Acompañante
en la mesa, promotora de sociabilidad, beneficiosa para la salud o factor de
destrucción, durante los últimos diez mil años la alcohólica fue la bebida
diaria más popular y no hubo otro alivio al dolor hasta el siglo XX. En un
mundo donde el agua estaba contaminada, el alcohol se ganó el calificativo que
le dieron los medievales: agua de vida.
Probablemente
el primer contacto humano con el alcohol se debió a la fermentación de la miel;
la cerveza, producto de la fermentación de cereales, debió esperar a la
agricultura, el descubrimiento de la fermentación de las uvas requirió más
tiempo. La agricultura promueve la aparición de aldeas y ciudades; y eso entraña
proveer a sus habitantes de agua saneada; pero el abastecimiento, contaminado por
los desechos, provocaba enfermedades infecciosas; por eso, hasta la instalación
de los sistemas de abastecimiento de agua saneada en el siglo XIX, nuestros
antepasados no pudieron beber agua sin arriesgarse a enfermar. Sin embargo, únicamente
los occidentales, desde los babilonios, egipcios y griegos, tenemos una cultura
ligada a la cerveza y al vino, quizá porque también poseemos un gen capaz de
producir la enzima alcohol deshidrogenasa que metaboliza el alcohol; gen que no
tiene la mitad de los orientales; aunque ellos se libraron de las enfermedades
por la costumbre de hervir el agua para preparar el té.
Tras
nueve mil años de consumo de aguamiel, cerveza y vino, el invento de la
destilación -alrededor del año 1100- permitió obtener licores y superar el tope
de dieciséis grados de concentración etílica que producen las fermentaciones. Siendo
tantas y tan variadas, las bebidas alcohólicas no tuvieron competencia hasta la
aparición del té, el café y las bebidas de cacao, en el siglo XVII.
Todos
los beneficios de antaño no lo son hogaño; en el siglo XIX se demostró que el
alcoholismo era una enfermedad. Hoy sabemos que el consumo de alcohol se asocia
a la cirrosis hepática, a algunos cánceres, patologías neurológicas y
osteoporosis; que una dosis excesiva puede causar coma, parálisis respiratoria
e incluso la muerte; y que el porcentaje de curación no llega a uno de cada
tres alcohólicos. Hasta hace poco, suponíamos que los efectos del alcohol en el
cerebro se debían a su capacidad para alterar los lípidos de las membranas
celulares; sin embargo, la investigación actual sugiere que el etanol también interfiere
-de forma desconocida- con las moléculas receptoras de los mensajeros químicos cerebrales.
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