sábado, 30 de noviembre de 2013

Neuroquímica del miedo


No hallo mejor manera de empezar un discurso sobre el miedo que con el inicio de esta epístola escrita por Francisco de Quevedo:

No he de callar, por más que con el dedo,
Ya tocando la boca, o ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

El temor es una emoción humana provocada por la percepción de un peligro, que produce cambios fisiológicos inmediatos: aumenta el metabolismo, la presión arterial, la glucosa en la sangre, la actividad cerebral y la coagulación, el corazón bombea más sangre hacia los músculos, los ojos se agrandan, las pupilas se dilatan para mejorar la visión, el sistema inmunitario, en cambio, se detiene (igual que toda función no esencial); y resalto que se produce la misma reacción al daño físico que al dolor psíquico. El miedo se inicia en dos regiones de la cabeza: en el cerebro reptiliano, que regula acciones esenciales para la supervivencia como comer, beber o respirar, y en el sistema límbico, que controla las emociones; cuando se activa la amígdala, una glándula ubicada en el sistema límbico que recibe la información los sentidos, se desencadena el temor; la huida, el ataque o la paralización constituyen la respuesta. Sí, la extirpación de la amígdala parece que elimina la sensación en los animales; no sucede así en los humanos (que a lo sumo nos volvemos más calmados): deducimos del experimento que la corteza cerebral y otras partes del sistema límbico participan en la sensación.

Los neuroquímicos han averiguado que la vasopresina -una neurohormona- interviene en el mecanismo detonante del miedo y que el etanol inhibe su producción, por lo que no es extraño que, antes de entrar en combate, el guerrero recurra a las bebidas alcohólicas. Hay más sustancias que intervienen en esta poderosa emoción; según un estudio hecho por el psiquiatra Andreas Heinz, la cantidad de dopamina, un neurotransmisor de la amígdala, probablemente muestra si una persona es tranquila o miedosa: pues las personas que presentan una concentración alta reaccionan con más miedo que aquéllas en las que es baja. El mismo investigador también observa menos temor cuanta más comunicación (más fibras nerviosas) existe entre la amígdala y otra región cerebral (el cíngulo anterior). El lector inteligente seguro que se pregunta, igual que el escritor, ¿disponemos ya de un baremo para elegir los mejores soldados?

sábado, 23 de noviembre de 2013

Indispensable refrigeración


En el delicioso libro “Las mil y una noches” puede leerse que caravanas de camellos transportaban hielo desde las montes del Líbano a los palacios de los califas en Damasco y Bagdad. Sí, puede refrigerarse con hielo; pero hoy, afortunadamente, los científicos han conseguido mejorar la técnica y en vez de hielo traído de las montañas usan las máquinas frigoríficas. ¿Cómo operan estos imprescindibles aparatos?

Un botijo es una vasija de barro que se utiliza para refrescar agua. Su funcionamiento es sencillo: el agua se filtra por los poros de la arcilla y en contacto con el ambiente se evapora, una acción que enfría el agua del botijo: la clave del enfriamiento está en la evaporación del agua. El proceso es simple; cuando el agua se evapora necesita energía para cambiar de estado; toma esa energía del agua líquida remanente, y, por lo tanto, disminuye su temperatura. El mismo efecto también se observa en otras situaciones: en verano, cuando se riegan las calles para refrescar el ambiente; o cuando nos ponemos un algodón empapado de alcohol para disminuir la fiebre; o cuando sudamos y la evaporación del agua refrigera el cuerpo. El fenómeno se repite de nuevo en las modernas máquinas frigoríficas. Un refrigerador sencillo utiliza un dispositivo para disminuir la presión de un líquido (el refrigerante), lo que produce su expansión y consiguiente evaporación: se consigue así que el líquido absorba calor del medio (que se enfría) al pasar al estado gaseoso. A continuación un compresor condensa el gas, que desprende calor al pasar al estado líquido: el aire o el agua se encargan de enfriarlo. Terminado el proceso, el ciclo puede repetirse; en resumen, la refrigeración consiste en efectuar un trabajo para extraer calor de un cuerpo frío –bajando su temperatura- y llevarlo al ambiente. Sin duda, el crítico lector ya se habrá preguntado por la composición del fluido refrigerante: se usaron clorofluorocarbonos hasta que se demostró que alteraban la capa de ozono, ahora se usan hidroclorofluorocarbonos e hidrofluorocarbonos: esperemos que su futuro sea más halagüeño.

