Los humanos estamos tan habituados a
considerarnos los amos de la creación que, aunque sólo sea de vez en cuando,
unas lecciones de humildad no le sobran a nadie; nos lo recuerda Miguel de
Cervantes cuando recoge un coloquio entre perros: “la humildad es la base y
fundamento de todas virtudes, sin ella no hay alguna que lo sea. Ella allana
inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que siempre a gloriosos fines
nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y
menoscaba la arrogancia de los soberbios”. Y ya que hablamos de la fauna: casi
todos los lectores instruidos saben que los colores que vemos nosotros, no los
ven los otros mamíferos; los toros y los perros, por ejemplo, ven colores ciertamente,
pero no todos, ellos, como muchos mamíferos, son daltónicos. ¿Existen animales
con más aptitudes ópticas? No, sin ninguna duda, contestará ufano algún lector
presuntuoso. Le recomiendo que continúe la lectura, para opinar con más
argumentos. Los humanos tenemos tres tipos de receptores en los ojos capaces de
detectar el color (como las pantallas de televisión); se trata de células que
captan un color concreto de la luz (el rojo, verde o azul), lo convierten en una
señal eléctrica y, a continuación, la envían –a través de las fibras nerviosas,
que actúan como cables transmisores- a la zona del cerebro donde se produce la
visión: la mezcla de las tres señales constituye nuestra percepción del color.
No sucede lo mismo con las aves: tienen cuatro clases de receptores, los tres
de los mamíferos y uno más, un receptor de rayos ultravioleta; la mezcla de las
cuatro señales constituye la percepción de las aves. Esto significa que dos
cuervos negros, cuyos colores son indistinguibles para el ojo humano pueden
ser, para sus congéneres, de un color tan diferente como el azul y el amarillo
para nosotros. Dicho de otra manera, la visión en color de los humanos puede
cartografiarse en la superficie de un triángulo, cuyos vértices ocupan los tres
colores fundamentales; pero para cartografiar la visión de las aves
necesitaríamos una pirámide, cuya base correspondería a los colores que vemos
los humanos y cuyo volumen representa a los colores que ven las aves.
¡Increíble! Los humildes pájaros que matan algunos niños a pedradas y ciertos
adultos a escopetazos tienen una visión que ya quisiera para sí cualquier
humano. ¿El cazador que abate una pieza pensará en el maravilloso ser que
destruye?
sábado, 29 de diciembre de 2007
sábado, 22 de diciembre de 2007
Diabluras de un diminuto diablo
La
termodinámica, la ciencia que explica el funcionamiento de la mayoría de los
motores que usamos hoy, se basa en tres leyes que un físico enunció de una
manera informal. La primera dice: “nunca puedes ganar, en el mejor de los casos
aspira a no perder”; la segunda: “sólo puedes no perder en el cero absoluto”;
la tercera: “no puedes alcanzar el cero absoluto”. Deseo remarcar que las leyes
son válidas únicamente en el ámbito macroscópico, e inaplicables a nivel
microscópico porque si no…
Los
estudiosos lectores, sobre todo los que saben mucha física, asegurarán que el
calor siempre pasa espontáneamente de un cuerpo caliente a uno frío. ¿Seguro?
¿Sí? Os propongo un experimento mental: imaginemos un recipiente lleno de aire,
y dividámoslo en dos partes iguales, separadas por una pequeña compuerta
cerrada. Si dispusiéramos de un microscopio que nos permitiera ver las
moléculas individuales, observaríamos que se mueven desordenadamente.
Calentemos el gas de la parte izquierda y mantengamos frío el gas de la
derecha; como sabemos (o deberíamos saber) que la temperatura es una manera de
medir la velocidad media de las moléculas, deducimos que las moléculas
calientes de la izquierda tienen una velocidad media superior a las frías de la
derecha; sin embargo, como son medidas medias, unas pocas moléculas de la
izquierda tienen velocidades menores que la media de la derecha, y unas pocas
moléculas de la derecha tienen unas velocidades mayores que la media de la
izquierda.
