sábado, 25 de octubre de 2025

Interior de los planetas


La historia de los volcanes en nuestro sistema solar comenzó con un acontecimiento singular: en la superficie de todos los planetas rocosos se formaron océanos de magma; posteriormente, el calor residual de la formación planetaria siguió fundiendo materiales en ciertas regiones del interior de algunos. La llegada de magma a la superficie de los planetas y satélites es el proceso de origen interno más común en el sistema solar. Analicémoslo.
Nos preguntamos qué planetas conservan la energía interna procedente de su formación y cuánta tienen. Los geofísicos han medido el flujo térmico para conocerla. Hallaron que Venus y la Tierra tienen un flujo térmico similar, que resulta el doble de Marte, veinticinco veces menor que Júpiter o Saturno, y cinco veces menor que Neptuno; se ignora por qué tanto Mercurio como Urano no emiten energía. Mientras que los tres planetas gigantes mencionados obtienen energía de su colapso gravitatorio, en los tres planetas rocosos los impactos, entre los cuerpos astronómicos que los formaron, han proporcionado su calor interno.
Los basaltos, que forman el setenta por ciento de la superficie terrestre y marciana, y el veinticinco por ciento de la Luna, son las rocas más abundantes en el sistema solar. Habituados a los magmas y lavas terrestres, nos cuesta que imaginar que existan magmas que no provengan de rocas, como los acuosos. El criovulcanismo, o sea, los volcanes de hielo y agua han cubierto de lavas acuosas Europa (luna de Júpiter), Ganímedes (luna de Júpiter) y Encélado (luna de Saturno). En Tritón (luna de Neptuno) los volcanes expulsan nitrógeno -gas que forma la mayoría de nuestra atmósfera- y en Titán (luna de Saturno), metano.
El magnetismo planetario, cualquiera que sea el fenómeno interior del planeta que lo cause, sea el movimiento de fluidos metálicos o del plasma de hidrógeno, no guarda relación con el calor interno; lo prueba el mayor magnetismo de Urano que Neptuno y de la Tierra que Venus. Tampoco influye el tamaño, pues Saturno y Urano presentan el mismo magnetismo. Júpiter y la Tierra, cuyo campo magnético es catorce veces inferior al de Júpiter, apuntan el máximo magnetismo del sistema solar; ignoramos las causas del mínimo magnetismo de Mercurio y Marte.
Sospechábamos que los ocho planetas se comportaban como la Tierra -flujo térmico notable, vulcanismo activo y magnetismo apreciable-. Erramos: en Mercurio no hay volcanes, Urano no emite energía, Marte y Venus carecen de magnetismo. ¡Qué le vamos a hacer!

sábado, 18 de octubre de 2025

Moléculas que señalan la infección


Todos los animales poseemos algún sistema de defensa contra los invasores patógenos. El nuestro, el sistema inmunitario, se adapta a cualquiera: pues es capaz de buscar dianas (antígenos) que le indican la presencia foránea. Pero los antígenos no son fragmentos de moléculas del patógeno, como quizá pudiéramos prever, sino moléculas construidas con trozos de proteínas del patógeno y con proteínas propias (moléculas del complejo mayor de histocompatibilidad MHC); su ensamblaje es la clave de la flexibilidad y precisión de nuestras respuestas inmunitarias.
El sistema inmunitario emplea linfocitos, que poseen receptores en su superficie capaces de unirse a los antígenos con gran especificidad. Cien millones de receptores linfocíticos diferentes, en cada uno de nosotros, constituyen un arsenal defensivo capaz de responder casi a cualquier antígeno.
El sistema inmunitario adapta su respuesta a la estrategia invasora del patógeno. Si se trata de bacterias, virus o parásitos que infectan los espacios extracelulares, la sangre o la luz intestinal, el sistema inmunitario despliega los anticuerpos, receptores solubles producidos por los linfocitos B; los anticuerpos enlazados a los antígenos son eliminados por otras células inmunitarias. Si los patógenos se establecen dentro de la célula y son inalcanzables para los anticuerpos, otra defensa inmunitaria entra en acción. Todas las células del huésped portan en su superficie moléculas del MHC (clase I); en las células infectadas las moléculas del MHC (clase I) se engarzan con fragmentos de péptidos del parásito y los exhiben. Los complejos constituidos por los péptidos del patógeno y las moléculas del MHC (clase I) del huésped son los antígenos que reconocerán los receptores de los linfocitos T citotóxicos; así los linfocitos destruyen las células infectadas. El complejo MHC (clase I) péptido es la señal indicadora que la célula está infectada… o se ha vuelto cancerosa.
Complejos similares, formados por MHC (clase II) y péptido, regulan la respuesta inmunitaria. Algunas células inmunitarias, como los viajeros macrófagos, ingieren materiales extracelulares, los degradan a péptidos y los presentan como antígenos; después se trasladan desde el lugar de infección a los ganglios: son los mensajeros procedentes de la línea de fuego que anuncian la infección. Cuando los linfocitos T coadyuvantes detectan el complejo MHC (clase II) péptido sobre las células presentadoras de antígenos, segregan moléculas (citocinas), que promueven la formación de más células inmunitarias defensoras. En resumen, el reconocimiento del complejo MHC péptido extraño en la superficie de una célula constituye el paso decisivo para la destrucción del invasor.

