sábado, 4 de febrero de 2012

Calendarios y climas

Muchas revoluciones ha habido a lo largo de la historia de la humanidad; religiones que parecían imperecederas han desaparecido, se formaron imperios que se consideraban invencibles -sumerios, egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos, romanos, bizantinos, chinos, hindúes, incas, aztecas, árabes, turcos o europeos- y cayeron. El amanuense, después de estas reflexiones y otras parecidas, se pregunta cuáles fueron las revoluciones esenciales que marcaron de manera indeleble el destino de la humanidad. Señalaría tres. La primera consistió en el invento del lenguaje simbólico; los cazadores recolectores del paleolítico dieron el paso que los diferenció de sus antecesores para volverlos hermanos nuestros: comenzaron a pensar de forma consciente. El invento de la agricultura produjo la segunda gran revolución; porque no sólo cambió la manera de alimentarnos, sino también nos volvió sedentarios, ciudadanos y permitió que emergiese la civilización. De la tercera revolución, la científica, resaltaría la aparición de una tecnología científica que nos ha permitido extendernos por todo el orbe y afectar a todos los ecosistemas terrestres; el futuro mostrará si para bien o para mal.

Este largo preámbulo se debe a que, desde que los humanos inventamos la agricultura, necesitamos determinar el tiempo adecuado para la siembra y la cosecha, dicho con otras palabras, tenemos que construir calendarios. En el año cuarenta y seis antes de Cristo, Julio César encargó a Sosígenes de Alejandría que reformase el deficiente calendario romano. El astrónomo propuso que el año debía durar trescientos sesenta y cinco días con veinticinco centésimas, y recomendó la adición de un día extra cada cuatro años. El elogiable intento superó ligeramente el valor real: trescientos sesenta y cinco días con doscientas cuarenta y dos mil ciento noventa y nueve millonésimas. Tan mínima diferencia carece de importancia durante un tiempo; pero en el siglo XVI había diez días de desfase. ¿Qué hacer? En 1582 el papa Gregorio III decretó otra reforma: fijó el número anual de días en trescientos sesenta y cinco con doscientas cuarenta y dos mil doscientas millonésimas; y estipuló que los años centenarios serían bisiestos cuando fuesen divisibles por cuatrocientos. La intromisión de una autoridad religiosa en asuntos civiles se saldó con un desbarajuste temporal pues los países católicos, los protestantes y los ortodoxos siguieron, cada uno, calendarios diferentes (Alemania y Gran Bretaña se incorporaron al nuevo calendario en el siglo XVIII y Rusia en 1917).

Esta anécdota muestra la necesidad de medir el tiempo que tarda la Tierra en completar una vuelta al Sol y también nuestra dificultad para lograr imprescindibles consensos.

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