Las
primeras células fotovoltaicas no tenían utilidad: el coste de producir
electricidad con luz solar era demasiado elevado. La necesidad de emplearlas en
los satélites las rescató del olvido; y tanto éxito tuvieron sus diseñadores que,
en 2015, ya hay instalados en el mundo doscientos treinta gigavatios de
potencia fotovoltaica, que cubren el uno por ciento de la demanda mundial de
electricidad. Admiraba la manufactura de las células de silicio que constituyen
los paneles solares fotovoltaicos cuando, al fijar la vista en el césped, me di
cuenta que los vegetales efectúan la misma labor.
El
mecanismo que usan los vegetales para conseguir la energía necesaria para vivir
(tres mil trillones de julios anuales) es una maravilla ingenieril que hemos
llamado fotosíntesis: consta de unas antenas captadoras de la energía de la luz,
un centro de reacción y un canal que conduce la energía de unas al otro. Las
plantas reflejan los fotones verdes de la luz visible, lo que significa que absorben
los fotones azules y rojos; una labor que ejecutan varios tipos de antenas: el
pigmento clorofila capta la energía de los fotones azules y rojos, los
pigmentos carotenoides absorben la energía de fotones azules ligeramente
distintos. Como al centro de reacción sólo le valen los fotones rojos, los
pigmentos convierten la energía elevada del fotón azul en la energía menor del
fotón rojo (como hacen los transformadores eléctricos, que convierten cientos
de miles de voltios, primero en decenas de miles, y después en los doscientos
veinte de nuestros hogares). La molécula de clorofila usa la energía de la luz absorbida
para mover sus electrones externos, que pasan a una molécula adyacente, después
a otra y así sucesivamente; el conjunto constituye una cadena de transporte de
electrones similar a una corriente eléctrica; y los electrones que cedió la
clorofila son repuestos mediante la rotura de moléculas de agua, proceso en el
cual se genera el oxígeno de la atmósfera.
En
el centro de reacción, la energía transportada por los electrones se emplea para
sintetizar dos compuestos (su nombre, ATP y NADPH, no importa) imprescindibles
para sintetizar los exquisitos azúcares de las plantas. Cabe destacar que el
centro de reacción emprende reacciones químicas sólo si recibe una cantidad
mínima de energía: ocho fotones de luz roja se requieren para fijar una molécula
de dióxido de carbono y formar una molécula del imprescindible oxígeno.