sábado, 29 de marzo de 2008

¿Podrán pensar los robots?


En contraste con la irrupción de los ordenadores en nuestros hogares, el desarrollo de la robótica ha incumplido las predicciones: los robots autónomos aún no existen; y no es el cuerpo, sino el cerebro el que se encuentra muy por debajo de las necesidades que exige un robot humanoide. A pesar de los inmensos éxitos conseguidos en la capacidad de cálculo, de reconocimiento de textos o del habla, los ordenadores no pueden competir con los humanos en funciones, como la navegación, que demandan un reconocimiento del espacio. Y -argumentan los expertos- se debe a que nuestro cerebro no es un ordenador de uso general, sino uno especializado en tareas que le permitieron sobrevivir en la naturaleza.

Hans Moravec opina que, si sigue el ritmo de avance actual, durante este siglo podrá construirse un sistema artificial lo suficientemente complejo como para que, al programarlo, haga lo mismo que un cerebro (el investigador sostiene la tesis de que la mente es al cerebro lo que un programa de informática es a un ordenador). ¿Qué velocidad de procesamiento necesitaría tal sistema artificial para comportarse como un cerebro humano? Nuestros conocimientos de neurología nos permiten hacer una estimación: cien billones de instrucciones por segundo, un millón de veces la potencia de un ordenador personal normal.

Los robots actuales tienen la inteligencia de un insecto (en el año 2005 un vehículo autónomo, sin piloto, recorrió doscientos kilómetros del desierto de Mojave, en EEUU y regresó al punto de partida en siete horas). Pronto aparecerán los robots de primera generación, con la inteligencia de un lagarto, que únicamente atenderán las contingencias previstas en sus programas, su capacidad alcanzará los cinco mil millones de instrucciones por segundo. Los robots de la segunda generación, con la inteligencia de un ratón y una capacidad de cien mil millones de instrucciones por segundo, ya podrán aprender y adaptarse al medio. En una tercera generación, los robots con la inteligencia de un mono, y una potencia de cinco billones de instrucciones por segundo, aprenderán muy deprisa a partir de simulaciones mentales. Los robots universales de cuarta generación capaces, como la mente humana, de procesar cien billones de instrucciones por segundo, estarán equipados con potentes programas de razonamiento que les permitirán poseer capacidades de generalización y abstracción. ¡Los robots habrán alcanzado entonces la inteligencia de los humanos! ¿Y después?

sábado, 22 de marzo de 2008

Mario Capecchi: la conversión de un pilluelo en Nobel


Aventuro que la vida de Mario Capecchi, Nobel de Medicina en el año 2007, proporcionará, en un futuro no lejano, un magnífico guión para una película de Hollywood. Sólo quince años separan a un jovencísimo ladronzuelo italiano de un doctorando cuya tesis dirige James Watson, el codescubridor de la estructura del ADN. Mientras su madre permanecía en el campo de concentración de Dachau, y sin familia que lo atendiese, el futuro Nobel dormía en edificios bombardeados y robaba pan en las calles de la Italia en guerra. Recién llegado a los Estados Unidos, ingresó en la escuela con nueve años, sin saber inglés, ni leer ni calcular. Dice el Doctor Capecci: los genios deben buscarse lo mismo en las exquisitas mansiones que en las humildes cabañas. La sociedad debe educar a los parias, incluso a los pilluelos malnutridos y analfabetos que vagan por las calles, porque no se puede predecir quienes van a descollar. ¡Tiene razón! Su propia vida lo atestigua.
¿Y qué hizo Mario Capecchi para merecer el Nobel? Desarrolló la técnica de sustitución dirigida de genes: un investigador altera cualquier gen del genoma de un ratón, e introduce el gen cambiado en una célula; a continuación permite que se desarrolle un embrión cuyas células contienen el genoma alterado. Evaluando las consecuencias sobre el desarrollo del animal genéticamente anormal, el biólogo puede desentrañar las peculiaridades del gen en cuestión. Concretemos: si el investigador sospecha que un gen determinado participa en el desarrollo cerebral, crearía embriones de ratón cuyo gen normal estuviera anulado. Si debido a esa operación nacieran ratones con malformaciones en el cerebelo, sabría que el gen usado era decisivo para la formación del cerebelo.
La sustitución génica ha despertado un gran entusiasmo entre los expertos; probablemente, porque pretenden averiguar cómo intervienen los genes de los mamíferos en los procesos biológicos, y los métodos clásicos, fructíferos para abordar estos procesos con bacterias, gusanos o moscas, no se adaptan bien a seres más complejos. Los experimentadores esperan que las pruebas de sustitución génica con los ratones resulten útiles a los humanos: tanto para iluminar el desarrollo embrionario o la constitución del sistema inmunitario, como para entender el funcionamiento del cerebro, y también para averiguar cómo ciertos defectos genéticos se traducen en enfermedades. Aún más, ya se aplica esta técnica para causar enfermedades en ratones, -entre otras, el cáncer y la aterosclerosis-, primer requisito para abordar su curación. Impacientes aguardamos el diseño de nuevas terapias.

