Muchas
revoluciones ha habido a lo largo de la historia de la humanidad; religiones
que parecían imperecederas han desaparecido, se formaron imperios que se
consideraban invencibles -sumerios, egipcios, asirios, babilonios, persas,
griegos, romanos, bizantinos, chinos, hindúes, incas, aztecas, árabes, turcos o
europeos- y cayeron. El amanuense, después de estas reflexiones y otras
parecidas, se pregunta cuáles fueron las revoluciones esenciales que marcaron
de manera indeleble el destino de la humanidad. Señalaría tres. La primera
consistió en el invento del lenguaje simbólico; los cazadores recolectores del
paleolítico dieron el paso que los diferenció de sus antecesores para volverlos
hermanos nuestros: comenzaron a pensar de forma consciente. El invento de la
agricultura produjo la segunda gran revolución; porque no sólo cambió la manera
de alimentarnos, sino también nos volvió sedentarios, ciudadanos y permitió que
emergiese la civilización. De la tercera revolución, la científica, resaltaría la
aparición de una tecnología científica que nos ha permitido extendernos por
todo el orbe y afectar a todos los ecosistemas terrestres; el futuro mostrará
si para bien o para mal.
Este
largo preámbulo se debe a que, desde que los humanos inventamos la agricultura,
necesitamos determinar el tiempo adecuado para la siembra y la cosecha, dicho
con otras palabras, tenemos que construir calendarios. En el año cuarenta y
seis antes de Cristo, Julio César encargó a Sosígenes de Alejandría que
reformase el deficiente calendario romano. El astrónomo propuso que el año debía
durar trescientos sesenta y cinco días con veinticinco centésimas, y recomendó la
adición de un día extra cada cuatro años. El elogiable intento superó
ligeramente el valor real: trescientos sesenta y cinco días con doscientas
cuarenta y dos mil ciento noventa y nueve millonésimas. Tan mínima diferencia
carece de importancia durante un tiempo; pero en el siglo XVI había diez días
de desfase. ¿Qué hacer? En 1582 el papa Gregorio III decretó otra reforma: fijó
el número anual de días en trescientos sesenta y cinco con doscientas cuarenta
y dos mil doscientas millonésimas; y estipuló que los años centenarios serían
bisiestos cuando fuesen divisibles por cuatrocientos. La intromisión de una
autoridad religiosa en asuntos civiles se saldó con un desbarajuste temporal
pues los países católicos, los protestantes y los ortodoxos siguieron, cada uno,
calendarios diferentes (Alemania y Gran Bretaña se incorporaron al nuevo
calendario en el siglo XVIII y Rusia en 1917).
Esta
anécdota muestra la necesidad de medir el tiempo que tarda la Tierra en completar
una vuelta al Sol y también nuestra dificultad para lograr imprescindibles consensos.
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