sábado, 27 de diciembre de 2014

Cáncer de tiroides


El otro día me encontré con un compañero muy preocupado: su médico le había hallado un nódulo en el tiroides. Intentaba disimular que estaba aterrorizado. ¿Tenía un cáncer? ¿Sería benigno o maligno? Probablemente el estudiado lector conocerá el lugar donde se sitúa la glándula tiroidea -en el cuello- y su función: producir la hormona tiroxina encargada de aumentar el metabolismo general y, por lo tanto, estimular la producción de energía y de los componentes corporales. Hasta aquí todo correcto; pero, qué ocurre con el cáncer de tiroides, porque el nódulo –para mi amigo- era sinónimo de cáncer. El hombre estaba intranquilo, le urgía que le extrajesen tan incómodo compañero. Había consultado a varios médicos y escuchado opiniones contradictorias: también se hallaba confuso. Para sorpresa mía, más de un galeno se había mostrado de acuerdo con la operación sin más preámbulos; paciente que tiene un nódulo: candidato al quirófano. 

Expondré los datos que ha publicado el doctor G. Hennemann, uno de los mejores expertos mundiales del tema. El eminente profesor estima que, si se hiciese una ecografía a toda la población, hallaría nódulos tiroideos en un veinte por ciento del total; para no exagerar, acepta que sólo cuatro de cada cien tienen un nódulo solitario diagnosticable en clínica. Merece la pena detenerse en los números: cuarenta mil personas de cada millón tienen un nódulo tiroideo, cuarenta de cada millón tienen cáncer de tiroides, cuatro de cada millón pueden morir de su cáncer si no se las trata. Si se extirpasen todos los nódulos tiroideos habría que operar a cuarenta mil personas: se quitarían cuarenta cánceres y se evitaría la muerte de cuatro personas; por otro lado, es absolutamente seguro que las complicaciones que se habrían producido en las cuarenta mil intervenciones quirúrgicas serían más peligrosas. Si extirpáramos todos los nódulos tiroideos, el remedio sería peor que la enfermedad. Y aún no he mencionado los posibles problemas que reporta al operado la ingestión de la hormona tiroidea durante toda la vida. Hay que separar, por lo tanto, de los cuarenta mil enfermos de cada millón que tienen un nódulo en el tiroides, los que sepamos con certeza que tienen cáncer o que tienen alta probabilidad de padecerlo; y extirpar solamente éstos.

Nada más tengo que argumentar; el sufrido lector deducirá las conclusiones oportunas.

sábado, 20 de diciembre de 2014

La Tierra, un imán cambiante


Los antiguos marinos se valieron de la brújula para orientarse en el mar; aunque nos cuesta un considerable esfuerzo mental recelar de la estabilidad de los polos magnéticos, sabemos que no siempre han estado donde los encontramos hoy, algunas veces el norte se muestra en el sur, otras aparece en cualquier lugar, incluso puede hallarse duplicado. Que nadie albergue dudas sobre la ubicación del norte geográfico, me refiero al norte magnético, al lugar que señala la brújula.

Desde hace más de un siglo los geofísicos observan un debilitamiento de la intensidad del magnetismo terrestre; si continuara, dentro de un millar y medio de años se anularía; aunque la anomalía probablemente sólo sea otro aspecto de su variabilidad, no puede descartarse que presagie su inversión, un fenómeno que ya ha ocurrido cientos de veces. Sabemos que los polos del campo magnético terrestre pueden estar en dos lugares: el habitual, en el cual las brújulas se dirigen al norte geográfico (al ártico) y el invertido en el cual se dirigen hacia el sur. Cierto, durante un cuarto de millón de años –el tiempo medio entre dos inversiones- el magnetismo del planeta se mantiene estable; pero durante el tiempo que tarda en producirse la transición –de cuatro mil a diez mil años–- aparecen inestabilidades. En las épocas estables –como la actual- la Tierra se comporta como un imán permanente ligeramente inclinado con respecto a su eje de rotación (técnicamente diríamos que constituye un dipolo); pero durante la inversión pueden aparecer varios polos norte y sur en cualquier lugar del globo. A falta de un conocimiento más profundo del fenómeno, los científicos sospechan que la causa de las inversiones yace escondida a tres mil kilómetros bajo el ilustrado lector, en el núcleo externo, una masa de metal fundido que gira lentamente, aprisionada entre el manto de la Tierra y el núcleo interno sólido; el movimiento –la convección- del hierro líquido (cuyo volumen quintuplica con creces el volumen de la Luna) engendra el campo magnético; en pocas palabras, si bien desconocen el mecanismo exacto del funcionamiento los investigadores conjeturan que el núcleo externo se comporta como una dinamo, el dispositivo que convierte la energía cinética de sus partes móviles en energía magnética.