Si necesitásemos más frío del que nos proporciona un frigorífico recurriríamos a otra técnica. Los físicos han comprobado que el aire (o el oxígeno o el nitrógeno) se enfría si se le deja expandir en un recipiente aislado; logran temperaturas muy bajas mediante este método, incluso pueden alcanzar doscientos setenta y dos grados bajo cero -no se consigue más- suficientes para obtener aire líquido y explotar la técnica de forma industrial.

sábado, 16 de noviembre de 2013

La velocidad del pensamiento

El lector aficionado a las carreras recuerda sin duda la rapidez de los atletas olímpicos (treinta y seis kilómetro por hora, el hombre más rápido); dudo que se percate de la velocidad del vuelo de un halcón (ciento ochenta), de un guepardo al galope (ciento cinco) o de un atún (setenta); y seguro que desconoce la rapidez con la que se desplaza la Tierra alrededor del Sol (ciento ocho mil kilómetros cada hora) o del Sol en su órbita galáctica (ochocientos treinta mil). Ignorantes de estos valores, muchos profanos no conciben nada más rápido que la velocidad del pensamiento: estimémosla.

Trataré de admirar al escéptico lector con un dato sobre su cerebro: consta de una red de neuronas que sobrepasa los ciento cincuenta mil kilómetros de extensión y no alcanza los ciento ochenta mil; el tamaño de cada una -de cinco a ciento treinta y cinco milésimas de milímetro- no guarda relación con la longitud de su fibra nerviosa - algo más de un metro-. La transmisión de señales –los impulsos nerviosos- constituye la característica fundamental de las neuronas; cabe pensar que midiendo su velocidad adquiriremos una idea de la velocidad del pensamiento.

La corriente eléctrica a través de los cables metálicos se debe a un flujo de electrones; no sucede así en las células nerviosas, conducen la corriente de una manera parecida al agua salada: un flujo de iones (átomos cargados) de sodio y potasio que entra y sale de la neurona constituye la corriente. La membrana de la célula, actuando como una barrera discriminadora de iones, permite que en su interior se acumulen los negativos y escaseen los positivos. Un flujo de iones, debido a un cambio en la membrana, invierte su polaridad eléctrica; esta mudanza (de un centenar aproximado de milivoltios y un milisegundo de duración) que se propaga por toda la neurona, constituye el impulso nervioso. La señal camina a saltos, porque las fibras nerviosas se hallan forradas con una sustancia aislante (la mielina) que se interrumpe cada poco.

Los neurólogos ya han medido la velocidad de la transmisión nerviosa: hallaron que puede oscilar entre ciento veinte metros cada segundo y medio metro; compare, el lector diligente, esta velocidad – en el mejor de los casos un impulso nerviosos atraviesa un estadio de fútbol en un segundo-, con la velocidad de la luz -en un segundo da más de siete vueltas a la Tierra-, y reflexione: ¿pecamos de soberbia los humanos cuando rivalizamos con la naturaleza?

sábado, 9 de noviembre de 2013

Fuego de San Telmo: el circuito eléctrico terrestre


Una tormenta. El navío, alternativamente, se remonta en la cresta de las olas y se abisma como si le faltase el mar bajo la quilla. Una mueca de temor demuda la cara del piloto. De los mástiles surge un resplandor brillante, blanco azulado, con aspecto de fuego, a menudo en varios chorros. ¿Se imagina el lector escéptico el desasosiego de la tripulación? Después de todo, la tormenta puede ser el preludio de un naufragio. ¿Entiende por qué los marinos creían que la aparición del fuego de San Telmo era de mal agüero? Durante las tormentas eléctricas, tanto en el mar como en la tierra, en las estructuras altas y puntiagudas, como los mástiles, campanarios, árboles y chimeneas, puede observarse el mismo fuego. ¿Su causa? La tormenta crea un enorme campo eléctrico de tres millones de voltios cada metro, que ioniza el aire (forma un plasma a baja temperatura que se percibe como un fuego visible) y provoca la descarga eléctrica. En la alta montaña se produce el mismo fenómeno (que los físicos llaman efecto corona); chasquidos, chispas en los bastones, incluso los pelos de punta avisan al intrépido montañero que se acerca la tormenta: tiene entre media hora y dos horas para buscar refugio; si no lo encuentra, tírese al suelo, aunque llueva o granice: se juega la vida. ¿Qué el lector sabiondo no le da importancia al fenómeno? Mueren más españoles por descargas eléctricas que ahogados por inundaciones: unas diez víctimas al año.

