El
botánico lector probablemente ignorará que las plantas que adornan su vivienda o
engalanan su jardín son, a menudo, peligrosas: el jacinto, narciso, gladiolo, tulipán,
rododendro, glicina, hortensia, ipomea, campanilla de las nieves, croco,
acónito, euforbia, clemátide, hiedra, eléboro, boj, guisante oloroso, delfinio,
altramuz, ranúnculo, muérdago, filodendro, iris o acebo son moderadamente
tóxicos (significa que sólo la ingestión de grandes cantidades los vuelve
mortales); sobra el comentario sobre la peligrosidad de las muy tóxicas aquilea,
cicuta, tejo o adelfa.
Y
hago esta venenosa introducción para referirme a las dificultades que un científico
halla cuando pretende convencer a jueces y abogados de la bondad de su ciencia.
Mateo Orfila, como suele ser habitual en los científicos españoles, desarrolló
su trabajo fuera de su tierra, concretamente en la universidad de París, durante
la primera mitad del siglo XIX; fundó la toxicología, una ciencia desconocida
en su época. Durante la primera mitad del siglo XIX el arsénico era el veneno
más usado para suicidios y asesinatos: en Francia, alrededor de dos tercios y
en Gran Bretaña alrededor de la mitad de los envenenamientos se perpetraban con
él. Mateo Orfila fue el primero en detectar el arsénico en los órganos y en las
secreciones de los envenenados; un hecho que abría perspectivas inéditas para
la investigación criminal, particularmente en casos en los que el
envenenamiento no había sido sospechado en el momento de la muerte de la víctima.
Antes,
como ahora, jueces, fiscales y abogados preguntaban a los expertos sobre sus
informes periciales: porque las pruebas debían ser lo suficientemente convincentes
como para sustentar un veredicto de asesinato, que comportaba la pena de
muerte. Cuando Orfila empleó la nueva técnica de detección de arsénico, de la
que todavía existían aspectos discutibles -impurezas de reactivos y posibles
fuentes de contaminación-, se produjeron situaciones paradójicas durante
algunos juicios: si el perito empleaba un método analítico antiguo y conocido,
los miembros del tribunal podían descalificarlo como obsoleto y demandar uno
más avanzado. Pero si el perito empleaba un método moderno, se arriesgaba a
escuchar, por parte del abogado defensor, una lista de posibles fuentes de error,
que abrían la puerta a dudas sobre la validez de los resultados.
Como
sospechará el inteligente lector las discusiones jurídicas recientes sobre la
fiabilidad de las modernas técnicas de detección de ADN son similares a las que
hubo en la primera mitad del siglo XIX. En lo que se refiere al comportamiento
humano nada nuevo hay bajo el Sol.