sábado, 30 de septiembre de 2017

¿Por qué los humanos tenemos un cerebro grande?


Los antropólogos aseguran que los humanos diferimos de nuestros parientes primates más cercanos en tres rasgos anatómicos esenciales que aparecen en el registro fósil: un cerebro de gran tamaño (1230 centímetros cúbicos), locomoción bípeda (andamos sobre dos pies) y una mandíbula remodelada. ¿Qué provocó estos cambios?
La evolución del cerebro atrae una atención especial porque parece obvio que el éxito de nuestra especie se debe, sobre todo, a su inteligencia y resulta lógico que ésta tenga alguna relación con el volumen cerebral; pero el análisis de este rasgo anatómico es una cuestión compleja porque también depende del tamaño del cuerpo. Si deseamos comparar capacidades craneales de diferentes mamíferos debemos eliminar el efecto correspondiente al tamaño corporal; una vez hecho esto, sí se puede afirmar que los humanos tenemos cerebros más grandes que los otros animales. Se han elaborado varias teorías para justificar el motivo del aumento desmesurado de la capacidad craneal: la fabricación de útiles, la búsqueda de alimentos o la complejidad social, pero ninguna ha reunido pruebas suficientes para convencer a todos los expertos. Una nueva tesis, diseñada por Robert Martin, se va abriendo paso: puesto que el cerebro es un gran consumidor de energía, el factor principal del aumento de su tamaño debe haber sido el incremento de la capacidad para captar energía, o, dicho de otra manera, la facultad de los humanos primitivos para encontrar y explotar recursos alimentarios de alto contenido energético; este cambio, que también requiere innovaciones en la locomoción y una remodelación de la dentición, conecta los tres principales hitos biológicos conseguidos por los seres humanos que hallamos en el registro fósil.

En conclusión, parece que el factor crucial en lo referente al aumento del volumen cerebral reside en el abundante suministro de energía que necesita el órgano para su desarrollo y funcionamiento. Asimismo, esta conexión ayuda a explicar algunos hallazgos enigmáticos concernientes a los humanos modernos: sabemos que los Neandertales tenían una capacidad craneal superior a la de los Homo sapiens y que, en los últimos veinte mil años, el período donde se han producido los más notorios avances de la cultura humana, la capacidad craneal humana no sólo no ha aumentado, sino que ha disminuido. Además, ningún investigador ha hallado una correlación directa entre el tamaño del cerebro humano contemporáneo y su grado de inteligencia. ¡Y mira que lo han buscado!

sábado, 23 de septiembre de 2017

El color de los metales


La extraordinaria riqueza de las minas metálicas de la Hispania romana era legendaria. Relata Estrabón: en Turdetania (Andalucía), un pavoroso incendio forestal arrasa un monte en el que había una enorme veta de plata; extinguido el fuego, relumbrantes torrentes del metal fundido por el calor corren por la superficie del terreno. Después de imaginarme el suceso, se me ocurrió indagar la causa del color de los metales.
El oro, plata y cobre tienen algo en común y algo que los separa; se parecen en que los electrones externos de sus átomos se ubican de una manera similar y por ello tienen propiedades químicas comunes; los separa el color. Y, simplificando un poco, el color en el mundo metálico se reduce al estudio de estos tres elementos, pues el resto de los metales son parecidos a la plata.
El color de los metales se debe a la absorción y reemisión de la luz; si absorben y reemiten todos los colores con la misma eficiencia, entonces todos se reflejarán igual: los metales se parecerán a la plata pulida. Si disminuye la eficiencia de la reflexión de azules y violetas, se reflejarán preferentemente los amarillos (del oro) o los naranjas y rojos (del cobre). ¿Cómo explican el fenómeno los químicos? Los átomos metálicos tienen unos –llamémosles- habitáculos donde alojan sus electrones, cada uno con su  energía característica; unos habitáculos están llenos, otros, si superan una cota de energía (su nombre, nivel de Fermi, es lo de menos) están vacíos. Los electrones de la superficie de un metal pueden absorber la energía de todos o de algunos colores de la luz que les llega, y saltar a un habitáculo vacío de energía superior; inmediatamente deshacen el camino andado, los electrones bajan de nuevo a su habitáculo inicial emitiendo la luz que absorbieron: así producen el brillo metálico. Para que los electrones de la plata puedan dar el salto requieren mucha energía, necesitan rayos ultravioleta, la luz visible no posee energía suficiente, por eso reflejan todos los colores que les llegan y vemos blanca a la plata. Para dar el salto, los electrones del oro necesitan algo más de la mitad de energía que la plata: eso significa que absorben y reemiten luz amarilla; los electrones del cobre necesitan algo menos de la mitad, por eso absorben y reemiten la luz naranja.

