sábado, 26 de octubre de 2024

Sulfuro de hidrógeno


Los químicos conocen la toxicidad del gas sulfuro de hidrógeno: un riesgo mortal para quienes trabajan en los pozos de petróleo y gas natural o en los oleoductos y refinerías. La respiración de cantidades minúsculas (ochocientos ppm) durante cinco minutos del pestilente gas resulta mortal y es tan peligroso como el cianuro de hidrógeno de las cámaras de gas o el monóxido de carbono, el asesino silencioso que actúa en las habitaciones cerradas cuya chimenea tiene el tiro defectuoso. Afortunadamente detectamos cantidades mínimas: cinco milésimas de un ppm nos huelen a huevos podridos.
Hace doscientos cincuenta millones de años ocurrió la más devastadora extinción de la biosfera desde que existe el reino animal. El dióxido de carbono emitido por las abundantes erupciones volcánicas desencadenó una reacción en cadena que redujo la concentración de oxígeno en la atmósfera y, posteriormente, en los océanos; escasez que aprovecharon las sulfobacterias para medrar y producir inmensas cantidades de sulfuro de hidrógeno que, de los océnos, pasó a la atmósfera, donde envenenó y mató a casi toda la fauna continental.
Los escasos animales que sobrevivieron al gas tóxico debieron ser quienes lo toleraron o pudieron aprovecharse de él. Nosotros descendemos de los supervivientes, por lo que no debe sorprendernos que nuestro cuerpo utilice tan potente veneno como molécula señalizadora; además, no es el único gas tóxico que funciona como señalizador: los bioquímicos han descubierto que también lo son el monóxido de carbono y el óxido de nitrógeno. Los vasos sanguíneos y el sistema nervioso sintetizan sulfuro de hidrógeno; a aquéllos los dilata y, por tanto, reduce la tensión arterial protegiendo al corazón; en éste, entre otros efectos, estimula la síntesis del glutatión, antioxidante que protege a las neuronas del estrés oxidativo. El sulfuro de hidrógeno también relaja el músculo liso de los pulmones e intestino, aumentando el diámetro de las vías tanto de intercambio de gases  con el exterior como de evacuación de residuos sólidos. Sabemos que en los mamíferos pequeños, no en los grandes, el sulfuro de hidrógeno ralentiza el metabolismo de una manera extrema. Y un curioso dato más, un gusano puede vivir un setenta por ciento más en una atmósfera con una baja concentración del venenoso gas. ¡Que no está nada mal! Acabo con una intrigante pregunta ¿se deberán algunas propiedades terapéuticas de los ajos a que una enzima nuestra transforma las moléculas azufradas de los ajos en sulfuro de hidrógeno?

sábado, 19 de octubre de 2024

Hongo negro chino: comestible y medicinal


Hace poco tiempo, en un restaurante chino, degusté, en un almuerzo, una sabrosa sopa que contenía un hongo negro, el Auricularia polytricha, nutritiva vianda muy apreciada por la cocina oriental. El hongo negro, además de alimento, es usado en la medicina tradicional china a causa de sus propiedades terapéuticas: porque no sólo tiene actividad antioxidante, debido a un polisacárido formado por los azúcares arabinosa, manosa, glucosa y galactosa, y actividad antimutagénica, que le proporciona otro polisacárido compuesto por moléculas de glucosa; también contiene una proteína que estimula el sistema inmune. No es menos importante que el extracto de estos hongos negros ejerza un efecto antiinflamatorio sobre las células cerebrales de la microglia, compañeras de las neuronas, una acción que nos protege de las temibles enfermedades neurodegenerativas. En resumen, que sus propiedades terapéuticas no desmerecen sus características organolépticas.
El hongo negro chino tiene un pariente comestible que ni es negro ni chino, sino europeo y de color parduzco, el Auricularia auricula-judae. Este hongo, conocido como oreja de Judas, contiene un polisacárido con actividad anticoagulante; tal polisacárido, cuyos componentes son los azúcares manosa, glucosa, xilosa y ácido glucurónico, interviene en el mecanismo de coagulación de la sangre; si se alimentan ratas con el mencionado polisacárido se comprobará que las plaquetas sanguíneas no se agregan, una acción semejante a la que se observa si se utilizan los habituales fármacos anticoagulantes, la warfarina (el desgraciadamente popular -para algunos- sintrom), la heparina o la aspirina. Porque la aspirina, como los otros dos medicamentos, se usa para evitar que la sangre coagule y que los coágulos taponen las arterias que llevan el rojo fluido esencial al corazón, al cerebro o a otro órgano; en consecuencia, se consigue que disminuya el riesgo de muerte. Tal uso de la aspirina observé yo en el hospital donde habían ingresado a un amigo afectado por un infarto del corazón. Estoy seguro que el erudito lector ya conoce las causas de un infarto: la privación de sangre a un órgano, por obstrucción de la arteria que lo riega. Sabía que el ácido acetilsalicílico -nombre técnico de la aspirina- es un buen analgésico, un notable antitérmico y un relevante antiinflamatorio, cuyo uso se remonta a los sumerios, egipcios y chinos que vivieron hace milenios; pero ignoraba su efecto como anticoagulante, acción que va a servir para el tratamiento de mi maltrecho amigo.

