sábado, 30 de diciembre de 2017

Colores www


La Real Academia Española de la Lengua define la envidia como tristeza o pesar del bien ajeno, o como deseo de algo que no se posee. Ateniéndome a la segunda definición y añadiéndole color, declaro que me puse verde de envidia al observar el cuidadoso escaparate que he hallado en la nube, y cuya dirección es www.webexhibits.org/causesofcolor/index.html. ¡Muy hermoso!
Existen tres maneras distintas, repetidas una y otra vez, de crear luz y color: haciendo la luz, perdiendo partes de la luz o cambiando la luz. Se pierde, cuando la luz del Sol se filtra a través de una vidriera o a través del agua, o cuando los pigmentos animales y vegetales o las gemas y metales absorben parte de la luz que les llega. Cambia, cuando el cielo se vuelve carmesí durante el alba y el ocaso o cuando se forma el arco iris; el color azul del cielo, el de las mariposas y pavos reales, incluso el de los hologramas se debe también a los cambios que sufre la luz.
Detengámonos, siquiera brevemente, en la creación. La luz se hace cuando otras formas de energía se convierten en energía electromagnética, la luz visible que colorea nuestro mundo. Las cosas incandescentes se vuelven coloreadas; los objetos calientes, que van desde la lava o el hierro candente en la forja de un herrero, hasta el filamento de las bombillas o el propio Sol, brillan en una gama de colores relacionados con su temperatura, en cierta manera vemos el calor que exhalan. La reacción química de combustión con el oxígeno produce las llamas; así se hace la luz que emana del fuego, de las velas y de los fuegos artificiales. Los gases, moléculas o átomos excitados irradian luz: los rayos aparecen cuando una corriente de electrones atraviesa el aire entre las nubes y el suelo; un magnífico espectáculo que cautiva a los humanos, la aurora, se ve cuando el viento solar colisiona con las moléculas del aire; los técnicos utilizan electrones para excitar los átomos de la sustancia que recubre los tubos fluorescentes o bien para encender los LED. Por último, algunas reacciones químicas también emiten luz: el misterioso código de una luciérnaga parpadeando en la oscuridad, la macabra fascinación del resplandor de los peces que viven en el océano profundo o la luminosidad de una ola rompiente a medianoche deben su magia a unas reacciones químicas que los expertos llaman quimioluminiscentes.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Generación espontánea de los seres vivos


Comprobemos, una vez más, que las apariencias engañan. Aristóteles, hace más de dos mil años, describió el fenómeno: en un trozo de carne en descomposición aparecen larvas de mosca y gusanos. De la observación, el sabio griego dedujo que algunos seres vivos surgen espontáneamente de la materia orgánica: la explicación resultaba impecablemente lógica; los eruditos posteriores la aceptaron durante milenios, incluso sabios como Isaac Newton y René Descartes. Afortunadamente, entre los científicos abundan los escépticos. Uno de ellos, Francesco Redi, en el siglo XVII, se propuso contradecirla; y para ello recurrió a un experimento. Puso carne en ocho frascos: la mitad permaneció abierta, selló los demás. En los frascos abiertos observó moscas y, después de un corto período de tiempo, gusanos; no sucedió lo mismo en los frascos cerrados. Concluyó que los gusanos aparecían sólo si las moscas habían puesto huevos. La falta de aire en los frascos sellados evita la generación espontánea, alegaron sus detractores. Redi entonces mejoró su experimento: empleó gasas, que permiten la entrada del aire, para tapar los frascos: obtuvo el mismo resultado. El asunto parecía zanjado hasta que John Turberville Needham respondió con otro experimento: calentó caldo de carne en unos recipientes y los selló; tras abrirlos aparecieron microorganismos; el investigador creía haber demostrado que la vida surge de la materia no viviente. No tardó la contrarréplica. Lazzaro Spallanzani, prolongando el periodo de calentamiento para lograr la esterilización y cerrando herméticamente los recipientes, comprobó que los caldos no generaban microorganismos. En la primera mitad del siglo XIX, Louis Pasteur aportó la prueba definitiva. Metió caldo de carne en frascos e hirvió para eliminar los microorganismos presentes. Pero no se trataba de frascos cualesquiera; todos tenían cuellos muy alargados, forma de S y terminaban en una apertura pequeña; la forma de cuello de cisne permitía que entrase el aire, aunque impedía que lo hiciesen los microorganismos, que se quedaban en la parte baja del tubo de entrada. Pasado un tiempo observó que ninguno de los caldos mostraba señales de la presencia de microorganismos. A continuación, cortó el tubo de entrada de uno de ellos; el matraz abierto tardó poco en descomponerse, mientras que el cerrado permaneció incólume. Pasteur había demostrado de manera concluyente que los microorganismos no se generan de forma espontánea; todo ser vivo procede de otro ser vivo. El escritor conoce a quien todavía no se lo cree... 

