico aéreo, los aviones comerciales
vuelan entre los ocho y doce kilómetros, altitudes en las que se miden,
respectivamente, trescientos cincuenta y seis y ciento noventa y cuatro
hectopascales de presión externa, valores muy inferiores a la presión
atmosférica habitual (mil trece). Recordemos ahora que, cuando se
sobrepasa la altitud de ocho kilómetros, la presión disminuye tanto que el
cuerpo humano consume oxígeno más rápidamente del que puede reemplazar: la vida
se vuelve imposible, no se puede dormir, ni digerir, al cabo de poco tiempo se deterioran
las funciones vitales, se pierde la conciencia y sobreviene la muerte. Sin
llegar a tales extremos ningún período de adaptación permite a los humanos
aclimatarse a las presiones que se dan a altitudes superiores a los seis
kilómetros (cuatrocientos setenta y cinco hectopascales), cuanto más tiempo se
permanece allí más probable se vuelve un mortal edema pulmonar o cerebral. Pero
si al lector timorato le preocupa que hierva su agua corporal, permanezca
tranquilo; tendría que subir hasta los veinte kilómetros para que la presión
externa disminuyera a sesenta y dos hectopascales y se produjera el fatal
accidente; lo que constituirá, sin duda, un grave problema para los intrépidos
colonizadores de la Luna y Marte.
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