sábado, 1 de julio de 2017

Incendios y tormentas ígneas


Reconozco que la barbarie extrema de mis semejantes siempre me sorprende. Sabía que Dresde y Tokio fueron bombardeadas durante la segunda guerra mundial, pero ignoraba la saña empleada en hacerlo. Gran parte de sus habitantes fueron literalmente quemados vivos, incendiados, derretidos porque los bombarderos soltaban sustancias inflamables para crear tormentas ígneas, reproducir las condiciones de un horno y hacer la destrucción más efectiva. También desconocía que las tormentas ígneas probablemente intervinieron en el incendio de Roma provocado por Nerón, y en el incendio que arrasó San Francisco después del terremoto de 1906.
¿Qué es entonces una tormenta ígnea? El movimiento en masa del aire, provocado por el fuego, que causa una intensa ignición en una amplia superficie. Nada más, nada menos. Cuando se incendia un lugar, el aire que está encima se calienta y asciende rápidamente; el aire frío de los alrededores ocupa el vacío provocando un intenso viento, que lleva más oxígeno a las llamas; el fenómeno se mantiene por sí mismo y alcanza los dos mil grados de temperatura; incluso pueden crearse vórtices de fuego que se mueven rápidamente y extienden las llamas a otros lugares; en algunos vórtices es tanta la fuerza del viento que crea un tornado ígneo. En resumen, comprendo que quienes apagan los incendios forestales teman sobremanera a las tormentas ígneas.
Una vez metido en asuntos incendiarios, la curiosidad me condujo a leer estadísticas sobre incendios forestales; concretamente, las que elaboró el Ministerio de Agricultura referentes a la primera década del presente siglo. En España se produjeron algo más de treinta y siete mil incendios anuales de media, cuando cuatro decenios antes eran sólo mil ochocientos; y la superficie quemada pasó de cincuenta y una mil hectáreas a ciento trece mil. Me sorprendió mucho que seis municipios españoles hubiesen registrado, cada uno, ¡más de mil incendios en un decenio!, y uno de ellos, La Cañiza en Orense, mil trescientos ochenta y seis. No me asombró, en cambio, que más de la mitad fueran intencionados.
Sabemos que los incendios forestales nos perjudican porque, al desaparecer la capa vegetal, el suelo queda desprotegido ante las lluvias y se pierde, se erosiona, dirían los edafólogos; y si no hay suelo ¿dónde cultivaremos? Durante el decenio, los españoles nos hemos gastado en prevención entre diez y veinticinco millones de euros cada año; me pregunto entonces ¿por qué no se emplea parte del dinero en la compra de fotografías de satélite para identificar la matrícula del coche del incendiario?

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