sábado, 27 de agosto de 2016

Río de polvo


¿Sospecha, el matemático lector, que puede haber alguna relación entre los números primos siete, once, trece, diecisiete... y las cigarras? Seguro que no. Pues bien, yerra: en los Estados Unidos, algunas especies de cigarras hacen coincidir la duración de sus ciclos vitales con diferentes números primos. La razón de esta inesperada sincronía matemática consiste en evitar que los ciclos de cría coincidan con números pares (y, por lo tanto, más previsibles): las cigarras consiguen así que sus depredadores tengan más dificultades para descubrir sus pautas. Sí, me gustan las conexiones inesperadas, y una de ellas radica en un inesperado vínculo entre la Amazonia y el Sahara.

En América del Sur prospera el bosque lluvioso más extenso del mundo; la exuberante cuenca amazónica posee una inigualable diversidad biológica. Al otro lado del océano, ocupando el norte de África, el desierto del Sahara tiene uno de los climas más inhóspitos del planeta; sus arenas en movimiento constante, sus áridas mesetas y sus desnudos picos rocosos contienen poca lluvia, escasa vegetación y exigua vida. Cuesta imaginar que tan diferentes lugares estén conectados por un intermitente río de polvo atmosférico de casi diecisiete mil kilómetros de longitud. Cada año, los intensos vientos del Sahara envían enormes nubes de polvo en un viaje transatlántico hacia la cuenca del Amazonas. En parte originario del lecho de un antiguo lago sahariano, el polvo del desierto, rico en fósforo resulta esencial para el crecimiento de las plantas; depositado en la Amazonia cada año, ayuda a reducir el déficit de fósforo del bosque. Los restos de organismos africanos muertos hace mucho tiempo proporcionan nutrientes cruciales al bosque americano. ¡Quién lo iba a decir! Los científicos han cuantificado que, cada año, se depositan veintisiete millones de toneladas con siete décimas en la cuenca del Amazonas, el quince por ciento del total de polvo que abandona el Sahara.

¿Afecta el cambio climático a este fenómeno? Tal vez, pues la cantidad de polvo que atraviesa el Atlántico varía; y la razón de la variabilidad podría hallarse en el Sahel, la franja de tierras semiáridas que ocupa la frontera sur del Sahara: los investigadores han hallado que cuanto más llueve en el Sahel, menor cantidad de polvo viaja. ¿A qué se debe la correlación? Los científicos confiesan, por ahora, su ignorancia.

sábado, 20 de agosto de 2016

Alimentos bio


Hay gente tan ignorante que ignora su ignorancia. A eso, hay quien le llama soberbia. Marra el avisado lector que piense que sólo los aristócratas, políticos o millonarios pecan del primer pecado capital, también los científicos lo hacen. El jamón es uno de los productos más afamados de la gastronomía española. Hay consenso entre los expertos en que los jamones del cerdo ibérico -criado en las dehesas extremeñas, comiendo bellotas en libertad- son mejores que los del cerdo de granja; la grasa del primero tiene un porcentaje de ácidos grasos insaturados y poliinsaturados mayor que la del segundo, y éste más ácidos grasos saturados que aquél. Debería reinar el mismo consenso al comparar los alimentos habituales con los calificados como bio; sin embargo, y debo reconocer mi estupor, no es así: un profesor español ha proclamado una cruzada contra los consumidores de alimentos bio, soslayando causas de mayor enjundia –una enfermedad, el hambre o la ignorancia- en las que emplear sus esfuerzos. Ante tal crítica no está de más recordar algunos datos. Francisco Pan-Montojo (Nature Science Reports, 2012) ha demostrado que el párkinson –terrible enfermedad- empieza en el intestino por la exposición prolongada a los plaguicidas que interaccionan con las células intestinales, y desde ahí se propaga al cerebro, donde se produce la muerte de las neuronas. Estudios precedentes relacionaban los plaguicidas con la enfermedad; pero faltaba por conocer el mecanismo de la patología. Aclara el investigador: “Nuestros datos, que fueron confirmados en ratones, sugieren que esta progresión se realiza a través de los nervios que conectan el intestino con el sistema nervioso central”; y colige: “Es necesario determinar qué componentes se pueden utilizar en agricultura y cuáles no”. Por otro lado, Philippe Grandjean y Philip J Landrigan (Lancet Neurology, 2014) han demostrado que el clorpirifós (un insecticida) y el DDT (un plaguicida) dañan el cerebro infantil y que el autismo, el trastorno de hiperactividad y déficit de atención, la dislexia y otros trastornos cognitivos afectan a millones de niños en todo el mundo; por si fuera poco han comprobado que a la mayoría de los productos químicos habitualmente usados no se les ha comprobado la neurotoxicidad. 