Y nada queda por añadir, quizá que en heráldica el blanco significa pureza, el amarillo lealtad y el naranja resistencia. 

sábado, 16 de septiembre de 2017

El experimento de la cárcel de Stanford


¿Qué le ocurre a la gente buena en un lugar malvado? ¿Triunfa la bondad o la situación perversa? Para contestar a esa pregunta Philip Zimbardo hizo un experimento en 1971. Los investigadores crearon un ambiente carcelario muy realista para pasar dos semanas; en él colocaron a veinticuatro voluntarios seleccionados (mediante test psicológicos) entre estudiantes universitarios. Tirando una moneda al aire se decidieron los presos y guardias; los prisioneros vivían allí día y noche, los guardas hacían turnos de ocho horas.
Al principio, nada pasó, pero la segunda mañana los prisioneros se rebelaron, los guardas frenaron la rebelión y después idearon medidas contra los prisioneros peligrosos. A partir de ese momento, el abuso, la agresión y el placer sádico en humillar a los prisioneros se convirtió en norma. A las treinta y seis horas se liberó a un prisionero porque había sufrido un colapso emocional, otros prisioneros padecieron lo mismo en los cuatro días siguientes. El poder y el soporte institucional para desempeñarlo habían corrompido a jóvenes normales. En el quinto día, una estudiante ajena al experimento vio cómo los guardas colocaban bolsas en las cabezas de los prisioneros y les hacían desfilar con las piernas encadenadas, mientras les gritaban insultos. Se marchó llorando; la reacción sirvió para que el investigador jefe se diera cuenta de que la situación le había corrompido a él mismo. Detuvo el experimento en ese instante.
¿Cómo es posible que buenas personas se hubiesen convertido en malvadas? El experimento muestra que los psicólogos se equivocan al fijarse exclusivamente en los genes, la personalidad y el carácter; tienden a ignorar que las situaciones sociales influyen en el comportamiento de las personas mucho más de lo que sospechamos. Nos conocemos a nosotros mismos y a nuestros allegados sólo a partir de pequeñas muestras de comportamiento en un número limitado de situaciones. ¿Qué haríamos nosotros o los demás en situaciones inhabituales (ausencia de responsabilidad, deshumanización del otro, anonimato)? Tal vez actuaríamos como nunca hubiésemos imaginado sin las influencias del momento y lugar.

Si entendemos las situaciones que nos convierten en malvados, quizá podamos evitarlas, minimizar su impacto, enfrentarnos a ellas y resistir las influencias externas indeseables. Hannah Arendt se fijó en la banalidad del mal, yo prefiero que el foco resalte la banalidad del heroísmo. En ambos casos personas normales hacen una excursión; unas por el terreno de la depravación, otras por la senda del servicio a la humanidad.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Los azúcares, receta de un helado


