sábado, 29 de noviembre de 2014

El magnesio, bioelemento esencial


El jardín es un jardín para sentir nostalgia. Al lado del gracioso almendro, crece el ciprés solemne, tras los recortados bojes, florecen las paganas rosas, frente al mirto perenne, palidece la montaraz madreselva. El escritor posa la vista en los rododendros y, sin poderlo evitar, se le llena la mente de tiernos recuerdos. Disipada la melancolía, la implacable razón vuelve a ponerse en marcha y me interrogo por la causa del color que me rodea; y no es otra que un pigmento vegetal: la clorofila, molécula singular que contiene un átomo de magnesio emparedado en su interior, y de este poco valorado metal hay mucho que hablar.

El magnesio es un elemento químico esencial para nosotros, después del sodio, calcio y potasio es el cuarto metal más abundante de nuestro organismo; además de formar parte de los huesos –ahí se almacena algo más de la mitad-, interviene en más de trescientas reacciones químicas que mantienen el funcionamiento normal del cuerpo: concretamente, el magnesio participa en la síntesis de proteínas, del ADN y del ARN, en la transmisión de los impulsos nerviosos, en la contracción y relajación de músculos (sin olvidar el músculo cardíaco), en el transporte del oxígeno a las células y en el metabolismo de la energía.

            Todos nosotros necesitamos ingerir trescientos miligramos diarios de magnesio para reponer el perdido y mantener aproximadamente constantes los veinticinco gramos que contiene el cuerpo. ¿Que el erudito lector quiere saber los alimentos que contienen más magnesio? Los expertos de la Universidad de Harvard han identificado que la cebada, las espinacas, las pipas de calabaza, la harina de maíz, las alubias, la remolacha, las almendras y el arroz integral se encuentran entre los diez alimentos con más cantidad de este beneficioso metal; en resumen, las mejores fuentes son los frutos secos, los cereales, las legumbres y las verduras. Sí, la mayoría de nosotros obtenemos cantidades abundantes de este esencial metal en una dieta equilibrada, pero a veces, cuando alguien necesita mucho, porque se encuentra estresado, o es alcohólico, o absorbe poco debido a algunas enfermedades o a ciertos medicamentos, se produce insuficiencia. ¿Sus síntomas? Debilidad muscular, somnolencia, irritabilidad, fatiga, en algún caso contracción involuntaria de los párpados. Preocúpese el sujeto de obtener, entonces, dosis suplementarias. En cualquier caso, el médico especialista suele recetar este metal para tratar el estrés.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Corrimiento al rojo


III….OOO. Así suena la sirena de la ambulancia que se acerca a nosotros para alejarse después. Si nos detenemos a analizar lo que hemos oído notamos que el tono del pitido se vuelve más alto cuando el vehículo viene que cuando se va. Efectivamente, los físicos han comprobado que la frecuencia del sonido aumenta o disminuye según el emisor se mueva hacia nosotros o se aparte. Y más de alguno ha maldecido la precisión de este efecto, al recibir una multa por exceso de velocidad, velocidad que un meticuloso policía ha calculado usando un aparato medidor de frecuencias.

Con la luz sucede el mismo fenómeno: la frecuencia –o sea el color, dicho con otras palabras- de la luz emitida varía cuando la luminaria se mueve. Así lo comprueban los astrónomos al analizar la luz de las estrellas de nuestra galaxia y compararla con la del Sol. Al descomponerla en sus colores componentes observan unas líneas oscuras que corresponden a las frecuencias de la luz que absorbieron los átomos estelares; pues bien esas frecuencias tienen un valor diferente que el que presentarían si los átomos estuviesen en la Tierra. Deducen del fenómeno que, si la frecuencia disminuye, la estrella se aleja y, si la frecuencia aumenta, la estrella se acerca (para entendernos, si se tratase de luz amarilla diría que el color podría convertirse en rojo o azul según se aleje o acerque); y observan la misma cantidad aproximadamente de unas como de otras. Surgió la sorpresa al repetir el análisis con la luz de las galaxias: las frecuencias detectadas en la luz emitida por cada una eran ligeramente inferiores a las que detectaban en el Sol (llamaron desplazamiento hacia el rojo al fenómeno, porque los valores medidos se acercan a la frecuencia de la luz roja). Coligieron que todas las galaxias se alejan entre sí; y que, por lo tanto, en algún momento debieron estar juntas: suponemos que ese momento constituye el origen del universo.

