sábado, 4 de junio de 2011

Más allá de los cinco sentidos

     Tal vez el lector incauto crea que su cuerpo sólo dispone de cinco sentidos para recibir información del medio ambiente, continúe leyendo y comprobará que, afortunadamente para él, tiene algunos más. Si alguna vez ha jugado con los modelos de tamaño natural de un caballo y de un humano habrá observado que la estabilidad del bípedo es más precaria que la del cuadrúpedo. Un ingeniero no necesitaría hacer la prueba, porque ya sabe que la postura erguida es insegura, y que nuestro cuerpo está estable sólo cuando permanecemos tumbados, sentados o arrodillados. Los argumentos en los que fundamentaría su deducción son contundentes: el centro de gravedad del cuerpo humano se halla en un punto elevado, y el área del suelo en la que debe caer una vertical trazada desde el centro de gravedad, para impedir la caída, es muy pequeña (unos cien centímetros cuadrados).

     Concluyo: si no fuera porque disponemos de dos sistemas estabilizadores del equilibrio nos resultaría muy difícil permanecer de pie o caminar, e imposible subir y bajar escaleras o ejecutar acrobacias. El primero de los sistemas detectores del movimiento, el laberinto, es un órgano comparable al sistema de navegación inercial de un submarino; consta de tres tubos semicirculares perpendiculares entre sí, uno horizontal y dos verticales; los tubos (llamados canales) están llenos de líquido y dentro llevan unas células con unos pelillos que actúan de detectores del movimiento, de tal manera que, cuando la cabeza rota en cualquier dirección, al menos uno de los canales semicirculares se activará. El segundo sistema detector consta de dos saquitos llenos de una sustancia gelatinosa, que contienen unos pequeños cristales móviles y unas células con pelillos que detectan sus movimientos; el utrículo y el sáculo, que así se llaman ambas estructuras, permiten que el cuerpo se oriente respecto a la gravedad y perciba la aceleración: actúan como un sismógrafo, el aparato usado para detectar los terremotos.

     Los mecanismos encargados de mantener el equilibrio (igual que los habilitados para captar los sonidos) son frágiles y no pueden exponerse a los azares del medio ambiente: deben protegerse. Alojarlos en el oído interno, un reducido espacio de un centímetro excavado en los dos huesos temporales del cráneo, representa un extraordinario logro de ingeniería. ¡Admiremos la evolución que ha conseguido tal maravilla biológica!

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