Un
diminuto ser imaginario -diablo de Maxwell apellidado- observa las moléculas
individuales, mide sus velocidades con un detector (como si fuera un guardia
civil de tráfico), y abre y cierra a voluntad la compuerta de separación entre
ambos recipientes. Cuando observa que una molécula lenta del lado caliente se
dirige hacia el lado frío, abre la compuerta y deja que cambie de lugar; hace la
misma operación cuando observa que una molécula rápida del lado frío se dirige
hacia el cálido. ¿Qué sucede entonces? En el recipiente izquierdo cada vez hay
más moléculas rápidas -por tanto su velocidad media será mayor y también su
temperatura- y en el recipiente derecho hallaremos más moléculas lentas, que
disminuyen la velocidad media y, por consiguiente, la temperatura. En resumen,
está pasando calor de un cuerpo frío a uno caliente: un proceso totalmente
prohibido por las leyes de la termodinámica ¿o no? ¿Es posible diseñar tal
artilugio?, ¿hay algún fallo en el razonamiento?
sábado, 15 de diciembre de 2007
El comercio justo y los monos
Los
economistas tradicionales sostienen la tesis de que maximizar los beneficios es
el fundamento de cualquier actividad comercial. Estoy seguro que muchos
estudiosos y sabios lectores sostendrán la misma opinión; también sospecho que
disponen de pruebas más o menos convincentes. Voy a comentar un experimento
efectuado con animales que espero les haga reflexionar sobre el asunto.
Unos
investigadores enseñaron a una pareja de monos capuchinos a intercambiar un
guijarro por un pepino; los monos comprendieron rápidamente la lógica del
cambio e intercambiaban de buena gana guijarros por pepinos. Pero los biólogos
también saben que los monos capuchinos tienen firmes preferencias
gastronómicas: concretamente, prefieren las frutas a las hortalizas.
Considerando esa particularidad los investigadores acordaron continuar el
experimento de la siguiente manera; a cambio de los guijarros dieron a uno de los monos uvas (uno de sus
manjares preferidos) en vez de pepinos. La variación, aparentemente banal, alteró
de manera radical el experimento; el otro mono, que hasta entonces seguía
animadamente el juego para obtener el pepino, de repente, se reveló, se puso en
huelga. No sólo actuaba de mala gana, sino que lanzaba los guijarros fuera del alcance del investigador, rehusaba aceptar el pepino y, en ocasiones, airado,
arrojaba los pepinos al injusto investigador. Rechazar una paga
desigual, algo que también hacemos los humanos a menudo, va contra las premisas de la
economía tradicional. Si maximizar los beneficios fuera lo único que importara,
un individuo debería tomar todo lo que pudiera sin permitir que el
resentimiento, la envidia o cualquiera otra emoción interfirieran en su elección: no actuamos así. Los etólogos
sospechan que la evolución ha seleccionado las emociones que influyen en el
comportamiento para alentar el espíritu de cooperación; a corto plazo, preocuparse
de lo que obtienen los demás parece irracional; pero a la larga evita
que se aprovechen de uno. Nosotros, como los demás primates, debemos
protegernos de los egoístas explotadores y repartir con equidad los beneficios
de las tareas colectivas; por ello compartimos con quienes nos ayudan y
exhibimos intensas emociones de rechazo cuando se defraudan nuestras
expectativas de cooperación: desalentar la explotación resulta fundamental para que la cooperación
persista en un grupo. La indignación ante tratos injustos y otras reacciones
emocionales (que no racionales) acompañan a las negociaciones entre hombres y
entre animales, explican algunos comportamientos humanos y forman parte de
nuestro bagaje genético. Parece que, además de competitivos, somos primates
cooperadores. Tenemos motivos para estar felices.
sábado, 8 de diciembre de 2007
La teoría de la relatividad y una posible causa de divorcio
Estamos tan habituados a considerar que
los acontecimientos de nuestro pequeño planeta -que suceden a velocidades y
gravedades moderadas- representan la normalidad, que tendemos a pensar que debe
ocurrir lo mismo en otros lugares del universo. ¡Nos equivocamos! Pero
necesitamos de instrumentos muy precisos y de un ingenio muy agudo para
comprobarlo. La teoría de la relatividad es una de esas muestras de ingenio
humano que hasta el más sagaz de lo jugadores del sudoku se queda pasmado,
cuando la comprende. A un científico, llamado Albert Einstein, se le ocurrió
una teoría que, entre otras conclusiones, establece que el reloj de un físico viajero
va más despacio que el reloj de otro físico inmóvil; además, propone una
ecuación para hacer el cálculo de la cantidad exacta del retraso del reloj;
conociéndola, deducimos que, cuanto más se acerque la velocidad del físico
viajero a la increíble cantidad de trescientos mil kilómetros por segundo, se
notará más la anomalía. Esta proposición de la relatividad es tan contraria al
sentido común, que uno no puede dejar de preguntarse si no se trató de un mal
sueño de Einstein. Son tan escépticos los científicos que no creen en la bondad
de una teoría si antes no la someten a una serie de pruebas; y eso hicieron:
situaron cronómetros muy precisos en satélites y comprobaron que el tiempo
marcado por los cronómetros terrestres era distinto del medido en órbita, y en
las cantidades que pronosticaba la teoría; otros científicos prefirieron
emplear unos electrones pesados (técnicamente llamados muones) para hacer las comprobaciones;
estas partículas viven más tiempo (tardan más en desintegrarse) cuando se
mueven, que cuando permanecen en reposo, y justo la cantidad predicha por
Einstein.
