Cuando debatía con
unos amigos el mérito de los grandes caudillos de la antigüedad -Aníbal Barca,
Julio César y Alejandro de Macedonia-, surgió el problema de la licitud de la
guerra, o lo que es lo mismo, en qué circunstancias es permisible el uso de la
violencia. Me intrigó la falta de argumentos objetivos sobre el tema; al
buscarlos hallé un artículo de Brian Hayes (Estadísticas de los
conflictos bélicos, 2004)
que aporta interesantes datos.
Desde un punto de
vista demográfico la guerra carece de importancia, las bajas suponen en torno
al uno por ciento de los fallecimientos; si se trata de evitar la pérdida de
vidas sería más eficaz remediar los siniestros de tráfico que abolir las guerras.
Sin embargo, nadie es capaz de contemplar la guerra así; hay algo en ella que
provoca emociones violentas, nadie permanece insensible. Las mismas pasiones inflamadas
interfieren en su estudio; la ideología propia constituye un problema.
Lewis F. Richardson
fue pionero en el estudio cuantitativo del fenómeno; esperaba que la
recopilación estadística de datos de muchos conflictos bélicos compensase los
sesgos y permitiese hallar regularidades objetivas. El investigador clasificó
las guerras atendiendo a su magnitud que definió como el logaritmo del número
de muertos; un millón tendría magnitud seis, y a un muerto le correspondería
una magnitud cero. El primer lugar de la clasificación lo ocupan los conflictos
de magnitud siete: las dos guerras mundiales del siglo XX abarcan el sesenta
por ciento de todas las muertes; el segundo lugar, lo ocupan los conflictos de
magnitud cero, que agrupa la sexta parte de defunciones; el resto de las
guerras produjeron menos de la cuarta parte de las muertes.
Lo más extraño de la
colección de datos de Richardson es que no refleja tendencias; el investigador no
identificó factores sociales, económicos o culturales causantes de las guerras.
Halló, en cambio, que la frecuencia con que se desencadenan conflictos sigue
una distribución de Poisson, lo que induce a pensar que las guerras son procesos
aleatorios; el caos sería el factor predominante en la explicación. Los datos
sugieren que las guerras se asemejan a los huracanes o terremotos; no sabemos
por anticipado dónde o cuándo se va a producir uno concreto, pero sí cuántos
esperamos en un plazo largo; podemos calcular el número de víctimas, pero no
quienes serán. Esta consideración de las guerras como catástrofes aleatorias
nada tiene de reconfortante porque no sugiere plan de actuación para quienes
deseamos reducir la violencia.