sábado, 31 de diciembre de 2016

Quarks


Toda la materia del universo, las estrellas, los planetas, el polvo y gas que existe en el espacio, está hecha con los mismos elementos el electrón, un neutrino y los dos quarks más ligeros u y d. ¿Por qué pueden existir entonces seis quarks? ¿Por qué cuatro no están en el universo, ni se les espera? Nadie lo sabe. Los físicos han averiguado que toda la materia está hecha con átomos; los átomos contienen electrones y núcleos, éstos, neutrones y protones; y estas últimas partículas están constituidas por corpúsculos que llamamos quarks. Si el erudito lector, igual que el escritor, ha deducido, que todos los quarks son más ligeros que los átomos, habrá errado el quark t, el más pesado de todos, tiene tanta masa como un átomo de oro, uno de los átomos más pesados, y el oro, tiene la misma masa que ciento noventa y siete átomos de hidrógeno, el más ligero. ¿Por qué puede existir una partícula elemental tan pesada? Nadie lo sabe.
Como ya habrá advertido el sagaz lector he obviado hasta ahora una pregunta fundamental. ¿Cómo saben los físicos que existen partículas que no se encuentran en el universo? Que no existan, no quiere decir que no hayan existido en el pasado, ni que no se puedan crear en máquinas. Los cosmólogos suponen que, antes que transcurriese el primer segundo de su vida, en pleno Big-bang, el universo consistía en una sopa de quarks, electrones y neutrinos; además, por si cabía alguna duda, se molestaron en crear los cuatro quarks pesados en máquinas gigantescas y premiaron con el Nobel a quienes emprendieron y finalizaron tan ardua tarea.
Declaré en los párrafos anteriores que neutrones y protones están hechos con quarks; me faltaba añadir que cada partícula nuclear contiene tres y nada más que tres; y se trata de tríos inseparables; no sólo eso, nadie ha conseguido hallar en algún lugar del universo uno aislado, porque los quarks sólo pueden existir confinados dentro de una partícula, al menos eso creían los físicos… hasta hace poco. Porque ya han elaborado una nueva hipótesis: es posible que existan estrellas un poco más pequeñas y ligeramente más pesadas que las estrellas de neutrones, las estrellas de quarks, en ellas estas pequeñas partículas elementales estarían libres. A falta de confirmar la proposición, por lo menos ya se dispone de un candidato de enrevesado nombre RX J1856.5-3754 para tan exótico astro.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Bacterias artificiales


Desde el año 2016 ya se puede afirmar que la vida mínima terrestre es artificial. Un equipo de científicos encabezado por Craig Venter, en el que participaba el premio Nobel Hamilton Smith, creó una singular bacteria; para hacerlo, los investigadores manipularon los seres vivos que presentan el genoma más pequeño; concretamente, a uno de ellos, la bacteria parásita Mycoplasma genitalium, que se halla en el aparato genital y contiene quinientos veinticinco genes. Las bacterias artificiales recién creadas también son mycoplasmas, pero sus genomas sólo contienen cuatrocientos setenta y tres genes, los mínimos indispensables para vivir y replicarse. ¿Tienen alguna característica que las distinga de sus hermanas naturales? Resultan más vulnerables: sólo subsisten en los laboratorios, en cultivos repletos de nutrientes sin los que no podrían existir pues carecen de la capacidad de adaptarse a los imprevistos que suceden en el ambiente, como hacen el resto de seres vivos. A cambio tienen alguna ventaja: se dividen para generar hijas más rápidamente.
Los biólogos han conseguido fabricar las bacterias artificiales descartando genes aleatoriamente: para ello, en el genoma de las mycoplasmas, introducen transposones, unos genes saltarines que aterrizan en un lugar del genoma al azar y desactivan el gen que allí encuentran. De esta singular manera los científicos han conseguido que la bacteria se quede con el mínimo paquete de genes imprescindibles para permanecer viva y dividirse, ni uno más ni uno menos. Además de diseñar seres vivos inéditos, los investigadores han adquirido nuevos conocimientos durante su labor: que muchos de los genes eliminados tienen la misma función que otros esenciales, es decir, que son repuestos; también han hallado que el genoma mínimo carece de los genes capaces de modificar el ADN original, aunque conserva los genes capaces de leer el ADN y transmitirlo a las nuevas generaciones. Un dato, sobre todos los demás, les ha llamado la atención: la vida mínima requiere ciento cuarenta y nueve genes cuya función resulta totalmente desconocida, nada menos que el treinta por ciento de todo el genoma. ¡Qué ya es ignorancia!
La conclusión de estos trabajos no sorprenderá al sesudo lector: ya falta menos para que los biotecnólogos produzcan en sus laboratorios un genoma sintético, lo trasplanten a una bacteria a la que hayan vaciado antes de todo su contenido genético, y que este nuevo ser viva y se reproduzca con una programación biológica artificial.

