Mientras el número de seres humanos fue limitado y las
necesidades energéticas estuvieron restringidas a la cocina y a la producción
de calor, pudo explotarse la energía sin grave perjuicio para el ambiente. Ahora,
con superpoblación, el uso de la energía conlleva destrucción; local, porque
las emisiones contaminan el suelo, el agua y el aire, y global, porque provoca
un cambio climático en el planeta. Nos hallamos ante un dilema: utilizadas
debidamente las técnicas energéticas traen bienestar a la población, pero la
creciente demanda de energía puede hacer inhabitable la Tierra.
¿Cómo se conectan la energía y el bienestar? Si bien es
verdad que la energía contribuye al bienestar: proporciona calefacción, iluminación,
cocina y sirve para la producción económica; también lo es que sus costes
(dinero, salud e impactos ambientales y socioeconómicos) lo dificultan. Durante
la mayor parte de la historia, las inquietudes humanas se han centrado en el
lado de los beneficios; y aún sucede así en los países pobres. Pero es
plausible que las regiones industrializadas ya se encuentren en un punto donde
un crecimiento energético adicional origine más costes que beneficios; quizá,
por ello, llegó la hora de modificar nuestro modelo energético si queremos
mantener los niveles actuales de prosperidad.
Hay dos maneras de caminar hacia el futuro. Una primera
vía: la del consenso. Ampliamente defendida, se basa en una continuación de las
tendencias actuales: no se espera que cambien mucho los hábitos de consumo, el
precio del petróleo subirá gradualmente, el consumo mundial de la energía
aumentará, y las emisiones de dióxido de carbono también. Está implícito en
este enfoque la hipótesis de la viabilidad de la trayectoria actual: que el
cambio climático no reviste mayor trascendencia y que los humanos podremos
adaptarnos a él. Hay una segunda vía: la transición hacia un mundo viable. Como
los humanos seguiremos dependiendo de la energía para mantener la civilización,
debemos desarrollar técnicas que garanticen la calidad del ambiente a largo
plazo. Si la humanidad opta por la primera vía (así nos lo tememos), corremos
un riesgo: si los peligros se concretan (y los síntomas son alarmantes) sabemos
que la infraestructura del sistema de producción energética actual impedirá una
respuesta rápida. ¿Qué sucederá entonces?
Para no pecar de pesimista recordaré que, para el año
2020, la Unión Europea persigue reducir las emisiones de dióxido de carbono en
un veinte por ciento, conseguir un veinte por ciento de energías renovables y
lograr un ahorro energético del veinte por ciento. ¿Será suficiente?
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