sábado, 11 de octubre de 2025

Atmósferas planetarias


Cuatro tipos de atmósferas observan los científicos en los planetas del sistema solar. Atmósferas masivas de hidrógeno y helio en los planetas gigantes Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno; atmósferas ligeras y frías en Marte y Titán (luna de Saturno); atmósfera densa y caliente en Venus; y una atmósfera ligera y templada en la Tierra. 
La semejanza entre las atmósferas venusina y marciana -dióxido de carbono (noventa y seis o noventa y cinco por ciento) y nitrógeno (tres por ciento)- nos sugiere que ambas son versiones del mismo proceso. La composición de las atmósferas ha cambiado a lo largo del tiempo; en la Tierra, la vida sintetizó el oxígeno, que acompaña al nitrógeno mayoritario; en los otros astros atribuimos al Sol la modificación de los gases atmosféricos que se generaron durante la desgasificación del planeta, sea porque la radiación del solar destruyó moléculas o sea porque el viento solar las expulsó.
En los cuatro planetas gigantes los vientos zonales, característicos de las distintas latitudes, son similares a los terrestres; también la Gran Mancha Roja de Júpiter se asemeja a nuestros ciclones y anticiclones; sin embargo no disponemos de equivalente terrestre para la Mancha Oscura de Neptuno.
Para que haya un ciclo hidrológico -océanos, nubes y lluvias- se necesitan temperaturas que permitan la existencia del agua en estado líquido y gaseoso: por eso hay ciclo hidrológico terrestre y marciano, aunque éste último sea intermitente. Existe un ciclo meteorológico semejante en Titán, pero no de agua, sino de metano.
El efecto invernadero, que depende de la composición atmosférica, es un factor decisivo del clima. Se calcula la temperatura teórica en la superficie de un planeta midiendo la intensidad de la energía procedente de la radiación solar (Venus, la Tierra y Marte tienen intensidad decreciente) y el albedo, la proporción de energía procedente del Sol que se refleja (Venus dobla a la Tierra y triplica a Marte); a la temperatura teórica obtenida debe sumarse la temperatura del efecto invernadero, para obtener la temperatura real en los tres planetas: cuatrocientos setenta y cinco grados, quince grados y cincuenta grados bajo cero, respectivamente. Cantidades que nos informan del efecto invernadero enorme venusino (quinientos veintiún grados), moderado terrestre (treinta y tres grados) y mínimo marciano (cinco grados).
Un último apunte: sabemos que tanto Venus como Marte experimentaron, en el pasado y repetidas veces, cambios climáticos equiparables a los que provocaron climas glaciales y extremadamente cálidos en la Tierra: nos intriga averiguar sus causas.

