El sagaz lector quizá haya notado que su mano huele a metal después de agarrar un cubierto de acero, o una barandilla de hierro, o el férreo tirador de una puerta; sin embargo, en contra de la evidencia, los expertos aseguran que los metales no huelen. ¿Cómo se explica tal contradicción? Los químicos Dietmar Glindemann y Andrea Dietrich han encontrado la explicación: el olor proviene de los compuestos químicos presentes en la piel, que se transforman en sustancias volátiles al tocar el hierro o el cobre. Las reacciones inducidas por ambos metales nos crean la ilusión de que olemos el metal después de tocarlo; pero no es así, cuando alguien te regala una moneda que probablemente tenga cobre, amigo lector, percibes el olor corporal de tu benefactor.
Los químicos citados descubrieron que los ácidos presentes en el sudor humano reaccionan con las impurezas de carbono y fósforo presentes en el hierro, generando moléculas volátiles y malolientes llamadas fosfanos (los químicos recomiendan no usar el obsoleto término fosfinas); y atestiguamos que el fosfano huele a ajo. Sin embargo, el olor metálico que queda en las manos después de manipular hierro es diferente del olor del metal que se ha puesto en contacto con ácidos. ¿Cómo resolver la discrepancia? Dietmar Glindemann y Andrea Dietrich capturaron los vapores emitidos por la piel de personas que habían manipulado objetos de hierro para estudiar su composición química: averiguaron que contenían varias sustancias de las familias de aldehídos y de cetonas. Hagamos un inciso para recordar que los compuestos químicos que pertenecen a ambas familias a menudo tienen fuertes olores: el formaldehído (habitualmente llamado formol) huele a aglomerado de madera recién cortado o a laboratorio de anatomía, mientras que el olor del disolvente del quitaesmalte de uñas caracteriza a la acetona. Retomemos el hilo del relato: los ácidos grasos, componentes esenciales de los lípidos, que contiene nuestra piel reaccionan rápidamente con el hierro o el cobre para producir aldehídos y cetonas; una de ellas, la 1-octen-3-ona, extraordinariamente maloliente, podemos detectarla a concentraciones muy bajas: a ella le atribuimos el olor metálico.
Como conclusión añadamos que los investigadores postulan que cada persona genera una mezcla diferente de moléculas olorosas cuando toca el metal, y que tal mezcla podría cambiar si el sujeto padece una enfermedad; deducen de ello que el análisis de las sustancias químicas emitidas podría constituir una posible herramienta de diagnóstico médico.