sábado, 18 de abril de 2015

¿Es inevitable el progreso de la cultura?


No es fácil superar el adoctrinamiento. El ciudadano occidental cree que el progreso material nunca concluirá; y muchas teorías antropológicas –elaboradas en el siglo XIX- alimentan esa creencia; según ellas la evolución de las culturas constituye una senda ascendente de progreso. La gente de la edad de piedra pasaba los días buscando alimentos y las noches alrededor del fuego en incómodas cuevas acosada por animales salvajes; sólo cuando descubrieron el secreto de la siembra pudieron establecerse en aldeas, construir viviendas, acumular excedentes alimentarios y disponer de tiempo para pensar; eso les condujo a la invención de la escritura, de las ciudades y al desarrollo del arte y de la ciencia; luego llegó la revolución industrial, y con ella las máquinas que facilitan la vida. No, no ocurrió así. Las poblaciones del paleolítico llevaban vidas más sanas que los pueblos que les sucedieron; durante el imperio romano había más enfermedades que en cualquier época precedente; la esperanza de vida para los niños ingleses de principios del siglo XIX no era muy diferente a la de veinte mil años atrás; los cazadores paleolíticos trabajaban menos horas que los campesinos chinos o los obreros industriales contemporáneos; más de dos tercios de la población mundial contemporánea es casi vegetariana involuntaria, cuando durante el paleolítico todos mantenían una dieta rica en proteínas animales.

En las sociedades del pasado las presiones reproductoras -debidas a la falta de medios eficaces de control de la natalidad- condujeron a una intensificación de la producción de alimentos y bienes, que acabó agotando los recursos y destruyendo el ambiente. Eso sucede en las sociedades contemporáneas; sólo que nosotros apenas hemos empezado a pagar el castigo, son nuestros descendientes quienes tendrán que trabajar más para conservar los lujos que gozamos. Lo que hoy sucede ya ha ocurrido en el pasado; nuestra cultura no es la primera que alcanza su límite de crecimiento, fracasa y es reemplazada por otra.

Nadie puede negar que vivimos mejor que nuestros tatarabuelos del siglo XIX, nadie puede negar que hemos mejorado la dieta, la salud, la longevidad y las comodidades de miles de millones de personas. La cuestión no consiste en determinar si los beneficios contemporáneos son reales, sino si son permanentes. ¿La cultura actual puede considerarse el extremo de una línea siempre ascendente, o es la última protuberancia de una curva que desciende con tanta frecuencia como asciende? La segunda perspectiva está más de acuerdo con los datos de la moderna antropología, sostiene Marvin Harris (el escritor duda).

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