sábado, 1 de febrero de 2014

Magnetismo solar y clima terrestre

El ocaso. El disco solar se hunde en el mar, el cielo se enciende de rojo, de rosa, de verde. Le sigue la oscuridad; la noche prendida de luceros, fragante de narcisos, romántica de músicas, de canciones y de sueños. Con el ánimo sereno, todo parece perfecto. ¿Lo es? ¿El Sol diurno y las estrellas nocturnas son tan inmaculados como parecen? El lector curioso que contemplase directamente el Sol –no se lo recomiendo: podría quedarse ciego- vería que el disco amarillo contiene manchas. ¿Manchas? Efectivamente, manchas inmensas, del tamaño de la Tierra, que se forman por pares en la superficie del astro rey y que se comportan como los dos polos de una barra imantada orientada en dirección paralela al ecuador de la estrella.

Quien cuente las manchas notará que su número sigue un ciclo que se repite cada once años. El Sol, al contrario de lo que creían nuestros antepasados, no permanece inmutable, está activo, cambia continuamente debido a su magnetismo. Fijémonos en un ciclo: comienza con la superficie impoluta, el número de manchas aumenta hasta un máximo a mitad del ciclo y disminuye de nuevo al final; en ambos extremos el Sol, inactivo, se comporta como un imán dipolar, y entre ambos topes la polaridad magnética se invierte.

Hoy sabemos que los ciclos de once años se interrumpieron entre 1645 y 1715, una época de calma -apellidada mínimo de Maunder-, que coincidió con el avance de los glaciares en el hemisferio norte y con temperaturas inesperadamente frías en el norte de Europa. Esta asombrosa información, publicada por Gustav Spörer y E. Walter Maunder a finales del siglo XIX, pasó inadvertida durante casi cien años. ¿Por qué? Los astrónomos del siglo XX supusieron que sus antecesores eran incompetentes, pecaron de soberbia… y erraron. Confirmados los datos, los científicos contemporáneos han obtenido dos nuevos resultados: a lo largo del ciclo de las manchas la luminosidad solar varía una décima del uno por ciento: muy poco; la segunda conclusión atestigua que el brillo del Sol –y de otras estrellas similares- puede cambiar cuatro décimas del uno por ciento entre la fase cíclica y la fase de calma (el mínimo de Maunder), tal reducción mantenida a lo largo de varias décadas sería capaz de enfriar la temperatura media de la Tierra en uno o dos grados, suficiente para explicar el enfriamiento de la segunda mitad del siglo XVII.

Sí, el ciclo de las manchas solares afecta al clima terrestre e ignoramos la causa de su interrupción.

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