sábado, 16 de diciembre de 2017

Moléculas


Los químicos saben que no hay más de un centenar largo de átomos diferentes en la naturaleza; y casi todos ellos tienen una curiosa propiedad: les gusta unirse entre sí. Lo hacen formando grupos autónomos de unos cuantos átomos, que han llamado moléculas. El átomo de oxígeno, del aire que respiramos, nunca se halla sólo: forma una pareja con otro, y así lo hallamos en la atmósfera, como molécula de oxígeno. ¿Cómo lo hace? Los átomos contienen en su corteza electrones que actúan como pegamento de unión. No siempre se unen parejas; el ozono, que nos protege de los peligrosos rayos ultravioleta, está constituido por moléculas que contienen tres átomos de oxígeno. Los átomos que se unen tampoco tienen que ser iguales: la molécula de una de las sustancias más característica de nuestro planeta, el agua, está formada por un trío de átomos, concretamente dos hidrógenos y un oxígeno. Un cuarteto y quinteto atómicos famosos son las moléculas de amoníaco, que tan mal huele, y de metano, componente del gas natural. Por supuesto, hay moléculas mayores: de nueve átomos, como el etanol, el alcohol responsable de las muertes de jóvenes en la carretera, o de algunos miles de átomos como la molécula de hemoglobina que da color rojo a la sangre o el colágeno, la proteína más abundante del cuerpo humano.

Las moléculas pequeñas, de dos o tres átomos, suelen encontrarse en estado gaseoso, es habitual que moléculas medianas, como el octano de la gasolina, formen líquidos y que las grandes, como la sacarosa, la gelatina y la cera, permanezcan en estado sólido. Esta generalización no es todo lo buena que debiera, y el agua constituye la excepción más flagrante, porque si bien es verdad que las moléculas grandes suelen formar sólidos, las moléculas pequeñas, dependiendo de la clase de átomos que las compongan pueden hallarse en los tres estados: aminoácidos como la glicina o triptófano y azúcares como la glucosa o fructosa forman hermosos cristales, al contrario que el venenoso alcohol metílico o el ácido acético del vinagre que permanecen líquidos. Todavía hay otra consideración que debiera hacerse: incluso las sustancias formadas por las moléculas más pequeñas, que constituyen los gases habituales, si se enfrían lo suficiente, se solidifican. Los químicos han observado en la naturaleza enormes rocas hechas de aire sólido, de nitrógeno concretamente, su componente mayoritario: viaje a Tritón el lector escéptico, y allí, en el satélite del planeta Neptuno, podrá comprobarlo.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Envidiosos y confiados


