sábado, 25 de agosto de 2012

Armas químicas

     Durante el siglo XX los científicos han contribuido enormemente al desarrollo de armas de destrucción masiva: nadie ignora la fabricación de las bombas atómicas y a todos nos parecen horrorosas: las fotos de las explosiones nucleares y el arrasamiento de Hiroshima y Nagasaki resultan argumentos contundentes. ¿Por qué las letales armas químicas de destrucción masiva no tienen idéntica mala fama? Desde luego las razones no hay que buscarlas en su escaso uso. Los agentes químicos se utilizaron por primera vez, a gran escala, durante la Primera Guerra Mundial: los alemanes atacaron con cloro a los franceses; y desde entonces ambas partes se destruyeron con saña: un millón de heridos y ochenta y cinco mil muertos fueron causados por cincuenta millones de kilos de agentes respiratorios, lacrimógenos y vesicantes (causan ampollas en la piel y las mucosas, y matan por asfixia), entre los que incluyo el cloro, el fosgeno y el gas mostaza. Hago un breve inciso para anunciar que los españoles también participamos de la insania: durante la Guerra del Rif (de 1921 a 1927, en el norte de África), las fuerzas españolas, asesoradas por alemanes, dispararon bombas de gas mostaza contra los rebeldes bereberes. La segunda guerra mundial impulsó la industria química; los científicos alemanes descubrieron y fabricaron grandes cantidades de agentes nerviosos gaseosos como el GA (tabún), GB (sarín) y GD (somán), tanto ellos como el VX son los agentes químicos de guerra más tóxicos y de efecto más rápido que se conocen; ignoro la causa por las que no los usaron durante el conflicto. ¿Cómo actúan? Bloquean la enzima acetilcolinesterasa, que se encarga de destruir la acetilcolina (el mensajero entre las neuronas y los músculos); si no se destruye inmediatamente después de actuar, la actividad muscular se descontrola y el sujeto muere.

     La mayoría de los agentes nerviosos son compuestos fosforados que los químicos sintetizaron cuando buscaban insecticidas para la agricultura, por ello se les parecen. Y por ello entenderá el lector ingenuo la preocupación de algunos países cuando otros, cuya producción agrícola es mínima, acumulan sustancias con las que fabricar insecticidas… o armas químicas de destrucción masiva.

     Como bien imaginará el lector suspicaz, almacenar y transportar productos extremadamente tóxicos resulta peligroso. ¿Solución? Diseñar armas químicas binarias en las que el tóxico no está activo, sino que se encuentra en forma de dos precursores separados, menos tóxicos que su mezcla. Problema resuelto.

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