sábado, 13 de enero de 2018

Ambivalencia del sulfhídrico


Quienes trabajan en los pozos de petróleo saben que el sulfuro de hidrógeno, de pestilente olor a huevos podridos, constituye un riesgo laboral. Afortunados seríamos si el tóxico gas sólo fuese peligroso para ellos…
Hace doscientos cincuenta millones de años tuvo lugar la más devastadora extinción de seres vivos de la historia de la Tierra. Las emisiones de dióxido de carbono procedentes de los volcanes desencadenaron una transformación ambiental que redujo la cantidad de oxígeno en los océanos. La modificación, como es lógico, fue perniciosa para quienes necesitan oxígeno para vivir, sin embargo, las sulfobacterias, que no lo necesitan, proliferaron; este hecho tornó al ambiente más tóxico para los moradores de los mares, pues las sulfobacterias generan sulfuro de hidrogeno. Además de envenenar el océano, el tóxico gas se difundió a la atmósfera donde eliminó gran parte de la flora y fauna de las tierras emergidas. Al final de la extinción –según esta hipótesis- el noventa y cinco de las especies marinas y el setenta por ciento de las terrestres habían desaparecido.
Los organismos que sobrevivieron a la catástrofe debieron ser los que lograron tolerar el sulfuro de hidrógeno e incluso sacarle provecho, por lo que cabe pensar que los humanos, descendientes suyos, quizá hayamos retenido esa capacidad. En efecto, se ha descubierto que el venenoso gas es esencial para la reducción de la presión arterial y para la regulación del metabolismo; el sulfuro de hidrógeno, igual que el óxido de nitrógeno y el monóxido de carbono, es una molécula señalizadora. Convenientemente administrado, podría resultar beneficioso para las víctimas de ataques cardíacos o de traumatismos, a quienes mantendría con vida hasta operarlas o proporcionarles una transfusión de sangre; incluso se investiga si la hibernación con este gas permitiría suspender las funciones vitales sin afectar al cerebro. Los nutriólogos aún tienen algo que añadir; porque ellos tienen datos que indican que el ajo tiene capacidad para dilatar los vasos sanguíneos y limitar la agregación de las plaquetas, con la consiguiente reducción del riesgo de accidentes cerebro-vasculares, ataques cardíacos y dificultades renales. Los beneficios del popular condimento pudieran deberse a que algunas de sus moléculas desprenden sulfuro de hidrógeno en el organismo.
El sorprendido lector comprenderá lo apasionante que puede ser la investigación científica cuando descubre que la misma sustancia que interviene en las virtudes curativas de los ajos, también lo hace en la mayor extinción biológica de la Tierra y en la prevención de los infartos.

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