El
ocaso. El disco solar se hunde en el mar, el cielo se enciende de rojo, de
rosa, de verde. Le sigue la oscuridad; la noche prendida de luceros, fragante
de narcisos, romántica de músicas, de canciones y de sueños. Con el ánimo
sereno, todo parece perfecto. ¿Lo es? ¿El Sol diurno y las estrellas nocturnas
son tan inmaculados como parecen? El lector curioso que contemplase
directamente el Sol –no se lo recomiendo: podría quedarse ciego- vería que el
disco amarillo contiene manchas. ¿Manchas? Efectivamente, manchas inmensas, del
tamaño de la Tierra, que se forman por pares en la superficie del astro rey y que
se comportan como los dos polos de una barra imantada orientada en dirección
paralela al ecuador de la estrella.
Quien
cuente las manchas notará que su número sigue un ciclo que se repite cada once
años. El Sol, al contrario de lo que creían nuestros antepasados, no permanece
inmutable, está activo, cambia continuamente debido a su magnetismo. Fijémonos
en un ciclo: comienza con la superficie impoluta, el número de manchas aumenta
hasta un máximo a mitad del ciclo y disminuye de nuevo al final; en ambos
extremos el Sol, inactivo, se comporta como un imán dipolar, y entre ambos topes
la polaridad magnética se invierte.
Hoy
sabemos que los ciclos de once años se interrumpieron entre 1645 y 1715, una época
de calma -apellidada mínimo de Maunder-, que coincidió con el avance de los
glaciares en el hemisferio norte y con temperaturas inesperadamente frías en el
norte de Europa. Esta asombrosa información, publicada por Gustav Spörer y E.
Walter Maunder a finales del siglo XIX, pasó inadvertida durante casi cien años.
¿Por qué? Los astrónomos del siglo XX supusieron que sus antecesores eran
incompetentes, pecaron de soberbia… y erraron. Confirmados los datos, los científicos
contemporáneos han obtenido dos nuevos resultados: a lo largo del ciclo de las
manchas la luminosidad solar varía una décima del uno por ciento: muy poco; la
segunda conclusión atestigua que el brillo del Sol –y de otras estrellas
similares- puede cambiar cuatro décimas del uno por ciento entre la fase
cíclica y la fase de calma (el mínimo de Maunder), tal reducción mantenida a lo
largo de varias décadas sería capaz de enfriar la temperatura media de la
Tierra en uno o dos grados, suficiente para explicar el enfriamiento de la
segunda mitad del siglo XVII.
Sí,
el ciclo de las manchas solares afecta al clima terrestre e ignoramos la causa
de su interrupción.
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