sábado, 26 de enero de 2013

¿Es posible prevenir las guerras?

Cuando debatía con unos amigos el mérito de los grandes caudillos de la antigüedad -Aníbal Barca, Julio César y Alejandro de Macedonia-, surgió el problema de la licitud de la guerra, o lo que es lo mismo, en qué circunstancias es permisible el uso de la violencia. Me intrigó la falta de argumentos objetivos sobre el tema; al buscarlos hallé un artículo de Brian Hayes (Estadísticas de los conflictos bélicos, 2004) que aporta interesantes datos.

Desde un punto de vista demográfico la guerra carece de importancia, las bajas suponen en torno al uno por ciento de los fallecimientos; si se trata de evitar la pérdida de vidas sería más eficaz remediar los siniestros de tráfico que abolir las guerras. Sin embargo, nadie es capaz de contemplar la guerra así; hay algo en ella que provoca emociones violentas, nadie permanece insensible. Las mismas pasiones inflamadas interfieren en su estudio; la ideología propia constituye un problema.

Lewis F. Richardson fue pionero en el estudio cuantitativo del fenómeno; esperaba que la recopilación estadística de datos de muchos conflictos bélicos compensase los sesgos y permitiese hallar regularidades objetivas. El investigador clasificó las guerras atendiendo a su magnitud que definió como el logaritmo del número de muertos; un millón tendría magnitud seis, y a un muerto le correspondería una magnitud cero. El primer lugar de la clasificación lo ocupan los conflictos de magnitud siete: las dos guerras mundiales del siglo XX abarcan el sesenta por ciento de todas las muertes; el segundo lugar, lo ocupan los conflictos de magnitud cero, que agrupa la sexta parte de defunciones; el resto de las guerras produjeron menos de la cuarta parte de las muertes.

Lo más extraño de la colección de datos de Richardson es que no refleja tendencias; el investigador no identificó factores sociales, económicos o culturales causantes de las guerras. Halló, en cambio, que la frecuencia con que se desencadenan conflictos sigue una distribución de Poisson, lo que induce a pensar que las guerras son procesos aleatorios; el caos sería el factor predominante en la explicación. Los datos sugieren que las guerras se asemejan a los huracanes o terremotos; no sabemos por anticipado dónde o cuándo se va a producir uno concreto, pero sí cuántos esperamos en un plazo largo; podemos calcular el número de víctimas, pero no quienes serán. Esta consideración de las guerras como catástrofes aleatorias nada tiene de reconfortante porque no sugiere plan de actuación para quienes deseamos reducir la violencia.

sábado, 19 de enero de 2013

¿Nuestra galaxia afecta a la biosfera?

¿Influyen los astros en la vida? El Sol, seguro, la Luna también. Los planetas, casi nada. ¿Y las estrellas? En las regiones polares el viajero se deleita con la magnificencia de las auroras, cuyos tonos verdes (debidos al oxígeno) le parecen delicadamente hermosos; extasiado, observa los efectos de magnetismo terrestre, magnetismo que envuelve al planeta en una esfera (magnetosfera) protectora del viento solar, perjudicial para la vida. El magnetismo del Sol tiene la misma función, por una parte crea la heliosfera, cuyo límite marca la frontera del sistema solar, más allá se halla el medio en el que se mueven las estrellas; por otro, nos sirve de escudo contra los rayos cósmicos, dañinos para los seres vivos. Como habrá deducido el astuto lector, el aumento de la intensidad de los rayos cósmicos perturba la biosfera: el paso del Sol por los brazos espirales de la galaxia, que contienen supernovas emisoras de rayos cósmicos, lo hace; Adrian Melott y Mikhail Medvedev han sugerido otra posibilidad: el movimiento de la Vía Láctea hacia el cúmulo de galaxias de Virgo podría generar un arco de choque galáctico -en el lado (norte) de la Vía Láctea que está frente al cúmulo-, similar a la onda de choque creada por un avión supersónico: el sistema solar estaría entonces más desprotegido de los rayos cósmicos cuando, durante su órbita en la Vía Láctea, se hallase encima del plano galáctico.

La influencia del Sol no se detiene en la heliosfera: su gravedad se extiende mucho más allá, si la distancia del Sol a la Tierra midiese un centímetro, la frontera de la heliosfera se hallaría a medio metro, pero el límite de la gravedad debería buscarse en el medio kilómetro, casi un año luz; allí se encuentra la nube de Oort, nido de la mayoría de cometas: entre uno y cien billones están esperando que una leve perturbación los precipite hacia su estrella madre. Y las fuerzas gravitatorias que actúan sobre el sistema solar, durante su órbita a la galaxia, es posible que desestabilicen la nube; ya sea porque atraviesa repetidamente los brazos espirales galácticos, que albergan multitud de nubes moleculares, ya porque atraviesa periódicamente el plano de la galaxia. Seguro que el perspicaz lector ya habrá adivinado qué sucedería si un cometa (abandonada la nube de Oort) chocara con la Tierra en su camino hacia el Sol.

