Después
de leer las habituales noticias políticas, hastiado, recordé una sentencia de
Aristóteles, padre, junto con Platón, de la filosofía occidental y uno de los
mejores biólogos de la historia: “Así como los ojos de los murciélagos se
ofuscan a la luz del día, de la misma manera a la inteligencia de nuestra alma
la ofuscan las cosas evidentes”; ante tal rotunda aseveración no nos queda más
remedio –pienso yo- que fijar nuestra atención en las no evidentes.
¿Qué
le sucede a la luz del Sol cuando llega a la atmósfera? La luz blanca procedente
de nuestra estrella, cuando interacciona con los componentes del aire, es
difundida en todas direcciones. Ahora bien, tales componentes presentan tamaños
diversos -grande, mediano, pequeño-, tamaños que influyen en la clase de
difusión que sufre la luz al atravesarlos.
Comencemos
por las partículas más pequeñas, las moléculas del aire cuyo tamaño resulta
inferior a una mil millonésima de metro; al interaccionar la luz del Sol con ellas,
se difunde preferentemente la luz azul, por eso vemos el cielo de ese color… si
permanecemos debajo de la atmósfera porque si estamos por encima, el aspecto
del cielo varía de azul a negro: sin atmósfera que difunda la luz, el espacio
se ve negro, excepto el Sol blanco. Cuanta más distancia en la atmósfera tenga
que atravesar la luz solar para llegar a nuestros ojos, más colores del extremo
azul habrá difundido (y perdido). Al mediodía, con el Sol sobre la cabeza, el
tramo de atmósfera que tiene que atravesar la luz es relativamente reducido,
por lo tanto, el cielo presenta un color azul (se difunde la luz azul) y el Sol
uno amarillo. Sin embargo, durante el alba y ocaso, la luz recorre un tramo más
largo, por lo tanto, será difundida la luz azul, verde y amarilla, cuya mezcla
proporciona el color del cielo, dejando al Sol sólo los colores rojos.
Además
de moléculas, el aire contiene partículas, los aerosoles, cuyo tamaño ronda una
millonésima de metro. Después de interaccionar la luz blanca con ellas los
espectadores observamos una neblina -el smog– marrón.
Hay
una tercera clase de partículas, grandes, cuyo tamaño se aproxima a la
diezmilésima de metro, que permanecen suspendidas en el aire, las gotitas de
agua que constituyen las nubes. Difunden toda la luz blanca que a llega ellas:
por eso las nubes se contemplan blancas.
Hemos
comprobado que la causa de los colores celestes no es evidente. ¡Sin la menor
duda!
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