sábado, 4 de octubre de 2025

Prostaglandinas e icosanoides


Los icosanoides, una familia de moléculas de señalización, cuya acción tiene corto alcance, pues sólo afectan a las células próximas a las células que los fabrican, son compuestos cuyo esqueleto químico procede de un ácido, el icosanoico, que tiene veinte átomos de carbono. El ácido palmítico es el precursor del ácido linoleico y de los ácidos grasos de la familia omega seis procedentes de él: las prostaglandinas, tromboxanos, leucotrienos y lipoxinas (los cuatro son icosanoides). Del ácido linoleico también procede el ácido linolénico, y de éste los ácidos grasos de la familia omega tres, tanto las prostaglandinas, tromboxanos, leucotrienos y resolvinas (los cuatro son icosanoides), como las resolvinas, protectinas y maresinas (los tres tienen veintidós átomos de carbono). Los humanos somos incapaces de sintetizar los ácidos linoleico y linolénico, por lo que hemos de obtenerlos de la dieta; tal vez por ello, el mundo de la cosmética considera a ambos como vitamina F. Procure el cauto lector vigilar la cantidad de ácidos grasos que tiene, porque si la proporción de ácidos grasos omega seis a omega tres de la dieta resulta excesiva, aumenta el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares.
La infección por un patógeno o un agente irritante desencadena una respuesta inflamatoria, que consta de dos fases: el inicio y la resolución; los icosanoides (y los compuestos similares de veintidós átomos de carbono) participan en ambas. Los de la familia omega seis (prostaglandinas, tromboxanos y leucotrienos) intervienen en el inicio de la inflamación, digamos que activan la defensa. Una vez controlada la lesión, los de la familia omega tres son los antiinflamatorios encargados de resolver la inflamación, dicho en otras palabras, tanto algunas prostaglandinas, tromboxanos y leucotrienos, como todas las lipoxinas, resolvinas, protectinas y maresinas impulsan la cicatrización y reparación del tejido dañado. Se inicia la síntesis de todos estos compuestos con un ataque enzimático a la membrana celular que desprende un ácido graso; ácido graso que otras enzimas convierten en prostaglandinas, tromboxanos o compuestos similares; las prostaglandinas intervienen en la inflamación de la zona lesionada y la consiguiente vasodilatación, dolor, enrojecimiento e hinchazón del tejido dañado; los tromboxanos inducen la agregación de las plaquetas, que conduce a la coagulación de la sangre.
Para satisfacer la curiosidad del culto lector añadimos que la aspirina (ácido acetilsalicílico), el ibuprofeno y los analgésicos antiinflamatorios parecidos inhiben la síntesis de prostaglandinas y tromboxanos, pero no la síntesis de leucotrienos, en la que intervienen los citocromos P-450.

sábado, 27 de septiembre de 2025

Planetas y exoplanetas

 
Uno de los grandes descubrimiento de la astronomía del siglo XX consistió en demostrar que existen numerosos planetas en nuestra galaxia girando alrededor de todo tipo de estrellas; por existir, incluso se han observado solitarios planetas errantes que vagan por el espacio. En el año 2024 el número de exoplanetas que giran en torno a estrellas diferentes del Sol sobrepasa cuatro mi novecientos. Con independencia de su composición, muy diversa, hay planetas pequeños, medianos y gigantes. Denominamos tierras a los exoplanetas cuya masa está comprendida entre la mitad y el doble de la terrestre; supertierras a aquellos cuya masa está comprendida entre dos a diez veces la Tierra. Los exoplanetas neptunianos varían entre diez y cincuenta masas terrestres; y los gigantes gaseosos poseen una masa comprendida entre cincuenta masas terrestres y doce masas de Júpiter. Se consideran enanas marrón si superan las doce masas jovianas y llegan hasta las ochenta; y subtierras si los exoplanetas son menores que la mitad de la masa terrestre -como Mercurio y Marte-.
¿Se parecerán a la Tierra? ¿Serán muy diferentes? Antes de contestar a tales preguntas los cazadores de exoplanetas deben conocer las características de nuestro sistema solar. Los planetas recorren órbitas casi circulares en torno al Sol, excepto Mercurio cuya trayectoria es una elipse. De nuevo Mercurio destaca sobre los demás dado que tiene la mayor inclinación de su órbita respecto al plano de la eclíptica, el plano que contiene la órbita de la Tierra; pero es una inclinación pequeña, apenas siete grados. Los ejes de rotación de los ocho planetas deberían ser perpendiculares al plano de la eclíptica, no sucede así: hay grandes anomalías en las oblicuidades, desde Venus, cuyo eje de rotación está invertido (casi ciento ochenta grados de oblicuidad: gira al revés) y Urano, cuyo eje de rotación apunta al Sol (oblicuidad de casi noventa grados), hasta Júpiter y Mercurio, quienes casi no tienen oblicuidad; las oblicuidades de la Tierra, Marte, Saturno y Urano son medianas (entre veinte y treinta grados). Ignoramos todavía la causa del fenómeno; si las oblicuidades se deben a oscilaciones caóticas de los planetas, a colisiones con otros astros o a interacciones gravitatorias de marea. Sí sabemos que no hay relación alguna entre las oblicuidades y los tiempos de rotación de los planetas: el día terrestre tiene casi la misma duración que el marciano, días casi iguales presentan las parejas Júpiter Saturno (diez horas) y Urano Neptuno (dieciséis o diecisiete horas).