Rayos, relámpagos, corriente que salta desde árboles, edificios y montañas hacia las nubes: en la Tierra existe un enorme circuito eléctrico global. La atmósfera aislante se encuentra entre dos capas conductoras, la ionosfera positiva y el suelo negativo. Se trata de un gigantesco condensador al que cargan potentes baterías: las nubes de tormenta (una pequeña almacena cientos de megavatios). Las nubes de las cuarenta y cuatro tormentas diarias cargan la ionosfera con electricidad positiva, porque desde la cima de cada una de ellas escapa un amperio de corriente positiva hacia arriba; y cargan al suelo con electricidad negativa: cuatro millones de rayos diarios, transportan veinte kiloamperios, cada uno, de corriente hacia abajo. No, los rayos no siempre portan la misma carga, noventa de cada cien llevan cargas negativas, diez de cada cien positivas y menos del uno por ciento transportan ambas. Cierra el circuito terrestre la corriente positiva de buen tiempo: dos millonésimas de amperio cada metro cuadrado, desde la ionosfera al suelo, descargan el gigantesco condensador.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Los virus, el lujo y draco, el dragón


El lector informado sabe que los virus constituyen una de las amenazas sanitarias mundiales. Hay casi treinta y cuatro millones de infectados por el virus VIH (a él se debe la muerte de más de un millón de personas, en 2011); hay más de dos millones de infectados por el virus de la hepatitis B (que causa, aproximadamente, seiscientas mil muertos cada año); y el cuarenta por ciento de la población mundial corre el riesgo de contraer el dengue, según la Organización Mundial de la Salud (y no hay tratamiento contra el virus). ¿Se ha alarmado el lector aprensivo? Siga leyendo para preocuparse primero y tranquilizarse después.

En las últimas décadas los microbiólogos han descubierto nuevos y letales virus: el VIH (virus de la inmunodeficiencia humana), el que produce el SARS (síndrome respiratorio agudo severo), o los de la fiebre porcina y la gripe aviar. No hace mucho, en África, en el año 2009, identificaron uno de los peores; bautizado como Lujo, por las iniciales de Lusaka y Johannesburgo, ciudades donde se descubrió, pertenece al grupo de los que provoca las temibles fiebres hemorrágicas virales, cuyos síntomas son fiebre elevada, dolores musculares, erupciones cutáneas, diarrea y hemorragias. Ian Lipkin, que lo identificó, cree que los roedores constituyen la reserva natural de estos virus, que se propagan, probablemente, al contacto con el sudor, lágrimas, saliva o sangre de las personas infectadas. Debido a su enorme agresividad -mueren ocho personas de cada diez infectadas-, los expertos consideran que constituye una amenaza potencial para la humanidad.

Hasta ahora, las terapias antivíricas se han enfocado hacia el propio virus; desgraciadamente, estos entes han desarrollado una gran capacidad para resistir cualquier intento de destrucción: por ello resulta difícil combatirlos, los medicamentos, a la larga, tienden a favorecer la aparición de mutaciones, que los vuelven más resistentes. Un equipo de científicos encabezado por Todd Rider ha descubierto un medicamento -bautizada como DRACO- que, en teoría, debería funcionar contra todos los virus. DRACO emplea una nueva estrategia antivírica basada en dos elementos: la detección y la inducción al suicidio celular. El fármaco detecta y destruye las células infectadas, sin dañar a las próximas, elimina rápidamente la infección y minimiza el impacto sobre el paciente. Los resultados obtenidos en el laboratorio son prometedores: DRACO ha curado a ratones infectados. Sin embargo, seamos prudentes: todavía no se han hecho pruebas en los seres humanos.