sábado, 27 de mayo de 2017

¿Por qué perduran los bosques de abetos?


En el Cretácico, hace unos ciento veinte millones de años, sólo el grupo botánico de los pinos, que apareció hace trescientos millones de años, formaba los bosques terrestres. A partir de entonces comenzaron a proliferar las plantas con flores cuya radiación fue desenfrenada entre hace noventa y setenta millones de años. ¿Sus ventajas? La semilla no está desnuda, sino protegida por el fruto; la existencia de la flor logró que, además del viento, los animales, sobre todo los insectos, contribuyeran a la dispersión del polen. Los datos atestiguan la eficacia de la innovación: hoy existen quinientas cincuenta especies del grupo botánico antiguo frente a doscientas cincuentas mil del moderno. A pesar de todo… Los pinos, alerces y piceas, tsugas y cedros, abetos y cipreses constituyen el mayor bosque del mundo; la taiga, que así se llama esta floresta formidable, forma una banda, de dos mil kilómetros de ancho y unos diez mil kilómetros de extensión, que se extiende alrededor del globo desde Canadá y Alaska hasta Siberia y Escandinavia. En estas latitudes se alcanzan las condiciones mínimas que permiten el desarrollo de un árbol: se disfruta, por lo menos, de treinta días al año en los que la intensidad de luz rebasa un límite y la temperatura supera los diez grados centígrados. Violentas ventiscas, temperaturas que sobrepasan los cuarenta grados bajo cero y fuertes heladas cubren el suelo de nieve profunda durante más de la mitad del año; el frío extremo no sólo amenaza con congelar el agua del vegetal, sino que lo priva del agua esencial porque no se pueden aprovechar el hielo o la nieve; los bosques septentrionales, como las plantas de los tórridos desiertos, tienen que resistir una sequía extrema. Los árboles de la taiga tienen una hoja capaz de soportar tales privaciones: la nieve no puede depositarse en ella, contiene muy poca savia y no la pierde debido, entre otras razones, a la capa de cera protectora, además, es oscura, para absorber mejor la escasa radiación solar. La naturaleza de las hojas -acículas- determina las comunidades animales que allí viven; como no se descomponen fácilmente permanecen sin pudrirse mucho tiempo y no liberan los nutrientes que contienen, por consiguiente, proporcionan un suelo pobre, por lo que la variedad de animales resulta muy restringida.

En resumen, aunque sabemos mucho sobre los árboles de la taiga, ignoramos las causas por las que se resisten a desaparecer. 

sábado, 20 de mayo de 2017

La peligrosa defunción de eta Carinae


A unos siete mil quinientos años luz de distancia, en la constelación austral de Carina (la Quilla), se halla una joven estrella apenas visible con el ojo desnudo, se llama eta Carinae y está a punto de convertirse en supernova. Cuando llegue a la Tierra la luz que anuncie el cataclismo, mañana o dentro de miles de años, ¿qué sucederá?
Los alarmistas, una exigua minoría, sostienen que la supernova provocaría una gran extinción en la biosfera. Cuando el núcleo estelar colapse, si la energía de la supernova se emite en dos estrechos chorros (brote de rayos gamma) y uno apunta a la Tierra, el resultado sería devastador. La intensa radiación encendería enormes incendios forestales; energéticos rayos cósmicos, al llegar a la atmósfera,  producirían una letal lluvia de muones; destruida la capa de ozono, los rayos ultravioleta completarían la destrucción. La mayoría de los astrónomos cree que eta Carinae no producirá un brote de rayos gamma, y aunque lo hiciera, no apuntaría hacia la Tierra; incluso en este caso, no afectaría a la biosfera porque la radiación se habría atenuado. Se vería la supernova como una estrella cuyo brilló superase ligeramente al de la luna llena, que iría disminuyendo hasta desaparecer.
En cualquier caso, necesitamos conocer mejor a eta Carinae. En los últimos tres siglos su brillo ha fluctuado ampliamente: en 1843 alcanzó un máximo convirtiéndose en la estrella más brillante después de Sirio. Estos cambios probablemente estén vinculados al agotamiento de un combustible y al tránsito a otro; si ya fusiona oxígeno o carbono le quedan años o siglos de vida, si helio cientos de miles. La estrella, cuya masa supera un centenar de veces la del Sol, está expulsando grandes cantidades de materia; materia que se observa al telescopio como dos enormes nubes de gas y polvo (con aspecto de cacahuete), que los astrónomos llaman la Nebulosa del Homúnculo. Como el destino final depende de  la cantidad de materia que pierda, quizá no produzca un estallido de rayos gamma; pero incluso en este caso los lóbulos de la Nebulosa del Homúnculo no apuntan al sistema solar por un margen de cuarenta grados. Por desgracia, hay una complicación. Los astrónomos descubrieron en 2005 que eta Carinae consta de dos estrellas, una de treinta y otra de noventa masas solares; lo que arroja incertidumbre sobre el momento, procedimiento y orientación de la explosión supernova de la estrella mayor.
Al contemplar una fotografía recién tomada de eta Carinae el escritor humildemente se pregunta ¿aún estará ahí?