Sabemos que el tiempo medio entre dos inversiones del campo magnético dura doscientos cincuenta mil años y que la última inversión ocurrió hace setecientos ochenta mil, por lo que sospechamos que una nueva inversión no tardará en producirse. Receloso, me pregunto cuándo.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Inesperada utilidad de las ceras


¿Es aficionado a usar cosméticos el gallardo lector? ¿No? Aun así, seguro que utilizará betunes para su calzado ¿Tampoco? He comprendido: no le importa la apariencia, ¿tampoco la de la fruta que come? ¿No ha alabado el brillo de las manzanas y naranjas en la frutería? Si alguna vez ha comido los frutos brillantes, o usa cosméticos o limpia sus zapatos con betún, ha estado en contacto con las ceras.

Las glándulas cutáneas de los animales vertebrados segregan ceras como recubrimiento protector para mantener la piel (y el pelo, la lana o las plumas) flexible, impermeable y lubricada. ¿Acaso no admiramos las plumas de los pingüinos, que permanecen perfectamente secas después de una inmersión? No se quedó atrás el reino vegetal en el uso de tan útil invento: las hojas de muchas plantas están recubiertas por una capa de cera, y ahí está la brillante apariencia del acebo para demostrarlo; evitan así la evaporación excesiva del agua y se protegen contra los ataques de insectos y parásitos. Como no podía ser de otra manera los humanos nos aprovechamos de algunas de ellas. La cera –con la que se elaboran algunas velas- es el componente principal del material con el que abejas construyen los panales de sus colmenas. El cráneo del cachalote y las grasas de las ballenas contienen espermaceti, una cera muy demandada en la industria cosmética, que puede ser sustituida, si se quiere evitar la matanza de los grandes cetáceos, por el aceite de jojoba (Simmonsdia chinensis), otra cera producida por un arbusto originario del desierto norteamericano. Al erudito lector interesado en su composición química le aclararé que estos singulares compuestos son uniones (ésteres es el término técnico) de ácidos orgánicos y alcoholes que poseen muchos átomos de carbono (dieciséis y treinta la cera de abeja, dieciséis -o catorce- y dieciséis el espermaceti y veinte y veintidós el aceite de jojoba).

No me olvido de la cera de carnauba, que se extrae de la palmera sudamericana Copernicia prunifera, y que debería resultar muy familiar al frugívoro lector. Su espléndido brillo no sólo la convierte en un ingrediente indispensable para los betunes del calzado, sino también en un producto imprescindible para encerar algunas frutas después de la cosecha; con el tratamiento los agricultores consiguen mejorar la apariencia del fruto -con los ojos también se come-, conservar su lozanía y alargar su vida: porque impide la deshidratación y preserva del ataque de hongos y bacterias. Sí, sorprendido lector, a menudo, en los postres, degustas cera.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Radiación cósmica de fondo


En el año 1965 Arno Penzias y Robert Wilson descubrieron una curiosa radiación que envuelve a la Tierra casi uniformemente desde cualquier dirección. Tiene las características de la radiación de un emisor perfecto cuya temperatura fuese doscientos setenta grados centígrados bajo cero (dos kelvin y siete décimas que dirían los físicos). Se trata de microondas y su existencia es el argumento más sólido a favor de la teoría del Big-bang con que cuentan los cosmólogos; no sólo es la señal más antigua detectado -creemos que fue emitida inmediatamente después del Big-bang inicial, hace trece mil ochocientos millones de años- sino también la más distante puesto que viene de más allá de los cuásares, las más remotas fuentes luminosas conocidas.

El Big-bang no fue simplemente la explosión de un núcleo de materia en el seno de un vasto espacio que estaba vacío, sino la explosión del espacio mismo; un espacio que no tiene borde exterior y está ocupado uniformemente por la materia. Se trata de algo ajeno a nuestra experiencia cotidiana pues consideramos que la cantidad de espacio entre las galaxias (que suponemos quietas) no permanece fijo, sino aumenta. Una precisión: como ya habrá colegido el sorprendido lector la dilatación del espacio no se aprecia en el sistema solar.

Los físicos suponen que el plasma caliente que constituía el universo primitivo emitía y absorbía radiación de igual forma que lo hace el plasma de la superficie del Sol; y eso ocurriría hasta los cuatrocientos mil años tras el origen del universo. En esa época la temperatura de la materia habría descendido hasta que los núcleos y electrones se hubiesen unido para formar átomos; desde entonces, como apenas hay interacción entre la materia y radiación, ésta puede volar por el espacio, conservando la imagen que el plasma ofrecía cuando la luz interaccionó con él por última vez. Esta es la radiación que ahora observamos como fondo cósmico, el telón delante del cual aparecen todos los astros. Emitida como radiación visible e infrarroja ahora la observamos como microondas porque ha sufrido un alargamiento, como consecuencia de la expansión del universo, que ha multiplicado sus longitudes de onda por mil quinientos.

Una última reseña: si el universo fuera totalmente uniforme también lo sería el fondo cósmico; no sucede así: se observan planetas, estrellas, galaxias, cúmulos, heterogeneidades que deberían observarse en el fondo cósmico… como así sucede. Los datos reales confirman la teoría, podemos estar tranquilos.