Ya
que podemos aceptar como cierta la relatividad, juguemos un poco con ella. Si
un astronauta viajara a velocidades muy altas, su tiempo caminaría más lento,
por lo que, al regresar a la Tierra, podría encontrar que su viaje duró, según
un calendario terrestre, medio siglo, aunque en su calendario sólo hubiera
transcurrido un año. Hagamos un sencillo cálculo, si el astronauta y su cónyuge
tenían ambos treinta años al comenzar el viaje; a su término, el astronauta
tendría treinta y uno y su cónyuge ochenta ¿Se reconocerían al encontrarse? ¿Continuarían
amándose o se divorciarían?
sábado, 1 de diciembre de 2007
¿Eran inteligentes los humanos primitivos?
No
dudo que los animales sean inteligentes, pero lo son de una manera distinta a
nosotros; y al hablar de inteligencia me refiero al pensamiento simbólico, o a
la conciencia, o como quiera llamársela. Igual que la vida es cualitativamente
diferente de la materia, entiendo que la inteligencia humana también resulta
cualitativamente diferente de la animal. Y considero a la conciencia como una
propiedad emergente, atribuyéndole el mismo sentido que puede tener la superconductividad:
un sólido no presenta más o menos superconductividad, o la tiene o no.
El
registro fósil nos informa que los humanos diferimos de los simios en tres
rasgos biológicos: el aumento del volumen del cerebro, la locomoción con dos
piernas y la remodelación de la mandíbula. La inteligencia debe depender del
tamaño del cerebro, pero se trata de una cuestión compleja, porque los tamaños
cerebral y corporal están mutuamente relacionados. Aclaro: un gigantesco
dinosaurio tendrá un cerebro mayor que un humano, pero no será más inteligente;
porque usará su cerebro casi íntegramente para recibir la inmensa cantidad de
datos de los sentidos de un cuerpo descomunal, y para mover una enorme cantidad
de músculos, mientras que la mayor parte del cerebro humano, libre de funciones
corporales, se emplea en el pensamiento. Por tanto, considero necesario, para
la aparición de una inteligencia superior, que no sólo el tamaño del cerebro
sea grande, sino también que sea desproporcionadamente grande respecto al cuerpo.
Con esta premisa juzgo que ningún otro animal que existe -o existió- reúne las
características para tener una inteligente superior.
¿Y
los homínidos? Durante dos millones y medio de años los primitivos humanos
únicamente emplearon utensilios estrictamente utilitarios. Pero en el breve
período que va de hace cuarenta y cinco mil años a hace cuarenta mil, la
cultura cambió más que en cualquier época anterior; aparecieron los primeros
objetos de naturaleza simbólica: adornos del cuerpo o representaciones de la
naturaleza. Tal creación técnica y artística significa que había aparecido la
primera cultura cuyos miembros poseían la capacidad para el pensamiento y
comunicación simbólicos, en otras palabras, eran conscientes. Ignoramos por qué
sucedió, pero atribuimos el fenómeno a procesos culturales, no biológicos. ¿Qué
innovación provocó la transformación? No hay mejor alternativa que el lenguaje,
aunque ignoremos cómo surgió.
Ninguno
de los homínidos anteriores poseía conciencia, porque ninguno fue capaz de crear
objetos de naturaleza simbólica como lo hicieron los Homo sapiens; únicamente ellos
tenían el cerebro adecuado para que surgiese la inteligencia superior.
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