sábado, 17 de diciembre de 2016

Ondas gravitatorias (gravitational waves)


Las ondas gravitatorias se parecen a las electromagnéticas; y éstas son relativamente fáciles de entender; en parte, porque las ondas de radio, los rayos infrarrojos, la luz visible o los rayos ultravioleta nos resultan familiares, en parte, porque las fuerzas eléctrica y magnética que intervienen en su emisión y detección pueden visualizarse sin mucha dificultad. No conviene exagerar las semejanzas, porque las ondas gravitatorias exigen conocer extraños conceptos como el espacio-tiempo curvado que aparece en la teoría de la relatividad.
Si se perturba violentamente un objeto grande, el espacio lejano ha de esperar a que la señal de que el cuerpo se ha movido llegue hasta él;  lo hace con una velocidad exactamente igual a la de la luz. Recurro a un experimento mental para entender el significado de las ondas gravitatorias: observo el efecto que producen sobre un detector colocado en su camino. Para ello tomo un anillo flexible que sitúo perpendicular a la dirección en la que se propaga la onda; cuando ésta pasa el anillo se deforma, perdiendo la circularidad. La causa de la deformación se debe a que el paso de la onda representa un cambio en la geometría local: aunque parezca mentira el anillo sufre fuerzas de marea similares a las de los océanos terrestres debido a la Luna.
La generación de ondas gravitatorias es muy sencilla: bastaría una barra rotando o dos masas vibrando unidas por un resorte; la dificultad reside en su extraordinaria debilidad que casi nos impide detectarlas. Un dato nos ayudará a comprender el problema: necesitaríamos un octillón –número de cuarenta y nueve cifras- de dispositivos construidos con dos masas de un kilogramo separadas un metro y oscilando un centímetro a diez hertzios para que la potencia de las ondas gravitatorias producidas pudiera encender una única bombilla eléctrica. Incluso el impacto de un gran meteorito de un kilómetro de diámetro contra un continente emitiría ondas gravitatorias cuya potencia apenas alcanzaría una mil millonésima de vatio. Esta debilidad nos indica que las fuentes de ondas gravitatorias deben buscarse en el universo y también nos muestra la dificultad de su detección porque, debido a su lejanía, sólo depositan en la Tierra una pequeña fracción de la potencia que emiten. En 1974, Joseph Taylor y Russell Hulse demostraron su existencia, por una vía indirecta, tomando medidas de dos estrellas que rotan una en torno a la otra. Por primera vez, en el año 2015, los físicos detectaron las ondas gravitatorias: la colisión de dos agujeros negros las había emitido.