La teoría de juegos es una rama de las matemáticas que examina el comportamiento de las personas que tienen que tomar decisiones ante un dilema; y las consecuencias de las decisiones varían dependiendo de lo que disponga el otro contendiente. Sobre este enrevesado asunto versa un estudio publicado en la revista Science Advances -en 2016- por Anxo Sánchez, Yamir Moreno, Josep Perelló y Jordi Duch. Los investigadores analizaron el comportamiento de varios cientos de voluntarios ante un centenar de dilemas sociales, con opciones de colaborar o perjudicar a los demás. Posteriormente clasificaron a los individuos según el comportamiento que habían mostrado. La novedad consiste en que todas las clasificaciones previas prefijaban las clases de comportamiento antes del experimento, en lugar de dejar que sea un sistema externo el que clasifique a posteriori las personas mediante un algoritmo informático, y establezca de forma imparcial los grupos más lógicos. El ordenador agrupó al noventa por ciento de la población en cuatro tipos de personalidad: los envidiosos, que constituyen el grupo mayoritario, el  treinta por ciento de la población, son aquellos a los que no les importa la ganancia obtenida, siempre que sea superior a la de los demás; los optimistas, que representan al veinte por ciento, deciden pensando que el otro va a escoger lo mejor para ambos; los pesimistas, también el veinte por ciento, eligen la opción menos mala porque creen que el otro les perjudicará; y los confiados, otro veinte por ciento, cooperan siempre, ganen o pierdan. Un quinto grupo indefinido (diez por ciento), que el algoritmo no pudo clasificar, abarca personas que no responden a ninguno de los patrones anteriores. Lo realmente curioso es que el algoritmo informático podría haber obtenido un amplio número de grupos y, sin embargo, ha proporcionado una clasificación con sólo cuatro tipos de caracteres.
Intentaré explicar la clasificación mediante una analogía: dos personas pueden cazar jabalíes si permanecen juntas, pero solas sólo pueden cazan liebres. El envidioso elegiría cazar liebres, para evitar que el otro le iguale; el pesimista, liebres porque así se asegura que tiene algo; el optimista, jabalíes porque es lo mejor para ambos; y el confiado, que coopera siempre, jabalíes.
Concluyo recordando que la capacidad de predecir el comportamiento humano en los procesos de negociación es una herramienta útil, tanto para las empresas como para los gobiernos o para la gestión de cualquier organización. ¿Alguien lo duda?

sábado, 2 de diciembre de 2017

Dimensiones y vacíos atómicos


La historia de la gradual aceptación de la teoría atómica de la materia por parte de los científicos es admirable, tanto por su origen y la diversidad de hombres que intervinieron, como por el vigor de los debates, tanto por los argumentos que afloraron, como por las consecuencias inesperadas. El modelo atómico surgió de la consideración de tres tipos de problemas: ¿Cuál es la estructura física de la materia, en particular de los gases? ¿Cuál es la naturaleza del calor? ¿Cuál es el fundamento de los fenómenos químicos? Aunque a primera vista parecen cuestiones independientes, la respuesta a todas se obtuvo mediante un conjunto de conceptos comunes agrupados en la teoría  atómica. Es difícil encontrar un ejemplo mejor para mostrar cómo brota una teoría de la labor continuada de generaciones de científicos.
Los químicos han acumulado una enorme cantidad de observaciones sobre la composición de la materia. El modelo que las explica –la materia está formada por átomos- no es un hecho irrefutable, sino una estructura elaborada por la mente satisfactoriamente coherente y compatible con las observaciones. ¿La idea que tiene el profano de un átomo se corresponde con el modelo que postula la ciencia? Primero Demócrito y después John Dalton supusieron que los átomos eran indivisibles; los visualizaban como unas esferitas macizas, análogas a minúsculas bolas de billar. Así los imaginan los profanos todavía hoy: yerran.
Resulta difícil de entender el minúsculo tamaño de los átomos sin recurrir a comparaciones: váyase a una playa si vive en la cosa y si no, imagínesela. Trate de contar los granos de arena: pues bien, hay muchos más átomos en una gota de agua que granos de arena hay en esa playa que visitó. Si ya hemos tensado al máximo la imaginación con la comprensión del tamaño, hemos de hacerlo todavía más porque el noventa y nueve con nueve por ciento de la materia del átomo se concentra en su centro, que ocupa menos de una billonésima del volumen atómico; sí, es difícil de aceptar para el profano que casi toda la masa de una silla, una roca o una moneda llene menos de una billonésima de su volumen y que el resto del espacio se halle ocupado por nubes inestables de electricidad o por la nada absoluta. Por más persuasivos que sean los textos, tales creencias parecen ir en contra de la prosaica evidencia de nuestros sentidos, incluso los químicos encuentran indigeribles tales conceptos. ¡Qué le vamos a hacer!