Trasládese
el intrépido lector, con la imaginación, a hace dos mil quinientos millones de
años; no sólo los continentes y los océanos le resultarían irreconocibles, ni
siquiera podría respirar el aire, porque carecía del imprescindible oxígeno. Fíjese
en la atmósfera de aquella lejana época: casi todo el dióxido de carbono que
envolvía la Tierra primigenia había desaparecido; su destino había consistido
en convertirse en piedra -en rocas calizas- al unirse al calcio disuelto en el
océano; pero aún quedaba en la atmósfera una cantidad enorme de dióxido de
carbono, una circunstancia que estimuló la proliferación de las cianobacterias;
el suceso carecería de importancia si estos diminutos seres vivos, además de
consumir el gas carbónico, no expulsasen un desecho inusual; porque este
desecho, el oxígeno, que iba inundando el ambiente poco a poco, acabaría desencadenando
una revolución ambiental sin precedentes.
El
primer oxigeno formado se gastó rápidamente al combinarse con el abundante
hierro que había en el océano (para dar óxidos sólidos); hierro que los
activísimos volcanes submarinos habían emitido; sólo cuando el metal desapareció
del océano -la actividad volcánica había amainado-, el oxígeno pudo acumularse
en el mar y después pasar a la atmósfera, donde su concentración comenzó a
aumentar hasta el veintiuno por ciento actual. El escéptico lector no juzgue a este
discurso como una especulación sin fundamento de los geólogos: los depósitos de
hierro bandeado, unas rocas sedimentarias que abundan en el fondo marino, son un
testimonio de lo que sucedió hace dos mil cuatrocientos millones de años.
Retomemos
el hilo del relato. El oxígeno es una sustancia química muy activa, un eficaz agente
oxidante destructor de la materia viva, un veneno para quien no se protege de
él. A nadie extrañará, en consecuencia, que los organismos primitivos sólo pudiesen
vivir en medios desprovistos de él, y que la acumulación de este elemento
desencadenase una crisis biológica global, en la que probablemente se extinguió
la mayoría de la vida arcaica; los escasos supervivientes tuvieron que
refugiarse en ambientes marginales pobres en oxígeno, como las aguas profundas
y estancadas, el interior de los sedimentos o la materia orgánica muerta. Comprendo
que, al lado de esta hecatombe, las modificaciones que el hombre está
produciendo en la atmósfera actual parecen de poca monta… aunque se lleven por
delante la civilización y puedan causar cientos de millones de muertos.
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