Los
humanos necesitamos entender nuestras experiencias cotidianas para lograr
cierta tranquilidad psicológica. El agricultor neolítico apreciaba que su vida
dependía del éxito de las cosechas, y observaba que las fuerzas naturales eran
imprevisibles: la sequía, la inundación o las enfermedades podían destrozar el
trabajo de todo el año y traer el hambre y la muerte. ¿Cómo idear una
explicación del mundo que aliviara su ansiedad ante la incomprensible
naturaleza y el aparente caos? Muy fácil: personificar las fuerzas cósmicas, el
cielo y la tierra, el sol y la luna, la tormenta y el agua, el fuego y el rayo,
convertir algunas en dioses y elaborar una historia que les concerniera. En
cierto modo, sus dioses eran nuestros conceptos científicos y sus mitos,
nuestras teorías. Nuestros antepasados, igual que nosotros, intentaban comprender
el mundo, hacerlo predecible, dominarlo.
Hace
dos mil quinientos años iniciamos un nuevo modo de pensamiento, el racional, que
se opone al pensamiento arcaico, mítico; a él nos atenemos para explicar los
fenómenos naturales. El arco de Iris, el arcoíris, la personificación del pacto
entre dioses y humanos, para finalizar la tormenta, no es más que una
descomposición de la luz solar al penetrar en las gotitas de agua que hay en la
atmósfera y su reflejo en ellas; agua y luz, nada más. Las auroras, para unos, almas
de los muertos que suben al cielo, para otros, chorros de agua de las ballenas o
chispas que provocan los zorros árticos cuando rozan con su cola las cumbres
nevadas; para nosotros, son protones y electrones procedentes del Sol que,
guiados por el campo magnético de la Tierra, llegan a la atmósfera cerca de los
polos y, cuando chocan con las moléculas del aire, convierten parte de su
energía en luz, luz que ilumina el cielo de colores. Los espejismos, que
confunden al viajero, son una ilusión óptica; estamos acostumbrados a que la
luz viaje siempre en línea recta, como esto no sucede en los desiertos, el caminante
que ve a lo lejos una superficie azul plana en el suelo, la interpreta como
agua, cuando realmente se trata de la luz que proviene del cielo (y cuya
trayectoria se ha curvado). Un caminante ve y persigue a un espectro, que nunca alcanza; no es para menos, se trata del Espectro de Brocken: su propia sombra
proyectada en la niebla de un bosque cuando tiene el Sol de espaldas.
En
ningún caso aparecen espíritus, ni espectros, ni fantasmas, sino luces, partículas e
ingenio para comprenderlas.