sábado, 28 de octubre de 2017

Alimentación paleo: la dieta ideal no existe


En 1985 S. Boyd Eaton y Melvin Konner publicaron un artículo titulado “Nutrición paleolítica”, en el New England Journal of Medicine. Los autores argüían que la abundancia de enfermedades crónicas, tales como la obesidad, la hipertensión, las enfermedades coronarias o la diabetes, en las sociedades modernas, se debía a que habíamos abandonado la dieta de nuestros antepasados, los cazadores-recolectores paleolíticos, para la que estábamos diseñados. Lo que era una hipótesis sin confirmar pronto se convirtió en moda y muchos occidentales se apresuraron a seguirla. ¿En qué consiste la alimentación paleo? Simplificando un poco, los adeptos ingieren animales, peces, mariscos, huevos, verduras y frutas; y evitan los azúcares, los cereales y los productos lácteos.
En el tiempo transcurrido desde ese estudio pionero, los expertos han obtenido nuevos conocimientos sobre las necesidades nutritivas humanas. Considerar que las patologías actuales resultan del consumo de alimentos distintos a la dieta humana natural probablemente constituye un planteamiento erróneo: los habitantes de los países ricos tenemos más colesterol y padecemos obesidad con más frecuencia que otros pueblos que llevan un modo de vida tradicional, aunque ingerimos menos carne que ellos, fundamentalmente, porque consumimos más energía de la que gastamos y porque nos alimentamos con carne muy rica en grasas.
Hemos arraigado en casi todos los ecosistemas del planeta y a ellos adecuamos nuestra alimentación; desde la que abarca a casi cualquier animal y excluye a los vegetales, adaptada por las poblaciones árticas, hasta la que se ciñe casi exclusivamente a los tubérculos y cereales, arraigada en algunos pueblos andinos. La selección natural no nos ha moldeado para que dependamos de una sola dieta, sino para que seamos flexibles en nuestros hábitos alimenticios; el único requisito es que cubran nuestras necesidades metabólicas y nos hagan eficaces en la extracción de energía del entorno. Haré un inciso para mencionar que me resulta especialmente perversa la estrategia del pueblo azteca para conseguir una dieta equilibrada; practicaban la guerra -cuenta el antropólogo Marvin Harris- para obtener prisioneros con los que alimentarse: a su dieta de maíz le faltaban proteínas animales. El reto que afrontamos las sociedades modernas no es tanto seleccionar la dieta adecuada, como equilibrar las calorías que consumimos y gastamos. Combinando una estrategia que armonice proteínas, grasas y carbohidratos con el ejercicio moderado -recomendamos una hora diaria- podemos vivir como nuestros primitivos antepasados.

sábado, 21 de octubre de 2017

Vocación científica: Paulet y Carrión


El amor de los científicos a sus teorías más caras linda, a veces, con la desmesura, tanto, que les lleva a mostrar unas conductas ciertamente temerarias. Comentaré las actividades de dos talentosos investigadores peruanos inmerecidamente desconocidos.
La comunidad científica del siglo XIX se preguntaba si la causa de la enfermedad conocida como verruga o bartonelosis era una intoxicación por el agua o un agente infeccioso. Daniel Carrión estaba convencido de que una bacteria, inoculada por un mosquito, provocaba el mal. No se le ocurrió otra manera de demostrar su hipótesis que contagiarse con la sangre de un paciente: murió de la infección en el año 1885. La demostración fue concluyente.
A finales del siglo XIX, un grave accidente se produjo en un laboratorio de París: había explotado acetona. El responsable, Pedro Paulet, además de detenido por los gendarmes, acabó con un tímpano perforado, lesión que más adelante le producirá sordera. Fue tal la alarma del director del instituto parisino, que prohibió radicalmente el manejo de explosivos en sus laboratorios. ¿A qué se dedicaba el intrépido investigador causante del desafuero? En 1897, Paulet había diseñado un motor que no se parecía a ninguno de los vigentes, se trataba de una concepción revolucionaria porque utilizaba la fuerza que producen las explosiones. ¡Ni más, ni menos! Había construido un pequeño motor de dos y medio kilos de peso, que alcanzaba una fuerza de un centenar de kilos. Almacenaba, en tanques separados, el carburante y el oxidante, que mezclaba en una cámara de combustión; la combustión, una explosión controlada, generaba los gases que, al ser expulsados al exterior, producen una reacción –una retropropulsión- que eleva al vehículo. El científico peruano advirtió la importancia de su descubrimiento: aseguró que el cohete era el motor ideal para los vehículos aéreos, aunque había que modificar totalmente la estructura y la forma de los aviones. Para él, la hélice debía desaparecer por innecesaria: no sirve donde falta el aire; y también había que suprimir los demás elementos planeadores, para ser reemplazados por una nueva forma, que se adecuase a su función astronáutica. Wernher von Braun, ex-director de la NASA y director del primer vuelo tripulado a la Luna, reconoció, en “Historia Mundial de la Astronáutica", que “Paulet debe ser considerado como el pionero del motor a propulsión con combustible líquido”. Nadie mejor para certificar la valía del talentoso y audaz investigador peruano. 