Tómese plátano, azúcar, yogur y zumo de limón en las cantidades prescritas; bátase la mezcla en una heladera y deguste el delicioso manjar helado. No, los protagonistas de este relato no son los placeres de los sentidos, sino el trío de azúcares glucosa, fructosa y sacarosa que tienen la mayoría de las frutas, concretamente el trío mencionado aporta entre el cincuenta y el noventa por ciento del total de carbohidratos en diez frutas seleccionadas para la alimentación. En cuatro de ellas, la piña, el melocotón, el albaricoque y la naranja más de la mitad de sus azúcares son sacarosa; entre los seis restantes la manzana y pera tienen el doble de fructosa que glucosa, en la ciruela hay un treinta por ciento más de la segunda que de la primera, el plátano tiene aproximadamente tanto una como la otra, igual que el higo y la uva sólo que éstas dos apenas contienen sacarosa (menos del uno por ciento).
La sacarosa –formada por la unión de la glucosa y la fructosa- es la forma principal de transporte de azúcar desde las hojas a los otros órganos vegetales; probablemente porque siendo una molécula más estable que sus componentes aislados puede llegar a su destino final sin deterioro. Los animales no podemos absorber la molécula de sacarosa como tal, pero podemos romperla en sus constituyentes mediante unas tijeras moleculares (llamadas sacarasa) que se hallan en las células intestinales. La glucosa y la fructosa son absorbidos por las células que recubren las paredes de nuestro intestino delgado y de ahí llegan al hígado transportadas por la sangre; la primera, absorbida instantáneamente por las células, es el combustible principal que emplean para obtener energía; la segunda, en cambio, el hígado la almacena.

La sacarosa, el azúcar por  antonomasia, -más dulce que la glucosa y menos que la fructosa- ni fue abundante ni barata en la antigüedad, en casi todo el mundo se utilizaba la miel para endulzar; miel que contiene un sesenta y nueve por ciento de glucosa y fructosa, pero sólo un uno por ciento de sacarosa. Concretamente, en Europa no se conoció hasta que los cruzados la trajeron del oriente medio en el siglo XII, y fue un artículo de lujo hasta el siglo XVIII. Ignoro si los europeos contemporáneos somos más dulces que nuestros antepasados, pero sí sé que somos, después de los indios, los mayores consumidores de azúcar del mundo. 

sábado, 2 de septiembre de 2017

Antivirales de amplio espectro


No es igual un cadáver enterrado y comido por gusanos, que sumergido en el mar y engullido por las sardinas, que despedazado y devorado por los perros, que incinerado y aventado y sirviendo de pasto a los gorriones. Alguien acaba siempre comiéndose los cadáveres de los hombres. Sí, el mismo final para todos, aunque unos mueren, a otros los matan y alguno hay que prefiere suicidarse. Parecerá mentira, pero en el ámbito celular se observan semejanzas con los óbitos humanos; y el suicidio celular tiene un interés indudable para los biólogos porque la apoptosis –que así se llama el fenómeno- destruye las células infectadas por un virus o dañadas por cualquier otra circunstancia. ¿Aprecia el sorprendido lector la importancia de la apoptosis? Si tuviésemos la capacidad de lograr que las células cancerosas o las infectadas se autodestruyeran dispondríamos de una terapéutica para tan malhadadas enfermedades. Todd Rider pretende haberla conseguido: creó un nuevo medicamento antiviral –al que llamó DRACO (Double-stranded RNA Activated Caspase Oligomerizer)- capaz de revolucionar el tratamiento de las enfermedades víricas.
Antes de continuar el relato aclararé brevemente el modo de actuar de los virus. Los virus entran en una célula, se reproducen en ella y la revientan. ¿Cómo lo hacen? Una vez dentro, producen una cadena doble de ARN que controla las actividades químicas celulares. La longitud y el tipo de una variedad de ARN proporciona la diferencia entre las células infectadas y las sanas: la mayoría de los virus producen moléculas de ARN largas, las células sanas las producen pequeñas. Debo añadir que las células contienen proteínas de autodefensa contra el ARN vírico. Los dracos, igual que los mitológicos centauros, constan de dos partes: una proteína de autodefensa que reconoce el ARN vírico proporciona la mitad equina, la mitad humana activa el mecanismo de autodestrucción celular; en resumen, draco busca las células que contengan cadenas dobles de ARN vírico, y una vez las localiza, activa su autodestrucción.

Hasta ahora los médicos han contado con pocos agentes terapéuticos contra virus patógenos como el VIH, hepatitis, ébola, viruela o el simple resfriado; y la mayoría son específicos. Hace algunas décadas el descubrimiento de los antibióticos revolucionó el tratamiento de las infecciones bacteriológicas; los microbiólogos pretenden encontrar algún fármaco que también revolucione la lucha contra las infecciones víricas. El nuevo antiviral ya se ha ensayado y es efectivo contra el dengue, la gripe, la polio y varios más. La prometedora investigación continúa.