En el año 2019 ardieron cinco millones y medio de hectáreas en el Ártico. En el mismo año los incendios en la Unión Europea aumentaron el cuarenta por ciento. En 2019, en Brasil, los incendios devoraron casi seis millones de hectáreas, en Bolivia cinco millones; en Indonesia, más de un millón y medio. En otoño e invierno de 2019 a 2020 los incendios arrasaron doce millones de hectáreas en Australia. En África se concentran siete de cada diez focos de incendio del mundo. Sí, los incendios constituyen un problema y entre ellos ha aparecido un nuevo fenómeno: los incendios de sexta generación; cuando el fuego es tan potente que lanza columnas de aire muy caliente a la troposfera que, al enfriarse allí, caen hacia el suelo, provocando muchos focos secundarios; a su peligrosidad estos incendios de última generación (o tormentas de fuego o tormentas ígneas) añaden un comportamiento engañoso. ¿A qué se deben? A la combinación de olas de calor y sequías prolongadas -efectos del cambio climático-, a una vegetación abundante en los bosques -porque el éxodo rural (más de la mitad de la humanidad ya vive en ciudades) hace que aumente la vegetación forestal-, y a las políticas de exterminio del fuego que evitan que la masa vegetal combustible se consuma poco a poco. El resultado del conjunto de todos estos factores genera un incendio de intensidad inusitada, y cerca de zonas pobladas. En pocas décadas hemos pasado de vivir del bosque a defendernos de él.
Hasta ahora la detención de los incendios forestales se ha basado en la extinción del fuego. Esta estrategia más que solución, ha cronificado el problema. Los datos estadísticos nos indican que en España, Francia y Portugal el noventa y ocho por ciento de los incendios consume el cuatro (y seis décimas) por ciento de la superficie quemada, y el dos por ciento restante arrasa el noventa y cinco (y cuatro décimas) por ciento de dicha superficie. Los datos muestran la paradoja: cuanto mayor sea la eficacia con que apagamos los incendios de pequeña y media envergadura, mayor será la acumulación de combustibles en el monte que alimentarán al próximo mega-incendio: en conclusión, nos hemos vuelto más ineficaces en la detención de los incendios más dañinos; la estrategia actual no ha mejorado, sino empeorado la situación, porque si bien cada vez hay menos incendios, los grandes se vuelven enormes, superando nuestra capacidad de extinción.
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