El
escritor aborrece las sandeces astronómicas que, a veces, asoman en la red: si en
un mismo mes aparece una segunda luna llena, se verá azul. ¡Falso! La Luna se percibe
blanca, como cualquier noche. Sin embargo, en circunstancias excepcionales, la
Luna puede columbrarse azul: después de una erupción volcánica (Krakatoa en
1883, Santa Helena en 1980 o Pinatubo en 1991) o de enormes incendios
forestales. Ambos fenómenos producen partículas micrométricas -el tamaño de la
longitud de onda de la luz roja- que actúan como filtros rojos y dejan pasar
únicamente el color azul. Pero la acción de la luz solar sobre algunas
biomoléculas nuestras resulta más interesante que sobre el polvo. Concretamente,
la exposición de la piel a luz solar ultravioleta convierte en vitamina D3 a una
molécula precursora parecida al colesterol. La vitamina no es activa, pero dos
reacciones químicas sucesivas, la primera en el hígado y la segunda en el
riñón, la convierten en una hormona. Y digo hormona, porque actúa en lugares
alejados del sitio de su síntesis, particularmente, en el intestino delgado,
donde promueve la absorción del calcio, y en los huesos y cartílagos, donde
regula el metabolismo de calcio y fósforo. Resulta innecesario proporcionar
vitamina D en la dieta siempre que la piel se exponga al Sol; media hora de
insolación directa diaria sobre las mejillas es suficiente para producir la
cantidad de vitamina diaria mínima.
Esta
singular vitamina también interviene en el color de la piel. Probablemente
nuestros antecesores tuviesen la piel oscura; pero, a medida que emigraron de su
origen en el trópico hacia el norte, los pigmentos oscuros cutáneos, que
actuaban como filtros de la radiación ultravioleta, impedían la síntesis
suficiente de la vitamina. La selección genética hacia una piel más clara entre
los pueblos nórdicos resolvió la deficiencia; selección que no sucedió entre
los esquimales, porque ellos consumen una dieta de pescado rica en la vitamina.
Cuando
los biólogos creían conocer todas las funciones de la vitamina D nuevas
investigaciones han deparado inesperadas sorpresas. Tatsuo Suda descubrió que las
células malignas de leucemia detenían su crecimiento al añadir la hormona
procedente de la vitamina D. S. C. Manolagas halló una función inmunosupresora
de la misma hormona; y S. Yang corroboró que fuertes dosis de ella impiden la
inflamación. Por último, Michael F. Holick ha mostrado que la aplicación sobre
la piel de la hormona de la vitamina D es efectiva contra la psoriasis. La
investigación continúa.
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