sábado, 8 de noviembre de 2025

Biochar


La primera expedición europea que descendió por el Amazonas la encabezó Francisco de Orellana en 1542; su cronista, Gaspar de Carvajal, informó que la región estaba densamente habitada. Cristóbal de Acuña, cronista de una nueva expedición en 1639, capitaneada por Pedro Texeira, confirmó las observaciones:  “gran Río de las Amazonas… ni por la multitud de gente que mantenían sus orillas, ni por la fertilidad de sus tierras”. Sin embargo, expediciones posteriores no hallaron rastro de civilización y tales relatos se consideraron fantasía. Era imposible la existencia de una civilización en la Amazonia con el argumento que el estéril suelo amazónico no soporta cultivos agrícolas duraderos. Erraron los historiadores. Los indígenas de la Amazonia, antes de la llegada de los europeos, creaban un suelo muy productivo conocido como terra preta (tierra negra amazónica), que -hoy sabemos- contenía carbón vegetal; muy diferente a los estériles suelos rojizos o amarillentos que predominan en la Amazonia. Lo producían quemando sus desechos agrícolas en fosas o trincheras, que cubrían a continuación con tierra, para que continuase la quema en ausencia de aire. 
Biochar, biocarbón en español, es el nombre del carbón vegetal cuando se usa como enmienda para el suelo; se trata de un residuo vegetal rico en carbono, de grano fino, estable y que puede perdurar en el suelo durante milenios. Investigaciones recientes han demostrado que el biochar aumenta la fertilidad del suelo, la productividad agrícola y protege las plantas contra enfermedades. Beneficios que se deben a su naturaleza extremadamente porosa; porque tal estructura es muy efectiva para retener tanto el agua como los nutrientes hidrosolubles, lo que redunda en plantas más saludables, menos pérdida (dígase en términos técnicos lixiviación) de fertilizantes, incluso proporciona un hábitat para microorganismos benéficos. El biochar proporciona otro beneficio más: si la biomasa vegetal se reincorpora al suelo, en vez de quemarse como combustible, se secuestra carbono y se reducen las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera; por tanto, se incorpora a la industria un proceso de carbono negativo.
¿Cómo se produce el biochar? Mediante pirólisis a baja temperatura, proceso químico que consiste en la descomposición de la biomasa vegetal por medio del calor y con poco oxígeno para evitar su combustión; como resultado se obtienen gases, biocombustibles líquidos y entre el veinte y el cincuenta por ciento de biochar, dependiendo de la lentitud de la pirólisis.
En resumen, hoy podemos calificar a los indígenas amazónicos como pioneros en la producción de biochar.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Factores de transcripción


Los aproximadamente veinticinco mil genes que codifican proteínas en el genoma humano pueden identificarse por la clase de proteína codificada. Las proteínas más abundantes forman cuatro mil enzimas diferentes; le siguen en abundancia, dos mil quinientas proteínas que se unen con los ácidos nucleicos; más de mil setecientos factores de transcripción ocupan el tercer lugar. ¿Qué función desarrollan estas proteínas, que el culto lector probablemente oirá nombrar por primera vez? Para fabricar las proteínas que forman el cuerpo humano, las células, como los albañiles para construir edificios, recurren a mapas, mapas que en las células llamamos moléculas de ADN. ¿Cómo actúan? El ADN transcribe las instrucciones de fabricación a moléculas de ARN mensajero, quienes las traducen a las diferentes proteínas. La ARN polimerasa, una enzima que necesita proteínas adicionales para ejercer su actividad, sintetiza el imprescindible ARN mensajero; estas proteínas adicionales son los factores de transcripción. Resaltamos la importancia de la enzima mencionada: la alfa amanitina, que contiene la seta oronja verde (Amanita phalloides), bloquea la ARN polimerasa de sus ingenuos degustadores; no necesitamos aclarar el mortal resultado de tan infausta ingestión.
Analicemos el mecanismo de actuación de uno de los factores de transcripción de la ARN polimerasa: el NF-kB, presente en la mayoría de las células humanas, que regula respuestas inmunes e inflamatorias y controla la proliferación y supervivencia celular. Señales químicas externas activan unos receptores de la membrana celular; los receptores activan una enzima que rompe una molécula para dejar libre al NF-kB, quien penetra en el núcleo y, previa activación de la síntesis del ARN mensajero, induce la fabricación de proteínas, que mejorarán (o empeorarán) el funcionamiento celular. El sagaz lector habrá apreciado que debemos concretar qué señales químicas actúan y cuáles receptores celulares son activados. Las señales varían, desde las especies reactivas de oxígeno (el peróxido de hidrógeno o los radicales) y las citocinas proinflamatorias (TNF alfa o interleucina Il 1-beta) hasta las moléculas de las membranas bacterianas (lipopolisacáridos LPS). Distintos receptores activan el NF-kB: los receptores (TLR) de las células del sistema inmunitario innato, que reconocen moléculas de las bacterias patógenas; los receptores (RANK) de las células dendríticas del sistema inmunitario, que reconocen moléculas (citocinas) proinflamatorias; y los receptores de los linfocitos B y linfocitos T.
El perspicaz lector ya habrá deducido el valor terapéutico que tiene la regulación del NF-κB, para las enfermedades inflamatorias y los cánceres.

