Me
encantan las paradojas. Mucho podemos aprender de ellas porque, al igual que
los buenos trucos de ilusionismo, nos causan tanto asombro que inmediatamente
queremos saber cómo se han hecho. A los primeros pensadores griegos les
resultaba paradójico que la diagonal de un cuadrado de lado unidad no pudiera
ser medida exactamente por finas que se hicieran las graduaciones de la regla:
hubo que inventar los números irracionales. Los matemáticos del XIX encontraban
paradójico que hubiese tantos números enteros como número pares: fue necesario
desarrollar la teoría de los números transfinitos. Y da igual que se trate de
paradojas matemáticas o de paradojas científicas.
Resulta lógico colegir que todas las
células animales tienen a priori la misma probabilidad de presentar cáncer; si
la deducción fuera cierta -conjeturó el biólogo Richard
Peto- los animales grandes presentarían mayor incidencia de
cáncer que los pequeños, porque contienen más células; considere el sagaz lector
que una ballena posee aproximadamente nueve mil veces más células que un ratón.
¿La naturaleza se comporta tal y como hemos teorizado? Todos los mamíferos, humanos
incluidos, desde las ardillas hasta los hipopótamos, y de las liebres a los elefantes
tienen aproximadamente la misma probabilidad de contraer cáncer; la
incidencia de la enfermedad no parece
correlacionarse con el número de
células de un organismo. Los expertos califican a esta
contradicción como paradoja de Peto.
Varias hipótesis pretenden explicar la incongruencia.
Una, que los animales pequeños y efímeros generan una mayor cantidad de radicales
libres cancerígenos. Otra, que los animales corpulentos y longevos tienen una
mayor cantidad de genes supresores de cánceres. Una tercera hipótesis se debe a
Aris Katzourakis; su autor estudió, en varias especies de mamíferos, la relación
entre el tamaño del animal y el número de retrovirus endógenos que se han
integrado en su genoma celular: encontró una correlación positiva. Antes de
continuar con el discurso he de aclarar el significado de los retrovirus
endógenos: se trata de unos virus saltadores que constituyen hasta el diez por
ciento del genoma del animal y que pueden provocar mutaciones cancerígenas donde
insertan sus genes. Colegimos que los animales corpulentos y longevos han
desarrollado una capacidad protectora para acabar con tales virus. Si la
hipótesis es cierta debemos alegrarnos, porque significa que los organismos
grandes disponen de estrategias para eludir el cáncer. No las hemos descubierto…
por ahora.
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