sábado, 29 de julio de 2017

El descubrimiento de la fotosíntesis


            ¿Sabe el curioso lector que una misma reacción química proporciona los productos que comemos y respiramos? ¿Quién la descubrió? ¿Cuándo lo hizo? El científico Joseph Priestley comenzó la tarea en 1772: “He estado tan contento de que, por accidente, haya dado con el método de restaurar el aire que había sido dañado por la combustión de una vela, y haber descubierto por lo menos uno de los restauradores que la naturaleza emplea para este propósito: la vegetación”.  El investigador había dado la primera explicación correcta de la causa por la cual el aire de la Tierra ha permanecido saludable durante millones de años. Priestley había descubierto el sistema de ventilación del planeta: cómo el aire, continuamente viciado, es constantemente purificado por los vegetales. Sin embargo, sus resultados no fueron confirmados hasta el 1779, año en que Jan Ingenhousz escribió: “Observé que las plantas no sólo tienen la propiedad de restaurar el aire viciado en seis o diez días, como lo indica el experimento del Dr. Priestley, sino que pueden realizar este importante papel de un modo completo en unas cuantas horas; que esta maravillosa operación… se debe…a la influencia de la luz del Sol sobre la planta”. Falta por aclarar que hoy llamamos dióxido de carbono y oxígeno a lo que en aquella época identificaban como aire viciado y aire puro. Unos años después, en 1796, Ingenhousz reconoció que, bajo la luz del Sol, las plantas absorben el carbono del dióxido de carbono “expulsando en este momento sólo el oxígeno y manteniendo el carbono para su propio alimento”: las plantas no sólo purifican el aire mediante la luz, también producen nutritivos compuestos orgánicos. Nicolás Theodore de Saussure dio otro paso en el 1804; mediante cuidadosos experimentos demostró que el peso de las plantas aumentaba en una cantidad mayor que la cantidad de dióxido de carbono que habían tomado; atribuyó la diferencia al agua: el agua –concluyó- intervenía en el proceso.

Hoy sabemos que la fotosíntesis, la reacción química que hacen los vegetales, mediada por la luz del Sol, entre el dióxido de carbono y el agua, además del imprescindible oxígeno que respiramos, convierte en materia orgánica en torno a cien mil millones de toneladas de carbono inorgánico cada año. Sin la fotosíntesis no existirían las plantas, sin ellas no habría animales, en tal caso... el escritor no podría escribir estas reflexiones.

sábado, 22 de julio de 2017

Líquenes comestibles


Está escrito en la Biblia, el libro sagrado de judíos y cristianos, que el maná alimentó a las tribus de Israel durante su travesía del desierto; sin embargo, no aclara qué era el suculento manjar. Entre los varios vegetales propuestos por los botánicos me voy a referir a los líquenes. Los antiguos persas, y probablemente también los soldados del ejército de Alejandro Magno, comieron Aspicilia jussufii; y no sólo ellos, durante el siglo XIX, en la Turquía asiática, varias veces cayó del cielo una sustancia que cubrió un área de varios kilómetros cuadrados; se trataba de pequeñas esferas amarillentas, harinosas en el interior, con las que hicieron pan los aldeanos. Este liquen forma costras sobre las rocas que, al madurar, tienden a desprenderse en fragmentos, que el viento y la lluvia acumulan en vaguadas, donde llegan a formar capas sobre el suelo de una cuarta de grosor. Las especies comestibles, Lecanora esculenta o Sphaerothalhia esculenta, son otras posibles candidatas a maná: crecen sobre rocas y están poco sujetas a ellas, por lo que el viento las arrastra hasta que caen como lluvia.
Además de los mencionados existen cerca de veinte mil especies de líquenes; de tamaño, forma y color muy diversos, se encuentran en todo tipo de hábitat, desde los polos al ecuador. Los renos, caribúes y también los hombres en distintas partes del mundo han usado algunas especies de líquenes como alimento. Los habitantes del norte de Europa y los indios de Norteamérica los comieron, aquéllos el Cetraria islandica (llamado musgo de Islandia porque se parece a ese vegetal), éstos el Bryoria fremontii, un liquen colgante de las ramas de las coníferas que pueblan las montañas de Estados Unidos y Canadá.
Unas especies son amargas e irritan el aparato digestivo, Aspicilia jussufii, concretamente, tiene exceso de ácido oxálico (no debemos olvidar que el oxalato de calcio es el constituyente principal de los dolorosos cálculos renales); otras son tóxicas, Letharia vulpina, el liquen de los lobos, abundante en los bosques de Norteamérica, contiene un potente veneno, que nuestros antepasados usaron para untar las flechas, que mataban a lobos y zorros. No me olvido de los líquenes Usnea, que crecen colgando de las ramas de los árboles, tal como si fuesen pelos verdes, y contienen un antibiótico (el ácido úsnico), útil para tratar heridas superficiales, cuando no hay a mano antibióticos modernos.

