sábado, 17 de diciembre de 2016

Ondas gravitatorias (gravitational waves)


Las ondas gravitatorias se parecen a las electromagnéticas; y éstas son relativamente fáciles de entender; en parte, porque las ondas de radio, los rayos infrarrojos, la luz visible o los rayos ultravioleta nos resultan familiares, en parte, porque las fuerzas eléctrica y magnética que intervienen en su emisión y detección pueden visualizarse sin mucha dificultad. No conviene exagerar las semejanzas, porque las ondas gravitatorias exigen conocer extraños conceptos como el espacio-tiempo curvado que aparece en la teoría de la relatividad.
Si se perturba violentamente un objeto grande, el espacio lejano ha de esperar a que la señal de que el cuerpo se ha movido llegue hasta él;  lo hace con una velocidad exactamente igual a la de la luz. Recurro a un experimento mental para entender el significado de las ondas gravitatorias: observo el efecto que producen sobre un detector colocado en su camino. Para ello tomo un anillo flexible que sitúo perpendicular a la dirección en la que se propaga la onda; cuando ésta pasa el anillo se deforma, perdiendo la circularidad. La causa de la deformación se debe a que el paso de la onda representa un cambio en la geometría local: aunque parezca mentira el anillo sufre fuerzas de marea similares a las de los océanos terrestres debido a la Luna.
La generación de ondas gravitatorias es muy sencilla: bastaría una barra rotando o dos masas vibrando unidas por un resorte; la dificultad reside en su extraordinaria debilidad que casi nos impide detectarlas. Un dato nos ayudará a comprender el problema: necesitaríamos un octillón –número de cuarenta y nueve cifras- de dispositivos construidos con dos masas de un kilogramo separadas un metro y oscilando un centímetro a diez hertzios para que la potencia de las ondas gravitatorias producidas pudiera encender una única bombilla eléctrica. Incluso el impacto de un gran meteorito de un kilómetro de diámetro contra un continente emitiría ondas gravitatorias cuya potencia apenas alcanzaría una mil millonésima de vatio. Esta debilidad nos indica que las fuentes de ondas gravitatorias deben buscarse en el universo y también nos muestra la dificultad de su detección porque, debido a su lejanía, sólo depositan en la Tierra una pequeña fracción de la potencia que emiten. En 1974, Joseph Taylor y Russell Hulse demostraron su existencia, por una vía indirecta, tomando medidas de dos estrellas que rotan una en torno a la otra. Por primera vez, en el año 2015, los físicos detectaron las ondas gravitatorias: la colisión de dos agujeros negros las había emitido.


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