¿Alguien
se puede imaginar una roca de aire? ¿No? Los astronautas que pisen la
superficie de Tritón, la luna de Neptuno, tendrán ese privilegio, porque allí,
en uno de los astros más fríos del sistema solar, podrán recoger rocas de
nitrógeno, el componente mayoritario de nuestra atmósfera. Sí, el mismo
nitrógeno que en nuestro planeta debe enfriarse a ciento noventa y seis grados
centígrados bajo cero para volverlo líquido, o bajar a doscientos diez bajo
cero para convertirlo en sólido, constituye la rígida corteza de ese lejano
satélite. No sólo en los territorios más alejados del Sol se detectan fríos
extremos; el lugar más frío que hemos hallado hasta ahora en el sistema solar está
en un cráter del polo sur de la Luna, allí el termómetro desciende de los
doscientos cuarenta grados bajo cero que se miden en Plutón.
Y
esta pequeña excursión astronómica por lugares gélidos me conduce de nuevo a la
Tierra, porque aquí William Giauque y Peter Debye inventaron una técnica de
refrigeración para conseguir temperaturas extremadamente frías, su enrevesado
nombre, desimantación adiabática, es lo de menos. El sulfato de gadolinio es
una sustancia que se magnetiza, una manera de decir que algunos de sus componentes
(los iones de gadolinio) se orientan cuando les aproximamos un imán; y se
desmagnetiza al suprimir el imán, lo que significa que los iones se vuelven a
acomodar al azar. La técnica de refrigeración consiste en colocar un imán, para
conseguir que el orden de los componentes aumente y, en consecuencia, la
entropía (el desorden) del compuesto disminuya; y a continuación extraer el
imán impidiendo la fuga de calor (el recipiente que presenta tales
características se le llama adiabático); esta acción aumenta el desorden de la
sustancia, lo que requiere energía, que se extrae de la energía térmica del sulfato
de gadolinio, lo que produce su enfriamiento. ¿Se ha sorprendido el lector
entusiasta? Imanes y frío, ¿quién lo iba a pensar? Con esta singular técnica
los físicos consiguieron descender de un grado kelvin (doscientos setenta y dos
grados centígrados bajo cero) e incluso bajar, en algún laboratorio, de una mil
millonésima. Compare -el entendido lector- ese valor con la temperatura de la
radiación de microondas que baña el universo, dos grados kelvin y siete décimas,
y seguro que disculpará a los físicos criogénicos que presumen de haber superado
a la naturaleza.