          Supongo que nadie negará que los alimentos calificados como bio contienen menos plaguicidas que los alimentos habituales. Y, si los plaguicidas se han correlacionado con el autismo, déficit de atención e hiperactividad infantil y ahora también con el Parkinson, me pregunto ¿no serán más saludables tales alimentos?

sábado, 13 de agosto de 2016

Ferromagnetismo


Los imanes tienen un halo de misterio que fascina a los infantes, y no sólo a ellos. Franz Mesmer, un personaje muy popular en la segunda mitad del siglo XVIII, pretendía curar algunas enfermedades mediante el magnetismo; hoy, la fascinación por los imanes perdura, pero las curaciones magnéticas mesmerianas las atribuimos a la sugestión, un fenómeno psíquico absolutamente independiente del magnetismo. Dejando a un lado la fantasía, ¿a qué se debe el magnetismo? Los físicos han comprobado que una brújula siente una fuerza (puede moverse) cerca de un cable por el que pasa una corriente; más aún, si el cable se doblara en forma de bucle produciría la misma fuerza que un imán cualquiera. Éste y otros experimentos han mostrado que la corriente eléctrica, o sea, el movimiento de electrones produce el magnetismo. Ahora bien, como los átomos contienen electrones en movimiento, cada uno de ellos podría considerarse un imán; así debería ser, sin embargo, si los electrones se aparejan se anulan los efectos magnéticos, deben permanecer solitarios para que cada átomo pueda asemejarse a un imán.
En la mayoría de los materiales, la orientación al azar de sus trillones de átomos –nos los imaginamos como diminutos imancillos- difuminará la acción magnética global y una brújula en su cercanía nada detectará. Sin embargo, en unos pocos materiales, los electrones que no estén emparejados interaccionan con intensidad; y lo hacen de tal manera que un átomo induce a sus vecinos a alinearse; se forman así pequeños volúmenes (dominios) del tamaño de un grano de arena que tienen alienados todos sus átomos. Debe resaltarse que si bien todos los átomos de un dominio señalan la misma dirección, los distintos dominios se hallan orientados al azar: por eso un trozo de hierro no tiene magnetismo. Pero si sucede algo capaz de alinear todos los dominios de un material –colocar cerca un imán externo, por ejemplo- se engendrará un imán permanente; en estos materiales –llamados ferromagnéticos- el magnetismos de cada dominio se suma en vez de anularse. En resumen, la magnetización necesita de dos pasos: una fuerza interatómica que alinee los átomos dentro de cada dominio, y un factor externo que alinee los dominios.
Debo de añadir algunos matices, se desconoce todavía las características que deben tener los átomos para que puedan constituir un imán; deben de ser muy estrictas pues sólo cuatro elementos, el hierro, cobalto, níquel y gadolinio las cumplen, los técnicos arguyen que son los únicos elementos ferromagnéticos.

sábado, 6 de agosto de 2016

Colágeno

Desde hace trescientos mil años las distintas especies humanas han usado el fuego de manera cotidiana; lo hacían para disponer de una fuente fiable de luz, calor y de un arma mortífera contra los felinos; pero el beneficio mayor estaba en la cocina: alimentos que no digerimos crudos, como las nueces y los tubérculos, quemados se han convertido en parte esencial de la dieta. Además, la cocción mata peligrosos gérmenes y también facilita la masticación y digestión de los alimentos. Sépase que un chimpancé dedica cinco horas diarias a masticar alimentos crudos, con una hora le bastaría si estuviesen cocinados. Este exordio se debe a que ayer obtuve gelatina al hervir colágeno en agua. Y recuerde el docto lector que el colágeno, la proteína más abundante de los animales vertebrados, constituye casi la tercera parte de la masa corporal de proteínas; un animal que pesa media tonelada está sostenido por fuertes fibras de colágeno que se hallan en los tendones, cartílagos, huesos y pellejo. La conversión del colágeno insoluble en gelatina soluble indica que se ha producido la rotura de algunas uniones entre los átomos del colágeno -razón principal de la dureza de la carne- y constituye una importante razón para su cocción. Hago un inciso gastronómico para recordar que el escaso poder nutritivo de la gelatina como alimento proteico se debe a su inusual composición de aminoácidos: muy rica en cuatro de ellos, pero muy baja en los demás.
El colágeno -decía- está organizado en fibras que a su vez contienen fibrillas; éstas constan de tres cadenas de aminoácidos enrolladas formando un cordón de tres hebras. En los tendones, las fibrillas se disponen en haces paralelos unidos transversalmente, tal ordenación les permite soportar diez mil veces su propio peso, una prestación superior a la de un hilo de acero del mismo tamaño. En el pellejo de la vaca, colágeno casi puro, las fibrillas forman una red irregular entrelazada y muy resistente, no hay más que recordar al cuero. Las fibrillas, además, no permanecen inmutables: a medida que envejecen aumenta el número de uniones dentro de ellas haciéndolas más rígidas y frágiles, lo que equivale a afirmar que se alteran las propiedades mecánicas del colágeno. ¿Consecuencia? Aumenta la fragilidad de los huesos y la córnea del ojo –que también contiene colágeno- se vuelve menos transparente. Al anciano lector que le desmoralice la lectura de estas conclusiones le recordaré que “Envejecer es el único modo de vivir mucho tiempo”.