sábado, 29 de marzo de 2014

Ciclogénesis y borrascas


Invierno del año 2014: una borrasca tras otra asola Europa y la ciclogénesis se convierte en una palabra de uso habitual. ¿Qué significa tan enrevesado término? Los meteorólogos lo usan para referirse a un habitual proceso de formación de borrascas; si al sustantivo le añaden el adjetivo explosiva quieren indicar que el fenómeno sucede en poco tiempo. Antes de elucidar su causa debo hacer algunas aclaraciones. Una borrasca es una región donde la presión atmosférica presenta un valor inferior al del aire de los alrededores. El avisado lector ya habrá adivinado sus efectos: vientos fuertes, cielos nubosos y precipitaciones. Los expertos saben que las borrascas del norte de España -y de la zona templada de nuestro planeta, en general- se forman en el frente polar, el lugar donde el aire frío que viene del polo choca con el aire caliente que llega del trópico; si el contraste térmico entre ambas masas de aire es grande, el ascenso del aire caliente se vuelve más rápido, y por ello los vientos se tornan más intensos y las borrascas más potentes. Aventuro una hipótesis para explicar el hecho: el rápido cambio climático que está ocurriendo en nuestro planeta ralentiza -y puede llegar  a parar, como ya sucedió otras veces- la cinta transportadora oceánica (la corriente termohalina, en otras palabras) que distribuye el calor por todo el planeta. En cualquier caso, el calor se reparte peor en todo el globo terrestre, lo que entraña que los contrastes térmicos sean más fuertes. ¡Y esto constituye la rareza actual!

Dejemos ahora volar la imaginación. Fantasee el lector con una tormenta de radio comparable al de la Tierra, con vientos de seiscientos kilómetros por hora, rayos cien veces más potentes y activa desde hace más de trescientos años. No se trata del producto de una imaginación desbocada: los físicos han comprobado que tal tormenta existe en Júpiter, y que podría acaecer en la Tierra si la meteorología actual se desbaratase mediante un efecto invernadero disparado. ¿Cómo? Liberándose a la atmósfera el metano que permanece retenido en los suelos helados y en el fondo de los mares. ¿Es posible? Sí. ¿Probable? Esperemos que no. Esperemos que… vuelen los estorninos y los vencejos, una urraca blanca y negra salte de piedra en piedra mientras una alondra silba sobre los sembrados. Se extiende una tenue cinta de niebla casi imperceptible y un vientecillo corre sobre el campo: el aire está limpio, lúcido, transparente, diáfano.

sábado, 22 de marzo de 2014

Viaje al Cretácico


Situémonos, aunque sólo sea con la imaginación, en el período Cretácico, hace cien millones de años, no importa unos millones más o menos. Nos llamaría la atención la geografía, nada parecida a la actual, pues la superficie del planeta estaba dividida, por lo menos, en doce, quizá más, continentes aislados; tal disposición se debió a que el nivel de los mares jamás alcanzó cotas tan altas, tanto, que solamente un dieciocho por ciento de la superficie terrestre permanecía sobre el nivel de las aguas, cuando actualmente la superficie emergida alcanza el veintinueve por ciento. La temperatura, más cálida que la actual, impedía que existiese hielo en los polos; además, la suave diferencia de temperaturas entre el ecuador y los polos redujo las corrientes de aire atmosféricas. 
En tierra, el viajero lector observaría multitud de dinosaurios, al Tyrannosaurio rex y a otras criaturas, como las ranas, salamandras, tortugas, cocodrilos y serpientes que proliferaban en las costas, donde abundaban los erizos y estrellas de mar; y en algún momento vislumbraría algún antepasado nuestro, de la familia de las musarañas, correteando por los bosques. Pocos cambios han afectado de forma tan profunda al paisaje terrestre como la aparición, en este período, de las plantas con flores; su rápida dispersión, optimizada con la ayuda de los insectos, abejas y avispas, hormigas y escarabajos consiguió que pronto magnolias y ficus superasen a helechos y coníferas. En los océanos, los tiburones, rayas y peces coexistían con las tortugas marinas y otros reptiles acuáticos. El mar tropical de Tetis, que ocupaba la región que hoy llamamos golfo Pérsico, norte de África, golfo de México y Venezuela, rebosaba de plancton que se convirtió en la mitad de las reservas petrolíferas mundiales. Si levantase la vista podría ver, surcando los cielos, pterosaurios y aves con pelo y plumas. 
¿Por qué el viaje a este período concreto del pasado? Para aprender de los cambios climáticos históricos; porque en la historia del planeta, y concretamente durante el Cretácico, han ocurrido otros cambios climáticos debido al efecto invernadero causado por el aumento del dióxido de carbono en la atmósfera. Observamos dos diferencias con el actual cambio climático: el agente causal, la actividad antrópica uno, la actividad volcánica otros; y la rapidez del cambio, entre cien y doscientos años éste, mientras que miles o cientos de miles de años, aquéllos. 
¿Se imagina el sagaz lector la tercera parte de los continentes actuales inundados?