sábado, 12 de octubre de 2024

Micotoxinas en el aire


Los hongos, que residen en la piel y en el aparato digestivo, o la inhalación de sus esporas, inhalación que se asocia a alergias, asma y reacciones inmunológicas, pueden causar micosis; enfermedades que afectan tanto a los individuos sanos, como a los enfermos e inmunodeprimidos. Los hongos también sintetizan micotoxinas (se conocen varios centenares), venenosas sustancias causantes de micotoxicosis al penetrar en el cuerpo; en contraste con la intoxicación por micotoxinas, que suele ser accidental, los recolectores de setas ingieren veneno cuando comen hongos que han identificado erróneamente.
Los expertos han estudiado concienzudamente la peligrosidad de las micotoxinas que penetran en el organismo por vía alimentaria, sin embargo falta información sobre su toxicidad cuando se inhalan. Un estudio reciente ha demostrado que algunos mohos frecuentes que existen en los paredes interiores y techos de los edificios, si el nivel de humedad es alto, contienen micotoxinas capaces de dispersarse en el aire, permanecer suspendidas en él y ser inhaladas por los ocupantes. El análisis demostró que tres especies de mohos (Penicillium, Aspergillus y Stachybotrys) presentes en las paredes producían micotoxinas, y que éstas se convertían posteriormente en aerosoles. También mostró que la mayoría de las toxinas estaba en las partículas cuyo tamaño corresponde a las esporas; aunque, algunas toxinas, muy venenosas, se encuentran en partículas más pequeñas, granos de polvo que los individuos expuestos inhalan fácilmente y que penetran en su aparato respiratorio.
La tendencia a construir edificios más eficientes energéticamente y aislados del exterior, para ahorrar energía, agrava el problema; porque en su interior pueden darse condiciones favorables -humedad- para el crecimiento de los mohos. El estudio concluye que la presencia de micotoxinas debe ser un importante parámetro de la calidad del aire en el interior de los edificios. Quizá la percepción del riesgo para la salud que supone el moho dentro de los edificios ha cambiado después del incidente ocurrido en 1994 en Cleveland (EEUU): las toxinas del moho Stachybotrys chartarum estuvieron implicadas en la 
hemorragia pulmonar idiopática que afectó a ocho lactantes. Muchos ocupantes de edificios modernos notan con frecuencia irritación de los ojos y del aparato respiratorio, también dolor de cabeza, fatiga e irritación de la piel, síntomas que se alivian al salir al exterior (síndrome del edificio enfermo). No se ha identificado, sin dudas, el culpable; la mala ventilación, los productos químicos de limpieza y los mohos se encuentran entre los sospechosos.

sábado, 5 de octubre de 2024

Flatulencias


“…digo que de suyo [el pedo] es cosa alegre, pues donde quiera que se suelta anda la risa y la chacota” asegura Francisco de Quevedo en “Gracias y desgracias del ojo del culo”. El humilde escritor aunque no comparte la jocosa apreciación del ilustre prócer sí tiene la suficiente curiosidad como para averiguar la composición química de los gases que los humanos expulsamos por el ano, gases que, acompañados de un desagradable olor y ruido característico, llamamos flatulencia, flato o más vulgarmente pedo. Tanto el presidente del gobierno más poderoso, o el millonario más pudiente o el más bello actor como el más humilde, pobre y feo desheredado ser humano liberan, por término medio, entre medio litro y un litro y medio de gases cada día, repartidos entre una y dos docenas de episodios.
Los principales constituyentes de las flatulencias son gases inodoros: el nitrógeno (presente entre el setenta y el noventa por ciento de los flatos), y no el metano como es opinión común, es el componente principal; el hidrógeno (presente entre el cero y el cincuenta por ciento) le sigue en abundancia; el dióxido de carbono (entre el diez y el treinta), el metano (entre el cero y el diez) y el oxígeno (entre el cero y el diez por ciento) acaban el listado. El metano y el hidrógeno son inflamables, por lo que algunas flatulencias pueden encenderse y producir fuego. ¿El mal olor? Proviene de componentes muy minoritarios, sobre todo del sulfuro de hidrógeno (que huele a huevos podridos). No me olvido de las minúsculas cantidades de aerosoles, formados por partículas de excrementos, que también contienen los flatos. 
Algunos de los gases expulsados -nitrógeno y oxígeno- se ingieren, otros -hidrógeno y metano- son producidos por las bacterias que viven en nuestro aparato digestivo, y alguno hay -el dióxido de carbono- que proviene de ambas fuentes. Ello es así porque durante la digestión producimos gases: algunos carbohidratos atraviesan el estómago e intestino delgado prácticamente sin modificarse, pero cuando alcanzan el intestino grueso, sirven de alimento a bacterias que dejan como residuo una abundante cantidad de gas. Se trata de carbohidratos fermentables, como los fructanos  (la inulina, que se añade a frecuentemente a alimentos y bebidas, es unos de ellos) y galactanos, polímeros ambos, de fructosa y galactosa respectivamente, presentes en muchos vegetales, que no son digeridos por las enzimas del aparato digestivo; pero sí son fermentados por nuestras bacterias intestinales.