sábado, 29 de junio de 2013

Disminución de la presión durante un vuelo


Muchos sabemos que el avión es un medio de transporte más seguro que el automóvil; sin embargo, nos sentimos más tranquilos al volante de un coche. Esta apreciación se debe a dos efectos psicológicos bien conocidos. La ilusión de superioridad: la mayoría creemos ser superiores a la media en la mayoría de las habilidades; un estudio realizado en Estados Unidos mostró que el noventa y tres por ciento de los automovilistas asegura poseer habilidades conductoras superiores a la media, cuando es obvio que aproximadamente la mitad de la gente debería estar por encima y la otra mitad por debajo. Y la ilusión del control: pese a que las probabilidades indiquen lo contrario, nos sentimos más seguros si dependemos de nosotros (automóvil) que si dependemos de otros (avión). Ante estas paradojas de nuestra psicología, no hay otro refugio que recurrir a la racionalidad más extrema: fiarse de las estadísticas para cuantificar el riesgo.

Aclarado el asunto, espero que nadie se preocupe en exceso al leer cuáles son las consecuencias fisiológicas de exponerse a la atmósfera exterior a la cabina de un avión. El entendido lector probablemente sabrá que, dependiendo de las características atmosféricas y del tráfico aéreo, los aviones comerciales vuelan entre los ocho y doce kilómetros, altitudes en las que se miden, respectivamente, trescientos cincuenta y seis y ciento noventa y cuatro hectopascales de presión externa, valores muy inferiores a la presión atmosférica habitual (mil trece). Recordemos ahora que, cuando se sobrepasa la altitud de ocho kilómetros, la presión disminuye tanto que el cuerpo humano consume oxígeno más rápidamente del que puede reemplazar: la vida se vuelve imposible, no se puede dormir, ni digerir, al cabo de poco tiempo se deterioran las funciones vitales, se pierde la conciencia y sobreviene la muerte. Sin llegar a tales extremos ningún período de adaptación permite a los humanos aclimatarse a las presiones que se dan a altitudes superiores a los seis kilómetros (cuatrocientos setenta y cinco hectopascales), cuanto más tiempo se permanece allí más probable se vuelve un mortal edema pulmonar o cerebral. Pero si al lector timorato le preocupa que hierva su agua corporal, permanezca tranquilo; tendría que subir hasta los veinte kilómetros para que la presión externa disminuyera a sesenta y dos hectopascales y se produjera el fatal accidente; lo que constituirá, sin duda, un grave problema para los intrépidos colonizadores de la Luna y Marte.

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