Inmediatamente los astrónomos trataron de averiguar el tiempo que han tardado en separarse las galaxias hasta el momento actual: para ello midieron la distancia a que se encuentran dos galaxias y su velocidad de alejamiento, hicieron el cociente entre ambos valores y el tiempo obtenido, trece mil ochocientos millones de años, corresponde aproximadamente a la edad del universo. Y digo aproximadamente porque he obviado algunos matices en esta deducción.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Turberas, amortiguadores climáticos


Las turberas, antiguos lagos rellenos de materia orgánica, son ecosistemas que cumplen valiosas funciones ambientales ignoradas por el público. Cuantifiquemos los enormes depósitos de carbono que almacenan: contienen el treinta por ciento del carbono total disponible en el suelo de los continentes, una cantidad que duplica la biomasa forestal y se aproxima a la biomasa terrestre que, recordemos, equivale al setenta por ciento del carbono atmosférico. Las turberas captan el carbono atmosférico, un proceso opuesto al de las emisiones de gases de invernadero; a nadie extrañará, por lo tanto, que las grandes turberas –de Siberia, Escandinavia, Alaska, Canadá y Patagonia- contribuyan a moderar los cambios climáticos de nuestro planeta. Y no se trata de casualidad que todas ellas en encuentren en latitudes altas: la lenta putrefacción de la materia vegetal ocurre preferentemente en climas muy fríos.

No resulta difícil de entender el proceso de formación de una turbera: la cuenca de un antiguo lago glaciar puede rellenarse cuando la materia orgánica depositada excede a la descompuesta. En algún momento durante el relleno, se pierde contacto con el agua, fluvial o subterránea, se crea entonces un ambiente en el que los musgos de turbera (los esfagnos) resultan favorecidos; musgos que conforman el paisaje que observa el naturalista amante de estos desolados lugares. Como el astuto lector ya habrá adivinado, su formación es relativamente lenta debido a la baja concentración de oxígeno y la acidez del agua, que provocan una escasa actividad microbiana. La mayoría de las turberas han acumulado vegetales más o menos descompuestos a lo largo de los últimos doce mil años, desde el fin de la última glaciación; una acumulación que, a un ritmo de crecimiento de entre cinco y cien milímetros cada siglo, puede alcanzar varios metros de espesor. Cabe señalar que la turba, el material rico en carbono, en el que aún se aprecian los componentes vegetales que la originaron, constituye la primera etapa del proceso por el que la vegetación se transforma en carbón.

En resumen, las turberas, como todos los humedales, almacenan carbono, y contribuyen a mitigar el cambio climático. Desgraciadamente, la Unesco estima que el planeta ha perdido, desde el año 1900, la mitad de los humedales; en España, alumna aventajada, ha desaparecido el sesenta por ciento en tan sólo cuatro décadas.


sábado, 8 de noviembre de 2014

El espacio vacío del universo


No existe espacio vacío en el cosmos; las gigantescas extensiones entre las galaxias son lo que más se aproxima. El futuro viajero que se adentre en las regiones interestelares de nuestra galaxia apenas encontrará un átomo en cada centímetro cúbico de espacio, casi nada comparado con los cincuenta trillones de átomos que contendría el mismo volumen lleno de aire; pero a medida que sobrepase los límites de la Vía Láctea hallará desiertos más áridos todavía cuando contabilice un solo átomo en un cubo de un metro de lado (un contraste mayor que el existente entre la densidad del agua y el aire). No obstante, errará quien deduzca que escasea la materia entre las galaxias, porque incluso el más remoto paraje está inundado de un tenue gas cuya masa, probablemente, supera la masa de todas las estrellas y galaxias del universo. Y no está uniformemente distribuido; tiende a agruparse en una enorme red cósmica de filamentos que se entrelazan a través de inmensos huecos. ¿Para qué estudiar esta neblina -se preguntará el inteligente lector-, cuando el resto del universo está repleto de objetos tan interesantes como las galaxias, estrellas y planetas? Porque mediante el estudio de la materia intergaláctica los astrónomos esperan encontrar las claves para entender el nacimiento de las galaxias.