sábado, 25 de octubre de 2025

Interior de los planetas


La historia de los volcanes en nuestro sistema solar comenzó con un acontecimiento singular: en la superficie de todos los planetas rocosos se formaron océanos de magma; posteriormente, el calor residual de la formación planetaria siguió fundiendo materiales en ciertas regiones del interior de algunos. La llegada de magma a la superficie de los planetas y satélites es el proceso de origen interno más común en el sistema solar. Analicémoslo.
Nos preguntamos qué planetas conservan la energía interna procedente de su formación y cuánta tienen. Los geofísicos han medido el flujo térmico para conocerla. Hallaron que Venus y la Tierra tienen un flujo térmico similar, que resulta el doble de Marte, veinticinco veces menor que Júpiter o Saturno, y cinco veces menor que Neptuno; se ignora por qué tanto Mercurio como Urano no emiten energía. Mientras que los tres planetas gigantes mencionados obtienen energía de su colapso gravitatorio, en los tres planetas rocosos los impactos, entre los cuerpos astronómicos que los formaron, han proporcionado su calor interno.
Los basaltos, que forman el setenta por ciento de la superficie terrestre y marciana, y el veinticinco por ciento de la Luna, son las rocas más abundantes en el sistema solar. Habituados a los magmas y lavas terrestres, nos cuesta que imaginar que existan magmas que no provengan de rocas, como los acuosos. El criovulcanismo, o sea, los volcanes de hielo y agua han cubierto de lavas acuosas Europa (luna de Júpiter), Ganímedes (luna de Júpiter) y Encélado (luna de Saturno). En Tritón (luna de Neptuno) los volcanes expulsan nitrógeno -gas que forma la mayoría de nuestra atmósfera- y en Titán (luna de Saturno), metano.
El magnetismo planetario, cualquiera que sea el fenómeno interior del planeta que lo cause, sea el movimiento de fluidos metálicos o del plasma de hidrógeno, no guarda relación con el calor interno; lo prueba el mayor magnetismo de Urano que Neptuno y de la Tierra que Venus. Tampoco influye el tamaño, pues Saturno y Urano presentan el mismo magnetismo. Júpiter y la Tierra, cuyo campo magnético es catorce veces inferior al de Júpiter, apuntan el máximo magnetismo del sistema solar; ignoramos las causas del mínimo magnetismo de Mercurio y Marte.
Sospechábamos que los ocho planetas se comportaban como la Tierra -flujo térmico notable, vulcanismo activo y magnetismo apreciable-. Erramos: en Mercurio no hay volcanes, Urano no emite energía, Marte y Venus carecen de magnetismo. ¡Qué le vamos a hacer!