sábado, 15 de marzo de 2014

Olas gigantes, ¿leyenda o realidad?


Durante siglos los relatos de los navegantes han aludido a las olas gigantes: muros casi verticales precedidos de un profundísimo seno, un agujero en el mar, auténticos monstruos marinos de treinta metros (aproximadamente la altura de un edificio de doce pisos), que aparecían sin previo aviso en el océano, a menudo en buenas condiciones atmosféricas. El barco que se encontrara con una, probablemente naufragaría. Los oceanógrafos negaban la veracidad de tales narraciones, las consideraban leyendas: una tormenta en alta mar produce olas de siete metros de altura, que en condiciones extremas pueden alcanzar quince; los modelos matemáticos indicaban que olas mayores eran sucesos raros, acontecimientos que ocurrían una vez cada diez mil años. Erraron.

El 1 de enero de 1995 se midió y confirmó, por primera vez, una ola gigante en el Mar del Norte. Más tarde, en 2001, los imágenes de los satélites de la ESA han demostrado que olas de hasta treinta metros de altura son un fenómeno natural más frecuente –un centenar y medio cada año- de lo que la teoría había predicho. Y ya se han catalogado varias: en el Atlántico sur, los buques Bremen y Caledonian Star soportaron una ola de treinta metros aproximadamente en 2001; una ola de veintisiete metros fue registrada por una boya en el Golfo de México en 2004; el buque Norwegian Dawn detectó tres olas seguidas, una de veintiún metros, frente a la costa de los Estados Unidos en 2005; al norte de Santander (España), otra boya registró una ola de veintiséis metros en 2009. Las olas gigantes no guardan relación con el estado del mar, aparecen espontáneamente; y no deben confundirse con los tsunamis (que son generados por terremotos, no suponen riesgo para la navegación y sólo se vuelven peligrosos cerca de la orilla). Desconocemos por qué se producen y su localización… todavía.

¿Afecta la existencia de olas gigantes a la seguridad de la navegación? Los barcos y las plataformas están construidos para soportar olas cuya altura no exceda los quince metros, incluso algo más (sobre veinte), y resistir presiones de ciento cincuenta mil pascales sin daño; pero con un millón aproximado de pascales, la presión ejercida por el peso del agua de una ola de treinta metros, el naufragio se vuelve inevitable. Los expertos saben que durante las últimas dos décadas, se hundieron más de doscientos superpetroleros y supercontenedores por causas desconocidas; quizás las olas gigantes fueron responsables.

sábado, 8 de marzo de 2014

La navegación de las aves, con brújula incorporada


Hombres sabios ya fallecidos recopilaron viejas historias y las escribieron de nuevo, combinándolas con relatos de viajes; una de ellas cuenta el peregrinaje de Jasón en busca del vellocino de oro, otra el retorno de Ulises a su hogar, y una última, el trayecto de Teseo para matar al Minotauro. Periplos que pueden confundirse con los itinerarios de las constelaciones, de la doncella y el toro, del león y el arquero, del escorpión y el escanciador, de sus repetidos ascensos sobre el horizonte y de sus caídas. Sí, desde que un humano abandonó su hogar, levantó la vista al cielo y navegó hacia lo desconocido se ha orientado por las estrellas.