Unos cuatrocientos mil años después de la gran explosión el universo era muy diferente del nuestro: había sólo un gas casi uniforme de átomos de hidrógeno y helio cuyas heterogeneidades apenas alcanzaban una parte en cien mil. Hoy, un número de treinta y tres cifras separa la densidad del interior del Sol de la del espacio intergaláctico. ¿Cómo el homogéneo universo primitivo se transformó en el heterogéneo cosmos actual? Hay un único responsable: la gravedad. El colapso gravitatorio de las acumulaciones de materia formó las galaxias y las estrellas; pero la gravedad puede amplificar las fluctuaciones, no  crearlas, esto que significa que hubo unas fluctuaciones en la densidad de la materia al comienzo del universo. Tales turbulencias, las semillas gravitatorias de la red cósmica que observamos hoy, se manifiestan como pequeñas heterogeneidades de la radiación de fondo de microondas que, por cierto, han observado los astrónomos.

Me tienta decir que ya entendemos el origen de la red cósmica, pero no es así: las perturbaciones iniciales fueron tan pequeñas que el tiempo que lleva existiendo el universo resulta insuficiente para que la gravedad haya formado las galaxias actuales. ¿Cómo salvar esta dificultad? Suponemos que existe materia oscura, una hipótesis que comentaré otro día. 

sábado, 1 de noviembre de 2014

Grasas, camellos y cachalotes


La Organización Mundial de la Salud ha estimado que, debido a la obesidad, cada año mueren dos millones seiscientas mil personas, y que mil millones de adultos y cuarenta y dos millones de niños menores de cinco años tienen sobrepeso. Cierto, en el siglo XXI la obesidad se ha convertido en una epidemia mundial. Considerando que los expertos definen esta enfermedad como una acumulación de grasa perjudicial para la salud comprendo la impopularidad de estos nutrientes para los humanos; una opinión no compartida por todos los animales –si pudiesen pensar-, porque lo que nos perjudica a nosotros puede ser imprescindible para ellos.

Antes de continuar el parlamento le pido a un bioquímico que me diga qué son los grasas: moléculas formadas por la unión del glicerol con tres ácidos grasos, preferentemente, el palmítico, el esteárico o el oleico; y a un fisiólogo que me aclare la función que ejercen en el organismo: proporcionan energía cuando se queman a baja temperatura. Si continúo la indagación me entero que en la reacción anterior también se produce dióxido de carbono y agua; concretamente, por cada kilo de grasa se liberan ocho litros de agua y dos décimas. Seguro que el ingenioso lector ya ha adivinado una posible utilidad para estas sobras: los animales adaptados a ambientes desérticos -piénsese en los camellos y dromedarios- disponen de un importante almacén, que puede llegar a los ciento ochenta y dos litros de agua, en los quince o veinte kilogramos de grasas que hay en las jorobas.

Agobiado por el calor, abandono el desierto para irme a refrescar al océano. Ahí también hallo animales que usan las grasas -el aceite de espermaceti- para un fin insospechado: mantener la flotabilidad. Como el ilustrado lector sabrá los cachalotes cazan los calamares que viven en aguas profundas; y pueden hacerlo porque no efectúan esfuerzo alguno para mantenerse sumergidos en el agua. Para controlar su flotabilidad estos gigantescos animales regulan su flujo sanguíneo: a la temperatura corporal el espermaceti está líquido; pero durante la inmersión el flujo sanguíneo de la cabeza -donde se acumula el aceite- disminuye, la temperatura baja, el aceite se solidifica y aumenta su densidad hasta que se iguala a la del agua profunda. Para volver a la superficie el proceso se invierte: aumenta el riego sanguíneo, las grasas licúan, la densidad disminuye. Maquinaria dispuesta: calamar atrapado. ¡Benditas grasas!, exclamaría el cachalote si pudiera hablar.