La
hora, el mediodía de un soleado día de invierno. El lugar, un cabo que, entre
la ría de Pontevedra y la de Vigo, mira hacia las islas Cíes. Apenas unos
metros de donde el meditabundo escritor contempla el océano, un delfín rompe la
azulada superficie marina, después otro y otro más, una manada de decenas de
alegres cetáceos cruza delante del maravillado observador.
Los
seiscientos ejemplares de arroaces (delfines mulares) que habitan en las Rías
Bajas gallegas son la comunidad más numerosa del suroeste europeo; carnívoros
que usan variadísimas técnicas de caza, se califican entre las especies vivas más
inteligentes. Como otros cetáceos, los delfines utilizan una amplia gama de
sonidos para comunicarse, orientarse y cazar sus presas: frecuencia modulada,
ráfagas de impulsos y clics. Para los humanos que oímos sonidos cuya frecuencia
se encuentra entre veinte y veinte mil hertzios, el universo auditivo de las
marsopas (delfines) resulta inimaginable: perciben ondas sonoras cuya frecuencia
se halla comprendidas entre ciento cincuenta y ciento cincuenta mil hertzios, lo
que significa –no lo olvide el sorprendido lector- que oyen ultrasonidos, inaudibles
por nosotros.
Cierto
que nuestra capacidad para captar y emitir sonidos permitió que apareciese el
lenguaje simbólico y con él la conciencia; pero nosotros obtenemos información
sobre el ambiente, sobre todo, con la vista; no hacen lo mismo los delfines, se
sirven de un órgano con forma de huevo -el melón-, que se encuentra en su frente
y forma parte de su aparato nasal, para la ecolocación. Los delfines pueden
emitir breves ráfagas de impulsos sonoros –clicks-, y captar los ecos
reflejados por el ambiente; su interpretación y análisis les proporciona información
sobre la forma, velocidad, distancia y dirección de los objetos del entorno; esta
capacidad les facilita una precisa localización de los objetos y otorga a estos
animales un sistema sensorial único en el océano.
Los
humanos hemos aprendido a producir y recibir infrasonidos y ultrasonidos, ambos
inaudibles; y sabemos que el alcance de los primeros (su frecuencia es inferior
a la mínima audible por un humano) es muy superior a los sonidos. A nadie
extrañará, por tanto, que ya se usen sonares activos de baja frecuencia, cuyo
alcance llega a decenas de kilómetros, y que emiten a una intensidad relativa de
doscientos decibelios (cien millones de veces superior al límite humano del
dolor). No se ha confirmado, pero probablemente estos infrasonidos desorienten
o maten a las ballenas: espero que el lector compasivo se haya conmovido.
2 comentarios:
Estimado amigo
1º El sonar activo consta de un emisor de sonido y un receptor. El sonar pasivo detecta sin emitir.
2º Probablemente los emisores de sonido confunden a los animales que usan ecolocalización; y por eso se desorientan y encallan.
3º Después de maniobras militares en las Islas Canarias (2002) se observaron ballenas encalladas que mostraban lesiones por burbujas de gas (indicativas de síndrome de descompresión): un artículo en la revista Nature (2003) planteó la hipótesis que las emisiones de sonar eran la causa del fenómeno.
4º Bahamas (2002): pruebas con el sonar, hechas por la Armada de Estados Unidos, provocaron la encalladura de diecisiete ballenas. Se demostró que las ballenas muertas habían sufrido hemorragias internas inducidas por el sonido.
Saludos de Epi
Estimado amigo
Con intensidades relativas de sonido audible de 170 decibelios (o lo que es lo mismo cien kilovatios cada metro cuadrado de intensidad) puede romperse el tímpano humano; con 130-140 decibelios se produce dolor.
Saludos
Epi
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