Sí, a quienes buscan en el espacio la causa de alteraciones en la biosfera les queda mucho trabajo que hacer.

sábado, 12 de enero de 2013

La ecolocación de los delfines

La hora, el mediodía de un soleado día de invierno. El lugar, un cabo que, entre la ría de Pontevedra y la de Vigo, mira hacia las islas Cíes. Apenas unos metros de donde el meditabundo escritor contempla el océano, un delfín rompe la azulada superficie marina, después otro y otro más, una manada de decenas de alegres cetáceos cruza delante del maravillado observador.

Los seiscientos ejemplares de arroaces (delfines mulares) que habitan en las Rías Bajas gallegas son la comunidad más numerosa del suroeste europeo; carnívoros que usan variadísimas técnicas de caza, se califican entre las especies vivas más inteligentes. Como otros cetáceos, los delfines utilizan una amplia gama de sonidos para comunicarse, orientarse y cazar sus presas: frecuencia modulada, ráfagas de impulsos y clics. Para los humanos que oímos sonidos cuya frecuencia se encuentra entre veinte y veinte mil hertzios, el universo auditivo de las marsopas (delfines) resulta inimaginable: perciben ondas sonoras cuya frecuencia se halla comprendidas entre ciento cincuenta y ciento cincuenta mil hertzios, lo que significa –no lo olvide el sorprendido lector- que oyen ultrasonidos, inaudibles por nosotros.

Cierto que nuestra capacidad para captar y emitir sonidos permitió que apareciese el lenguaje simbólico y con él la conciencia; pero nosotros obtenemos información sobre el ambiente, sobre todo, con la vista; no hacen lo mismo los delfines, se sirven de un órgano con forma de huevo -el melón-, que se encuentra en su frente y forma parte de su aparato nasal, para la ecolocación. Los delfines pueden emitir breves ráfagas de impulsos sonoros –clicks-, y captar los ecos reflejados por el ambiente; su interpretación y análisis les proporciona información sobre la forma, velocidad, distancia y dirección de los objetos del entorno; esta capacidad les facilita una precisa localización de los objetos y otorga a estos animales un sistema sensorial único en el océano.

Los humanos hemos aprendido a producir y recibir infrasonidos y ultrasonidos, ambos inaudibles; y sabemos que el alcance de los primeros (su frecuencia es inferior a la mínima audible por un humano) es muy superior a los sonidos. A nadie extrañará, por tanto, que ya se usen sonares activos de baja frecuencia, cuyo alcance llega a decenas de kilómetros, y que emiten a una intensidad relativa de doscientos decibelios (cien millones de veces superior al límite humano del dolor). No se ha confirmado, pero probablemente estos infrasonidos desorienten o maten a las ballenas: espero que el lector compasivo se haya conmovido.

sábado, 5 de enero de 2013

Estrellas enanas

El observador contemporáneo que contemple el cielo a primeros de septiembre podrá ver la reaparición de Sirio -la estrella del perro- por el horizonte matutino después de medio año de invisibilidad; hace cinco mil trescientos años, la hubiese divisado durante el solsticio de verano (nuestro veintiuno de junio). Trasladémonos, con la imaginación, a aquella lejana época: precediendo a la salida del Sol, una estrella refulgente aparece antes del amanecer coincidiendo con el desbordamiento del Nilo, el río que devuelve la vida a la tierra reseca: para los antiguos egipcios tenía que ser una manifestación divina.

Sirio, en la constelación del Can Mayor, la estrella más brillante del cielo, no es una, sino dos estrellas. Sirio A, visible con el ojo desnudo y la quinta estrella más cercana al Sol, es una estrella blanca normal (técnicamente diríamos de la secuencia principal); fijémonos en su compañera, Sirio B, es una enana blanca. Los astrónomos conocen su presente: tiene una densidad altísima, debido a su masa similar al Sol y a su tamaño comparable a la Tierra; y su pasado: cuando una estrella de masa baja o intermedia (menor que ocho o diez soles) acaba su combustible, se expande convirtiéndose en una gigante roja; a continuación, su núcleo se comprime –forma una enana blanca-, y expulsa su envoltura, que engendra una nebulosa planetaria. Como la enana blanca recién formada no produce energía, se enfría y su débil luminosidad disminuye poco a poco hasta que cesa de emitir radiación; se vuelve entonces una enana negra; sin embargo, lo hace tan lentamente que no ha habido tiempo suficiente -desde el Big-Bang- para que el universo albergue una de ellas.

Recuperemos el hilo del relato. ¿Por qué no colapsa la estrella al acabar su combustible? Al comprimirse por acción de la gravedad, la distancia entre sus partículas disminuye hasta que se alcanzan densidades de una tonelada cada centímetro cúbico: una presión desconocida detiene entonces el colapso. Según una ley física resulta imposible que dos electrones cualesquiera tengan exactamente la misma energía; por ello, si la materia se comprime extremadamente, mientras que la energía de algunos electrones permanece baja, la del resto sube, lo que comporta una presión adicional que los separa. Esta presión -de degeneración electrónica-, que estabiliza las enanas blancas, es radicalmente diferente de la presión térmica habitual que mantiene estables a las estrellas normales.

¿Recuerda el lector despistado que hizo hace ocho años y siete meses? ¡No importa! Sepa que en aquella época Sirio emitió la luz que hoy ve.