sábado, 15 de julio de 2017

Magnetismo extremo de los magnetares


La orientación de una brújula me parece un fenómeno casi milagroso; sin embargo, sé que se debe al campo magnético de la Tierra; un magnetismo cuya intensidad ronda las cincuenta millonésimas de tesla (prescinda del nombre de la unidad y compare los números el displicente lector); a una centésima llega un imán de los que se usan para adherir adornos a la nevera; los más potentes electroimanes artificiales alcanzan unas cuantas decenas; apenas nada comparado con un púlsar, de los habituales que observa un astrónomo, que llega a los cien millones; superados por los cien mil millones de teslas que alcanzan los magnetares, que así se denominan unas excepcionales estrellas de neutrones que expulsan, en el mínimo tiempo que dura un rayo en cruzar el cielo, enormes cantidades de energía en forma de rayos X y radiación gamma.
Los astrónomos saben que las estrellas cuya masa supera las diez masas solares explotan como supernovas dejando como residuos un agujero negro o una estrella de neutrones; pero sospechan que no son las estrellas más masivas quienes producen las supernovas más potentes, más bien al contrario, las estrellas de mayor masa, monstruos de trescientas a mil masas solares, antes de colapsar y formar un agujero negro, pueden ocasionar explosiones hasta cien o mil veces más tenues, que algunos científicos ya han bautizado como subnovas. El intensísimo brillo de algunas supernovas, entre cien y mil veces superior al de una supernova corriente, no depende de la masa, sino de la rápida rotación; si una estrella de diez o algo más masas solares rota muy deprisa antes del colapso puede originar un magnetar. Su energía de rotación produciría una supernova ultraluminosa, ultranova que indicaría, por lo tanto, el nacimiento y rápido frenado de un magnetar que gira a gran velocidad.
Nada habría que añadir a lo descrito si no fuera porque el campo magnético superior a cuatro mil millones de teslas que hay en la superficie de un magnetar vuelve anormal al espacio cercano: el vacío se comporta como si fuese un cristal de calcita, se hace birrefringente diría el experto; un fotón de rayos X, por ejemplo, que por allí circulara se separaría en dos o dos fotones se fundirían en uno; por si fuera poco, los átomos se deforman, se convierten en cilindros alargados, concretamente, a los diez mil millones de teslas un simple átomo de hidrógeno se haría doscientas veces más estrecho que largo. ¡Qué ya son ganas de incordiar!


