No
es fácil superar el adoctrinamiento. El ciudadano occidental cree que el
progreso material nunca concluirá; y muchas teorías antropológicas –elaboradas
en el siglo XIX- alimentan esa creencia; según ellas la evolución de las
culturas constituye una senda ascendente de progreso. La gente de la edad de
piedra pasaba los días buscando alimentos y las noches alrededor del fuego en incómodas
cuevas acosada por animales salvajes; sólo cuando descubrieron el secreto de la
siembra pudieron establecerse en aldeas, construir viviendas, acumular
excedentes alimentarios y disponer de tiempo para pensar; eso les condujo a la
invención de la escritura, de las ciudades y al desarrollo del arte y de la
ciencia; luego llegó la revolución industrial, y con ella las máquinas que facilitan
la vida. No, no ocurrió así. Las poblaciones del paleolítico llevaban vidas más
sanas que los pueblos que les sucedieron; durante el imperio romano había más
enfermedades que en cualquier época precedente; la esperanza de vida para los
niños ingleses de principios del siglo XIX no era muy diferente a la de veinte
mil años atrás; los cazadores paleolíticos trabajaban menos horas que los campesinos
chinos o los obreros industriales contemporáneos; más de dos tercios de la
población mundial contemporánea es casi vegetariana involuntaria, cuando durante
el paleolítico todos mantenían una dieta rica en proteínas animales.
En
las sociedades del pasado las presiones reproductoras -debidas a la falta de
medios eficaces de control de la natalidad- condujeron a una intensificación de
la producción de alimentos y bienes, que acabó agotando los recursos y
destruyendo el ambiente. Eso sucede en las sociedades contemporáneas; sólo que
nosotros apenas hemos empezado a pagar el castigo, son nuestros descendientes quienes
tendrán que trabajar más para conservar los lujos que gozamos. Lo que hoy
sucede ya ha ocurrido en el pasado; nuestra cultura no es la primera que
alcanza su límite de crecimiento, fracasa y es reemplazada por otra.
Nadie
puede negar que vivimos mejor que nuestros tatarabuelos del siglo XIX, nadie
puede negar que hemos mejorado la dieta, la salud, la longevidad y las
comodidades de miles de millones de personas. La cuestión no consiste en
determinar si los beneficios contemporáneos son reales, sino si son
permanentes. ¿La cultura actual puede considerarse el extremo de una línea
siempre ascendente, o es la última protuberancia de una curva que desciende con
tanta frecuencia como asciende? La segunda perspectiva está más de acuerdo con
los datos de la moderna antropología, sostiene Marvin Harris (el escritor duda).
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