¿Y las aves? ¿Cómo se orientan las aves? Para emigrar a través del globo las golondrinas, estorninos, gaviotas o palomas no sólo utilizan información procedente del Sol, la Luna y las estrellas, sino también del campo magnético terrestre, a todos los efectos es como si llevaran una brújula magnética incorporada. ¿Qué datos disponemos para efectuar esta temeraria afirmación? Bill Keeton comparó la habilidad de dos grupos de palomas mensajeras para volver al palomar: en uno, colocó unas placas inertes de latón en la cabeza de los animales, en el otro, placas de material ferromagnético (inutilizan un sensor magnético); en un día nublado (que excluye la orientación por el Sol) regresaron las que tenían latón; en un día soleado todas. En experimentos posteriores se sustituyeron las placas por un dispositivo capaz de generar un campo magnético variable: los investigadores comprobaron que la dirección del vuelo dependía de la dirección del campo magnético artificial. Las observaciones de los participantes en competiciones colombófilas confirman la sensibilidad magnética de las palomas: durante las tormentas geomagnéticas sólo un pequeño porcentaje de las aves regresa al palomar. Los biofísicos han establecido dos posibles mecanismos capaces de detectar el magnetismo terrestre: o bien existen sensores en el pico del animal que contienen partículas de magnetita –un material magnético- o bien existen moléculas (criptocromos) en los ojos que convierten la señal magnética en señal visual; Henrik Mouritsen y sus colaboradores han demostrado que ambas hipótesis son correctas: las aves migratorias poseen dos sentidos magnéticos y con uno de ellos ven literalmente el campo magnético.

No, no son inútiles los conocimientos que adquirimos al efectuar estos experimentos, podrían ayudarnos a entender los cambios que el magnetismo causa en las moléculas y células: un saber valiosísimo para quienes a diario recibimos gran cantidad de radiación electromagnética: radio, televisión, teléfonos móviles...

sábado, 1 de marzo de 2014

La alotropía en la conquista del polo

Año 1910: ningún pie humano ha hollado el polo sur. Un inmenso desierto blanco con temperaturas que pueden bajar a ochenta y nueve grados bajo cero y vientos que alcanzan doscientos o trescientos kilómetros por hora espera a los aventureros que osen pisarlo. Dos equipos compiten por el prestigio de llegar los primeros: el encabezado por el noruego Roald Amundsen y el del inglés Robert Scott. Amundsen confía su vida a unos perros adiestrados y los animales no le fallan: en diciembre de 1911 alcanza el polo austral. Scott confiaba más en la tecnología: llegó unas semanas más tarde.

Contribuyó al fracaso de Scott la ignorancia de las características del estaño que, en la naturaleza, se presenta de dos maneras: como estaño blanco, con el que se trabaja y como estaño gris, un polvo que para nada sirve. El combustible líquido de la expedición se transportaba en recipientes soldados con estaño blanco que, a causa del intenso frío, se convirtió en estaño gris: los recipientes se desoldaron y se derramó el combustible. Hoy sabemos que la transformación -apellidada peste del estaño- se produce cuando la temperatura desciende de trece grados centígrados (aunque admite disminuciones de veinte o treinta grados).

La existencia de variedades de un mismo elemento y su transformación recíproca tienen una enorme importancia industrial. A la temperatura del ambiente cada átomo del hierro está rodeado por ocho átomos, en cambio a una elevada temperatura por doce; ambos sólidos son muy distintos pues el primero es blando y el otro, duro. ¿Se podría conseguir el segundo a la temperatura del ambiente? Sí, mediante el templado, un procedimiento metalúrgico habitual. El hierro se calienta al rojo y a continuación se sumerge en agua o aceite; el rápido enfriamiento impide que la estructura de alta temperatura tenga tiempo para transformarse, y por ello se mantiene en condiciones impropias. Quizá el experto lector alegue que el hierro puro no se puede templar: tiene razón, se templa el acero, o sea, hierro con un pequeño porcentaje de carbono; el carbono obstaculiza la transformación del hierro duro en hierro blando.

Además del estaño y del hierro, otros elementos químicos -el azufre rojo y amarillo o el fósforo blanco y rojo- muestran estructuras químicas diferentes, una característica que los científicos nombran alotropía; y que se manifiesta con esplendor en el carbono: tanto el grafito de los lapiceros como el diamante de una corona constan de átomos de carbono unidos de diferente manera. ¡No lo parece!