sábado, 8 de julio de 2017

Conflictos


¿Es sencillo inducir a la gente a formar ideas hostiles hacia quienes no forman parte de su grupo, llámese raza, nación, sexo, forofo de un equipo de fútbol o de cualquier otra cosa? En el año 1954 Muzafer Sherif y Carolyn Sherif hicieron un famoso experimento, titulado la Cueva de los ladrones, para comprobarlo. Los investigadores eligieron veintidós varones de doce años con similares experiencias vitales;  ninguno se conocía previamente. Los dividieron en dos conjuntos que instalaron en áreas separadas de una residencia de verano.
El experimento constaba de tres fases: formación de grupos, fricciones entre grupos, cooperación entre grupos. Después de tres días, en ambos grupos aparecieron espontáneamente jerarquías sociales internas. Las actividades de la segunda fase, que incluían competiciones deportivas entre ambos grupos, pronto tuvieron que suspenderse debido a su éxito: se exacerbó tanto la hostilidad entre ambos grupos (insultos, peleas) que los investigadores temieron por la seguridad de los individuos. Para disminuir la fricción y promover la solidaridad los investigadores introdujeron tareas (que llamaron metas superordenadas) que requerían la cooperación entre los grupos. Una meta superordenada es un objetivo que deben alcanzar ambas partes, y que no pueden conseguir por separado: en concreto, resolver la escasez de agua, desatascar un camión para que vuelva a circular o comprar una película para proyectar. La colaboración provocó que disminuyese el comportamiento hostil; los grupos se entrelazaron tanto que al final del experimento los muchachos insistieron en volver a casa todos en el mismo autobús.
Los resultados experimentales son al mismo tiempo aterradores y esperanzadores: por una parte, cuando los grupos compiten, los miembros de cada uno exhiben actitudes inamistosas u hostiles hacia los miembros del otro; pero por otra, si se plantean metas superordenadas, los grupos suspenden las hostilidades y cooperan para alcanzar las metas. Podemos observar el efecto después de terremotos, de tsunamis o de cualquier catástrofe: las personas se solidarizan y contribuyen a solucionar los problemas; así mismo, un caso particular, el efecto del enemigo común tiene una larga historia como herramienta para movilizar a los ciudadanos: consiste en organizar una meta superordenada para defenderse de un ataque inminente (sea una agresión armada o –quiero ser optimista- el cambio climático).

¿Le ha gustado al curioso lector el experimento de Sherif? Infórmese sobre el que hizo el profesor Ron Jones en 1967. Se llamaba la Tercera Ola, incluso se filmó una película sobre él.

sábado, 1 de julio de 2017

Incendios y tormentas ígneas


Reconozco que la barbarie extrema de mis semejantes siempre me sorprende. Sabía que Dresde y Tokio fueron bombardeadas durante la segunda guerra mundial, pero ignoraba la saña empleada en hacerlo. Gran parte de sus habitantes fueron literalmente quemados vivos, incendiados, derretidos porque los bombarderos soltaban sustancias inflamables para crear tormentas ígneas, reproducir las condiciones de un horno y hacer la destrucción más efectiva. También desconocía que las tormentas ígneas probablemente intervinieron en el incendio de Roma provocado por Nerón, y en el incendio que arrasó San Francisco después del terremoto de 1906.
¿Qué es entonces una tormenta ígnea? El movimiento en masa del aire, provocado por el fuego, que causa una intensa ignición en una amplia superficie. Nada más, nada menos. Cuando se incendia un lugar, el aire que está encima se calienta y asciende rápidamente; el aire frío de los alrededores ocupa el vacío provocando un intenso viento, que lleva más oxígeno a las llamas; el fenómeno se mantiene por sí mismo y alcanza los dos mil grados de temperatura; incluso pueden crearse vórtices de fuego que se mueven rápidamente y extienden las llamas a otros lugares; en algunos vórtices es tanta la fuerza del viento que crea un tornado ígneo. En resumen, comprendo que quienes apagan los incendios forestales teman sobremanera a las tormentas ígneas.
Una vez metido en asuntos incendiarios, la curiosidad me condujo a leer estadísticas sobre incendios forestales; concretamente, las que elaboró el Ministerio de Agricultura referentes a la primera década del presente siglo. En España se produjeron algo más de treinta y siete mil incendios anuales de media, cuando cuatro decenios antes eran sólo mil ochocientos; y la superficie quemada pasó de cincuenta y una mil hectáreas a ciento trece mil. Me sorprendió mucho que seis municipios españoles hubiesen registrado, cada uno, ¡más de mil incendios en un decenio!, y uno de ellos, La Cañiza en Orense, mil trescientos ochenta y seis. No me asombró, en cambio, que más de la mitad fueran intencionados.
Sabemos que los incendios forestales nos perjudican porque, al desaparecer la capa vegetal, el suelo queda desprotegido ante las lluvias y se pierde, se erosiona, dirían los edafólogos; y si no hay suelo ¿dónde cultivaremos? Durante el decenio, los españoles nos hemos gastado en prevención entre diez y veinticinco millones de euros cada año; me pregunto entonces ¿por qué no se emplea parte del dinero en la compra de fotografías de satélite para identificar la matrícula del coche del incendiario?