sábado, 14 de octubre de 2017

Fotosintetizadores

¿Es inevitable el color verde de los continentes? ¿Tendría el mismo color la vegetación de un planeta que orbitase a una estrella ligeramente distinta? Nuestro Sol es una estrella del tipo G, las F son más azuladas, las K y M más rojizas. Un planeta en la zona habitable (existe agua líquida) de una estrella tipo F probablemente tendría vegetales azules, negros, en cambio, una del tipo M.
Tanto las bacterias y vegetales acuáticos como los terrestres se han adaptado a captar la luz que les llega de su estrella, filtrada por el aire o por el agua; luz limitada por la absorción del oxígeno en el extremo rojo y por la absorción del ozono en el extremo violeta; las plantas se han adaptado a esta circunstancia y por ello el pigmento absorbente óptimo es la clorofila, que absorbe los colores rojo-amarillo y azul-violeta, y, en consecuencia, se observa verde. Sin embargo, la atmósfera carecía de oxígeno cuando las primeras bacterias fotosintéticas aparecieron sobre la Tierra, lo que significa que debieron de usar otros pigmentos. Hace tres mil cuatrocientos millones de años, surgieron en nuestro planeta los primeros seres que aprovechaban la luz solar para obtener la energía imprescindible para vivir (fotosintetizadores, les apellidamos): eran bacterias acuáticas que absorbían rayos infrarrojos, en vez de luz visible; en sus reacciones químicas intervenía el hidrógeno, el sulfuro de hidrógeno o el hierro en lugar del agua, de modo que no producían el oxígeno y sí, muchas de ellas, azufre; sus pigmentos absorbentes de radiación fueron los antecesores de la clorofila. Más tarde aparecieron las cianobacterias azuladas que contienen pigmentos absorbentes de los colores de la luz visible; fueron las primeras productoras de oxígeno. Conforme los seres vivos liberaban gases que cambiaban la iluminación, ellos mismos se veían obligados a desarrollar nuevos pigmentos absorbentes: así surgieron las algas rojas y algas pardas; después, a medida que las aguas poco profundas quedaban libres de rayos ultravioleta, aparecieron las algas verdes, mejor adaptadas a esa iluminación que sus antecesoras. Y de las algas verdes que colonizaron el suelo evolucionaron todas las plantas, desde los musgos hasta los helechos, hierbas y árboles.
Es posible que, en el futuro, la selección natural favorezca a los seres que aprovechen, mediante pigmentos absorbentes distintos de la clorofila, la luz verde que hay en la sombra de los bosques. ¿Existirá algún ojo humano para verlo?

sábado, 7 de octubre de 2017

Iridiscencia


Cuando una mariposa Morpho azul vuela, la luz reflejada por la superficie de sus alas cambia del azul brillante del anverso al marrón opaco del reverso: las mariposas parecen destellos de brillante luz azul que desaparece y reaparece. Esta capacidad de cambiar el color, combinada con el ondulante patrón de vuelo dificulta su persecución por los depredadores: las alas iridiscentes ayudan a las mariposas a eludir a sus enemigos naturales.
Nos cautiva la variedad de colores que presenta la naturaleza, ya miremos una perla o una concha nacarada, ya las transparentes alas de las moscas y libélulas, los tonos metálicos de escarabajos y mariposas, o las plumas de los colibríes y pavos reales. Los colores de estas maravillas naturales no se deben a la presencia de pigmentos, sino al mismo fenómeno que se aprecia en una capa de aceite sobre el pavimento o en una burbuja de jabón, y que responde al luminoso nombre de iridiscencia. Trataré de explayarme un poco más sobre el fenómeno. La luz está constituida por ondas, que nos las imaginamos como si fuesen como olas; si la cresta y el valle de una ola (u onda) coinciden en un lugar al mismo tiempo, se anulan, los físicos consideran que su interferencia es destructiva; si dos valles o dos crestas coinciden al mismo tiempo en un lugar, se refuerzan, los físicos dirían que su interferencia es constructiva. En el caso más simple -una mancha de gasolina-, la luz es reflejada por las dos superficies paralelas del objeto semitransparente extremadamente fino; los rayos de la luz reflejada (en este caso concreto, por el suelo y la superficie del aceite) interfieren, y la interferencia amplifica o atenúa los diferentes colores. Dependiendo del ángulo desde el que se observa el objeto, los rayos de luz reflejada habrán recorrido un camino ligeramente diferente, su interferencia habrá sido distinta, los colores que se observan también habrán cambiado. Fijémonos ahora en los insectos coloreados. Las alas de las mariposas consisten en una membrana translúcida incolora cubierta por una capa de escamas (Lepidóptero, después de todo, significa alas escamosas); cada escama consiste en una minúscula superficie plana de una célula de espesor que se superpone con otras, como las tejas de una techumbre, cubriendo completamente la membrana, y apareciendo como polvo a la vista. La bella iridiscencia que observamos se debe a la interferencia entre la luz que llega al ala y la luz que es reflejada por ella.