sábado, 15 de marzo de 2008

Juego sobre la nada y el infinito


            Estimado lector inteligente, cuando los físicos aseguran que el universo es infinito, todos creemos entender la afirmación. ¿Realmente es así? Lo dudo, porque el concepto de infinito se nos escurre con la misma facilidad que el agua cogida con las manos. Veamos. Si te preguntase si prefieres cero euros o infinitos euros estoy seguro que, sin dudarlo, escogerías la segunda posibilidad, porque crees que el infinito es mayor que cero, no igual. Yo no estaría tan seguro: te propongo el siguiente experimento mental. Tienes infinitas bolas; pinta un número entero en cada una empezando por el uno, dos, tres, y así sucesivamente. Cuando falte una hora para las doce, toma las diez bolas que tienen pintados los números del uno al diez y mételas en una bolsa; a continuación saca la bola marcada con el número uno. Cuando falten ½ horas para las doce, toma las diez bolas cuyos números pintados van del once al veinte, y mételas en la bolsa anterior; a continuación, saca la bola marcada con el número dos. Cuando falten 1/3 horas para las doce, toma las diez bolas que tienen pintados los números del veintiuno al treinta, y mételas en la bolsa anterior; a continuación, saca la bola marcada con el número tres. Continúa con el mismo proceso de meter diez y sacar una, hasta llegar a las doce en punto. ¿Cuántas bolas contiene la bolsa? Leamos la argumentación de la doctora Matem: en cada paso se meten diez bolas y se saca una, o sea que se introducen nueve; como para llegar a las doce hubo que efectuar infinitos pasos 1, ½, 1/3, ¼, 1/5 , 1/6 ... , en total se habrán metido infinitas bolas, en resumen, la bolsa tiene infinitas bolas. Los argumentos del doctor Ático difieren radicalmente de los de su colega: dígame un número cualquiera, pregunta. ¿El setenta? Cuando faltaban 1/70 horas para las doce sacaron la bola que llevaba pintado el número 70. ¿El doscientos? Cuando faltaban 1/200 horas para las doce sacaron la bola que llevaba pintado el número 200. Cualquiera de las bolas numeradas ya la han sacado antes de llegar a las doce, es decir, han sacado todas, lo que significa que el saco está vacío. ¿Quién de los dos matemáticos tiene razón?, ¿la que dice que la bolsa tiene infinitas bolas o el que afirma que no tiene ninguna? ¿Será, acaso, el cero igual al infinito?

sábado, 8 de marzo de 2008

¿Los seres vivos son máquinas?