sábado, 13 de mayo de 2017

Entomofagia: insectos comestibles


Es probable que nuestros remotos antepasados comieran hormigas, larvas de cucaracha, piojos, garrapatas y termitas. ¿Se imagina el sibarita lector degustando esos animalitos? ¿No? Comparte entonces la aversión cultural de los europeos por la entomofagia (ingesta de insectos). Probablemente porque en Europa las poblaciones de insectos son diezmadas por los fríos invernales y esto explica por qué su consumo no formaba parte de la dieta de los primeros pueblos que colonizaron esta región.
Hay argumentos sobrados para incluir los insectos en la comida: su alta tasa de reproducción los hace muy eficientes en la conversión de los nutrientes de su entorno en proteínas; algunos, incluso, producen proteínas a un ritmo veinte veces superior al de una vaca. Tal vez nos sorprenda saber que los insectos ya se consumen en los países tropicales; quizá porque allí viven especies más grandes, hay mayor diversidad y disponen de insectos durante todo el año su ingesta complementa la dieta de unas dos mil millones de personas, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación. Citaré los más demandados: el escarabajo picudo rojo es popular en el África subsahariana; la oruga de la mariposa emperador resulta un manjar en el sur de África; las termitas se asan en Sudáfrica; el gusano del agave frito o a la brasa con salsa muy picante se considera una delicia en México; el chapulín, saltamontes tostado o asado, también forma parte del menú mexicano; el valorado caviar mexicano se elabora a partir de huevos de hasta siete especies diferentes de hemípteros; los grillos domésticos se toman como aperitivo en Tailandia; en Japón comen la avispa chaqueta amarilla. En resumen, en todo el mundo se comen más de mil novecientas especies de escarabajos (coleópteros), orugas (lepidópteros), abejas, avispas y hormigas (himenópteros), saltamontes, langostas y grillos (ortópteros), cigarras, cochinillas, chinches, fulgoromorfos y saltahojas (hemípteros), termitas (isópteros), libélulas (odonatos) y moscas (dípteros).
Ante el crecimiento de la población humana que se vive en la actualidad -somos siete mil cuatrocientos millones de seres humanos en el año 2016 y esperamos ser diez mil millones a finales de siglo-, me sorprende que los moradores de los países ricos nos hayamos olvidado de una de las formas de vida dominantes en nuestro planeta, de los insectos, como fuente de alimento.

sábado, 6 de mayo de 2017

Muones


Me embelesa escuchar arias como “Casta diva” de Norma, “Je crois entendre” de Los pescadores de perlas o el maravilloso “Dúo de la flores” de Lakmé. Después de maldecir a conciencia contra la tecnología de mi ordenador que reproduce el sonido de las óperas con mala calidad, no sé si para consolarme, recordé una técnica que se está poniendo a punto. Seguro que el ilustrado lector conoce a los protones, neutrones y electrones que forman los átomos con los que está hecha la materia habitual; pero seguro que no tiene ni idea de que existan unas partículas en todo semejantes a los electrones excepto en que tienen doscientas siete veces más masa, se llaman muones y podemos encontrarlos en la Tierra pues ellos constituyen el trece por ciento de la radiactividad natural que recibimos.

Los rayos cósmicos, las partículas subatómicas que llegan a las capas altas de la atmósfera procedentes del Sol y de fuera del sistema solar, chocan con las moléculas que allí existen y, al hacerlo, producen muones que, después de atravesar unos quince kilómetros y perder un tercio de su energía, alcanzan la superficie con una energía elevada (cuatro GeV). Si bien los muones llegan continuamente, su flujo al nivel del mar es pequeño, apenas uno cada centímetro cuadrado y minuto, aproximadamente un sólo muón pasa a través de un área del tamaño de una mano humana cada segundo.

Estas olvidadas partículas pueden tener interesantes aplicaciones. Debido a su elevada masa, los muones son capaces de penetrar varios metros en una roca antes de detenerse, mucho más que los rayos X, por ello se pueden utilizar para obtener imágenes a través de materiales gruesos. Los expertos han llamado tomografía de muones a la técnica que utiliza los muones procedentes de los rayos cósmicos para generar imágenes tridimensionales de los volúmenes que atraviesan. El análisis de los muones procedentes del espacio exterior ya ha revelado la estructura interna de una pirámide, cámaras internas incluidas; concretamente en 2016, los expertos han efectuado la tomografía de muones de la Pirámide egipcia de Dahshur. Esta técnica puede convertirse en una útil herramienta para predecir las erupciones, previa construcción de imágenes del interior de los volcanes activos; y también para buscar sitios subterráneos capaces de almacenar dióxido de carbono. Citaré, entre otras aplicaciones industriales, la observación del interior de reactores nucleares o la comprobación del buen estado de las paredes de los altos hornos, lugares –sin duda- harto difíciles de observar.