Hace bastantes años leí un
delicioso artículo en una revista científica; en él, un investigador se
lamentaba de los innumerables trabajos que tuvo que hacer para convencer a sus
colegas. El escepticismo se debía a que había encontrado un nuevo agente
infeccioso muy distinto a los ya conocidos, que no era una célula, ni siquiera
un virus, se trataba de una proteína. Stanley Prusiner, que así se apellidaba
el tozudo experimentador, había demostrado, sin lugar a dudas, que los priones
-que no eran virus, ni bacterias, ni parásitos- podían provocar enfermedades.
Inmediatamente aprecié la importancia del descubrimiento y mi pronóstico fue
contundente: merece el premio Nobel. El docto lector imaginará el asombro,
cuando no la crítica de mis contertulios, y el escepticismo que me mostraron
mis compañeros cuando les comuniqué mi opinión. Unos años después, a Prusiner
le concedieron el premio Nobel; más adelante, la aparición del síndrome de las
vacas locas, debido a la contaminación a gran escala de la carne de vacuno que
consumimos, y la aparición de la enfermedad (encefalopatía) en las personas
confirmó la importancia que el conocimiento de los priones tiene para la salud
humana.
De nuevo me encuentro en una
tesitura similar y, esta vez, quiero dejar mi pronóstico por escrito. Hasta los
años setenta del siglo pasado los biólogos creían que todos los seres vivos
formados por células sin núcleo eran bacterias: el trabajo pionero de Carl
Woese demostró que la hipótesis era
errónea. En los ambientes extremos viven las arqueas, semejantes a las
bacterias que, a pesar de carecer núcleo, tienen una historia evolutiva
diferente y, en algunos aspectos, se parecen más a las células de las plantas,
hongos y animales que a las propias bacterias. Simplificando un poco, el
investigador había encontrado algo parecido a un nuevo reino de la biosfera. Y
no es descabellado afirmar que el primer ser vivo terrestre haya pertenecido a
este grupo. Si añado que, en la actualidad, se han encontrado arqueas en
ambientes menos rigurosos como los suelos, los océanos o el intestino humano y
que –a nadie amarga un dulce- no se ha hallado, hasta la fecha, ninguna arquea
patógena, el ilustrado lector ya puede imaginar las causas por las que considero
que Carl Woese merece el Nobel… a pesar de que la fundación sueca premia
solamente los descubrimientos en fisiología y medicina, y no los exclusivamente
biológicos. ¡Qué le vamos a hacer!
1 comentario:
Estimado amigo
Tienes razón: me he equivocado; alego una mala disculpa en mi descargo: no existen nobeles de biología, sino de fisiología y medicina.
Además, no aprendo pues me encanta hacer pronósticos. Voy a hacer uno nuevo. En el año 2016 (a finales de este año) le concederán el premio Nobel a Jennifer Doudna y a Emmanuelle Charpentier; y me gustaría que también al español Francisco Martínez Mojica. Por el descubrimiento de Crispr.
Saludos cordiales
Epi
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