Acierta Arthur Koestler cuando afirma que “cuando uno se mira en el espejo después de haber leído “El mono desnudo” [escrito por Desmond Morris], ya no se ve de la misma manera.” La comparación del comportamiento del Homo sapiens –un mono muy parlanchín, sumamente curioso y multitudinario- con el de otros mamíferos, ante el sexo, la crianza, la lucha o la alimentación, nos depara sorpresas inauditas; tantas como la lectura de “El gen egoísta” de Richard Dawkins; ambos libros tienen el inmenso mérito de hacernos reflexionar profundamente sobre las repercusiones de la evolución biológica en la naturaleza humana. Concretamente, el propósito del segundo libro, según su autor, es examinar la biología del egoísmo y altruismo; y resulta obvia la importancia del tema pues afecta a toda nuestra vida social. Resalto, antes de continuar con la crítica, una oportunísima advertencia del profesor Dawkins: “No estoy defendiendo una moralidad basada en la evolución. Estoy diciendo cómo han evolucionado las cosas.”
Reproduzco algunas de las discutidas tesis de doctor Dawkins “la unidad fundamental de selección,… no es la especie, ni el grupo, ni siquiera, estrictamente hablando, el individuo. Es el gen”. El primer reproductor fue una molécula, se trata del primer gen sobre el que empezó a actuar la selección natural. ¿Serían estas moléculas reproductoras seres vivientes? Carece de importancia -argumenta el eminente biólogo-, los reproductores que sobrevivieron fueron aquellos que construyeron máquinas de supervivencia para vivir en ellas. “Nosotros, al igual que todos los demás animales somos máquinas creadas por nuestros genes”. Ante esta rotunda y polémica afirmación aventuro un comentario: me resulta difícil asumir la hipótesis de Dawkins. Sospecho que los campos que siembra la biología a finales del siglo XX, ya los trilló la física en el siglo XIX. ¡Y no se trata de ningún menosprecio! La teoría de la relatividad, la mecánica cuántica o la teoría del caos han obligado a los físicos a abandonar la interpretación que considera al mundo como una gigantesca máquina (en otras palabras, han renunciado al determinismo): el universo, para suerte o desgracia nuestra, resulta mucho más complicado y apenas comenzamos a penetrar en sus velados secretos. Considero que los ecosistemas, los animales o los humanos, son entes más complejos (¡y no digo que no puedan llegar a entenderse!) que las máquinas y que el azar juega un importante papel en la evolución biológica.

sábado, 1 de marzo de 2008

Sobre la curiosa velocidad de la luz

Somos animales visuales. Para conocer el mundo que nos rodea, la vista es nuestro sentido por excelencia y sinónimo de la verdad: si no lo veo, no lo creo, aseguramos a menudo. Estamos tan habituados a vivir en un universo dominado por la luz que con frecuencia nos olvidamos de la excepcionalidad de su comportamiento. Para empezar, la luz es una radiación electromagnética que viaja en línea recta habitualmente… pero no siempre, cuando encuentra en su camino objetos o agujeros muy pequeños curva su trayectoria. Una radiación –decía- que somos incapaces de ver en su mayor parte: las microondas, los infrarrojos, los ultravioleta o los rayos X permanecen invisibles para nosotros. Además, los físicos aseguran que no existe señal en el universo que pueda viajar a mayor velocidad que la luz en el vacío: ningún tipo de radiación, desde los letales rayos gamma hasta las, aparentemente, inocuas radioondas puede desplazarse en el espacio vacío a una velocidad superior. Los rayos alfa y beta que emite cualquier material radiactivo, o los rayos cósmicos que llegan a la Tierra procedentes del espacio exterior, o cualquier partícula de materia ni siquiera pueden alcanzar ese límite; y resulta curiosa esta cota, porque estamos tentados de asegurar que si empujamos una trocito de materia, ésta cada vez viajará más rápido. No sucede así, cuando la partícula se mueve a velocidades próximas a la de la luz, el empujón que sufre no aumenta su velocidad, sino su masa: su velocidad, por mucho que lo intentemos, nunca llega al valor de la velocidad de la luz.
Por otro lado, sabemos que la luz solar tarda ocho minutos en llegar a la Tierra. Si por alguna circunstancia, no previsible, el Sol explotara, los terrestres no nos enteraríamos hasta ocho minutos después: dicho con otras palabras, durante ocho minutos estaríamos viendo una estrella que ya no existe. ¿Se ha sorprendido el cauto lector? Para completar el pasmo añado que la luz que ahora vemos de Betelgeuse, la estrella gigante de la constelación de Orión, salió de la estrella cuando Cristóbal Colón todavía no había llegado a América. Y aún me queda otro dato por añadir: no sólo la luz viaja a trescientos mil kilómetros por segundo, a la gravedad le sucede lo mismo; durante ocho largos minutos la Tierra continuaría girando, atraída por la gravedad de una estrella inexistente. ¡Qué le vamos a hacer!