sábado, 10 de diciembre de 2016

Mortíferas pandemias

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El sida, el ébola y el dengue son mortales enfermedades víricas que amedrentan a la humanidad en el siglo XXI; ante esa evidencia el ingenuo lector puede pensar que nunca antes ha habido plagas tan terribles. Yerra. Antes del descubrimiento de los antibióticos, que nos defienden de las bacterias, de las vacunas, que nos inmunizan contra los virus, o de la aplicación de medidas de higiene pública que nos protegen de los parásitos, las epidemias causaron catástrofes mundiales. Recordaré las dos más mortíferas de la historia.
La pandemia de la peste negra afectó a Europa, China, India, Oriente Medio y el Norte de África; en Europa alcanzó su punto álgido entre 1346 y 1361 matando a un tercio de la población, aproximadamente veinticinco millones de víctimas, a las que hay que añadir entre cuarenta y sesenta millones de asiáticos y africanos fallecidos. Yersinia pestis provocó la enfermedad; se trata de una bacteria que tiene el dudoso honor de encabezar, después de la malaria, la lista de agentes infecciosos que han matado más humanos en toda la historia. La peste es una enfermedad de las ratas; la mayoría muere tras ser infectadas, pero algunas sobreviven y difunden el mal. Las pulgas propagan la enfermedad; al picar a un animal infectado, succionan su sangre y las letales bacterias; bacterias que se multiplican en su aparato digestivo y son transferidas a otra rata o a una persona en la siguiente picadura. La temperatura ambiental influye en la transmisión porque, si es baja, la pulga no digiere toda la sangre, parte la regurgita al picar a otro animal, arrastra a las bacterias y produce un nuevo contagio.
En sólo un año, la pandemia de gripe de 1918 provocó entre veinte y cuarenta millones de víctimas. A diferencia de las otras epidemias de gripe que afectan sólo a niños y ancianos, también infectó a adultos saludables. Los investigadores estiman que la variante del virus de la gripe de 1918 promovía una reacción inmunitaria exagerada en el sujeto infectado que le impulsaba a producir citocinas en exceso (tormenta de citocinas); citocinas inductoras de una inflamación que acaba causando la muerte. Se le apellidó gripe española porque únicamente la prensa española le concedió la atención que merecía; mérito atribuible a la ausencia de censura en el país. ¿Sorprendido el suspicaz lector? España no participaba en la Gran Guerra… afortunadamente.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Cometas y velas solares


En el año 2014 la sonda Rosetta llegó al cometa 67P/Churiumov-Guerasimenko; se trataba del primer vehículo espacial que visitaba a un cometa e incluso transportaba un módulo que se posó en su superficie. Objetos formados por nieve, polvo y rocas, que se mueven en órbitas elípticas alrededor del Sol y del tamaño de unas decenas de kilómetros, los cometas tienen la composición de la nebulosa solar primitiva; nebulosa que originó los astros que componen el Sistema Solar. Con los resultados que se han obtenidos hasta ahora los geólogos ya pueden descartar una hipótesis cara a muchos astrónomos: el agua que forma los océanos terrestres no proviene de los cometas que chocaron con la Tierra.
En su camino hacia el Sol desde mucho más allá de la órbita de Neptuno, a medida que un cometa se calienta y su material sublima, desarrolla una atmósfera de gas y polvo llamada cabellera (o coma), que envuelve al núcleo. Fijémonos en el momento más hermoso: cuando cerca de la estrella la radiación y el viento solares azotan la cabellera y generan la característica cola que se alarga millones de kilómetros. Los cazadores de cometas pueden observar no una, sino dos colas por lo menos: una, de polvo, retiene la inercia del movimiento, la otra, de gas, se muestra siempre en sentido contrario a la luz del Sol. Ahora bien, después de contemplar tan grandioso espectáculo surge inevitable la siguiente pregunta; si el viento y la radiación solar son responsables de la formación de la cola, ¿por qué no emplearlos para proporcionar el empuje a naves espaciales equipadas con velas solares? ¿Cuándo dispondremos de vehículos sin motores, ni combustible que nos permitan desplazarnos por todo el sistema solar? Por cierto, el término vela, por su asociación con los veleros, se presta a equívocos, pues en contra de la creencia popular no es el viento solar el que impulsa la nave espacial, sino la presión de la radiación luminosa del Sol (cinco mil veces mayor). No obstante, existe una tecnología, que presenta todavía numerosos inconvenientes para llevarla a la práctica, que también usa el término vela solar: recurre una malla que capta la energía electromagnética del viento solar, aunque en nada se parece a una cangreja, carbonera, cebadera, foque, gavia, mayor, mesana, trinquete, velacho o a cualquiera de las velas clásicas.