sábado, 18 de octubre de 2025

Moléculas que señalan la infección


Todos los animales poseemos algún sistema de defensa contra los invasores patógenos. El nuestro, el sistema inmunitario, se adapta a cualquiera: pues es capaz de buscar dianas (antígenos) que le indican la presencia foránea. Pero los antígenos no son fragmentos de moléculas del patógeno, como quizá pudiéramos prever, sino moléculas construidas con trozos de proteínas del patógeno y con proteínas propias (moléculas del complejo mayor de histocompatibilidad MHC); su ensamblaje es la clave de la flexibilidad y precisión de nuestras respuestas inmunitarias.
El sistema inmunitario emplea linfocitos, que poseen receptores en su superficie capaces de unirse a los antígenos con gran especificidad. Cien millones de receptores linfocíticos diferentes, en cada uno de nosotros, constituyen un arsenal defensivo capaz de responder casi a cualquier antígeno.
El sistema inmunitario adapta su respuesta a la estrategia invasora del patógeno. Si se trata de bacterias, virus o parásitos que infectan los espacios extracelulares, la sangre o la luz intestinal, el sistema inmunitario despliega los anticuerpos, receptores solubles producidos por los linfocitos B; los anticuerpos enlazados a los antígenos son eliminados por otras células inmunitarias. Si los patógenos se establecen dentro de la célula y son inalcanzables para los anticuerpos, otra defensa inmunitaria entra en acción. Todas las células del huésped portan en su superficie moléculas del MHC (clase I); en las células infectadas las moléculas del MHC (clase I) se engarzan con fragmentos de péptidos del parásito y los exhiben. Los complejos constituidos por los péptidos del patógeno y las moléculas del MHC (clase I) del huésped son los antígenos que reconocerán los receptores de los linfocitos T citotóxicos; así los linfocitos destruyen las células infectadas. El complejo MHC (clase I) péptido es la señal indicadora que la célula está infectada… o se ha vuelto cancerosa.
Complejos similares, formados por MHC (clase II) y péptido, regulan la respuesta inmunitaria. Algunas células inmunitarias, como los viajeros macrófagos, ingieren materiales extracelulares, los degradan a péptidos y los presentan como antígenos; después se trasladan desde el lugar de infección a los ganglios: son los mensajeros procedentes de la línea de fuego que anuncian la infección. Cuando los linfocitos T coadyuvantes detectan el complejo MHC (clase II) péptido sobre las células presentadoras de antígenos, segregan moléculas (citocinas), que promueven la formación de más células inmunitarias defensoras. En resumen, el reconocimiento del complejo MHC péptido extraño en la superficie de una célula constituye el paso decisivo para la destrucción del invasor.

sábado, 11 de octubre de 2025

Atmósferas planetarias


Cuatro tipos de atmósferas observan los científicos en los planetas del sistema solar. Atmósferas masivas de hidrógeno y helio en los planetas gigantes Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno; atmósferas ligeras y frías en Marte y Titán (luna de Saturno); atmósfera densa y caliente en Venus; y una atmósfera ligera y templada en la Tierra. 
La semejanza entre las atmósferas venusina y marciana -dióxido de carbono (noventa y seis o noventa y cinco por ciento) y nitrógeno (tres por ciento)- nos sugiere que ambas son versiones del mismo proceso. La composición de las atmósferas ha cambiado a lo largo del tiempo; en la Tierra, la vida sintetizó el oxígeno, que acompaña al nitrógeno mayoritario; en los otros astros atribuimos al Sol la modificación de los gases atmosféricos que se generaron durante la desgasificación del planeta, sea porque la radiación del solar destruyó moléculas o sea porque el viento solar las expulsó.
En los cuatro planetas gigantes los vientos zonales, característicos de las distintas latitudes, son similares a los terrestres; también la Gran Mancha Roja de Júpiter se asemeja a nuestros ciclones y anticiclones; sin embargo no disponemos de equivalente terrestre para la Mancha Oscura de Neptuno.
Para que haya un ciclo hidrológico -océanos, nubes y lluvias- se necesitan temperaturas que permitan la existencia del agua en estado líquido y gaseoso: por eso hay ciclo hidrológico terrestre y marciano, aunque éste último sea intermitente. Existe un ciclo meteorológico semejante en Titán, pero no de agua, sino de metano.
El efecto invernadero, que depende de la composición atmosférica, es un factor decisivo del clima. Se calcula la temperatura teórica en la superficie de un planeta midiendo la intensidad de la energía procedente de la radiación solar (Venus, la Tierra y Marte tienen intensidad decreciente) y el albedo, la proporción de energía procedente del Sol que se refleja (Venus dobla a la Tierra y triplica a Marte); a la temperatura teórica obtenida debe sumarse la temperatura del efecto invernadero, para obtener la temperatura real en los tres planetas: cuatrocientos setenta y cinco grados, quince grados y cincuenta grados bajo cero, respectivamente. Cantidades que nos informan del efecto invernadero enorme venusino (quinientos veintiún grados), moderado terrestre (treinta y tres grados) y mínimo marciano (cinco grados).
Un último apunte: sabemos que tanto Venus como Marte experimentaron, en el pasado y repetidas veces, cambios climáticos equiparables a los que provocaron climas glaciales y extremadamente cálidos en la Tierra: nos intriga averiguar sus causas.