sábado, 27 de abril de 2013

El Sol y el río Paraná

Como sabrá el lector inteligente, la cantidad de energía, en forma de radiación solar (visible e invisible), que llega a la parte externa de la atmósfera terrestre –la constante solar-, resulta fundamental para la determinación del clima de nuestro planeta. Sin embargo, el aparentemente inmutable Sol no lo es tanto, unas veces tiene más manchas en su superficie y otras menos, y esta actividad se presenta en ciclos repetitivos cuya duración media alcanza los once años. Los cambios afectan a la luminosidad de la estrella: si a lo largo de un ciclo medimos la constante solar notaremos que, en contra de lo que pudiera parecer, no hace honor a su nombre: su valor (mil trescientos sesenta y seis julios cada segundo y metro cuadrado) muestra minúsculas oscilaciones de una unidad.
Con variaciones de la constante solar de apenas una décima por ciento, colegimos que los efectos sobre el clima deben resultar insignificantes. ¿Insignificantes? Dos astrónomos Pablo Mauas y Andrea Buccino se unieron con el hidrólogo Eduardo Flamenco para estudiar si la actividad solar influye en el caudal de los ríos; excelentes indicadores climáticos porque integran precipitaciones, almacenamiento subterráneo de agua, evaporación y transpiración de grandes regiones. Se fijaron en uno de los mayores del mundo: el Paraná cuya cuenca, de tres millones cien mil kilómetros cuadrados, se extiende por Brasil, Bolivia, Argentina, Paraguay y Uruguay. Los investigadores consiguieron datos sobre las mediciones diarias del caudal del río Paraná, registradas desde 1904, y tomaron el ciclo de las manchas solares como indicador de la intensidad de la energía emitida por el Sol. A partir de estos datos, hicieron un análisis estadístico para comparar la actividad solar con el caudal anual del río: el resultado reveló una relación directa. Los períodos con mayor actividad solar y, por lo tanto, con mayor irradiación, coinciden con los períodos en los que el caudal del Paraná aumenta. Estos estudios son un primer paso para hacer pronósticos acertados sobre las condiciones agrícolas y energéticas de la región, y predecir inundaciones antes de que se produzcan; no se trata de asuntos baladíes, durante la última inundación, en 1997, el agua cubrió ciento ochenta mil kilómetros cuadrados de tierra, hubo que evacuar a ciento veinte mil personas y veinticinco murieron; el coste de las tres mayores inundaciones del Paraná durante el siglo XX superó los cinco mil millones de dólares. Sobra cualquier comentario sobre la importancia de predecir una catástrofe antes de que se produzca.

sábado, 20 de abril de 2013

Testosterona y agresión


“Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo  presa de perros y pasto de buitres”. Homero, antes que Buda, Mahoma o Jesucristo predicasen, ya se percataba de que la ira, y su consecuencia, la agresividad conduce a un tipo de conducta, a menudo, criminal.

Una concentración alta de testosterona combinada con una concentración baja de serotonina podría explicar la agresividad, según una original hipótesis científica. Detengámonos un momento para recordar qué es una y otra sustancia. Los testículos, los ovarios (diez veces menos) y las glándulas suprarrenales (una cantidad minúscula) producen testosterona, la hormona sexual masculina, que aumenta la masa muscular, la masa ósea, el crecimiento del pelo y desarrolla los testículos. La serotonina, en cambio, es un mensajero químico que, probablemente, interviene en los circuitos cerebrales que inhiben la agresión.

El etólogo observa que el comportamiento -competitividad, agresividad- de los machos de muchas especies de mamíferos, aves y reptiles, durante la reproducción, depende fundamentalmente de la cantidad de testosterona, mucha en esa época; también que los machos son más agresivos que las hembras, probablemente debido a que tienen mayor concentración de la hormona: prueba de ello es que en las aves con roles sexuales cambiados, y en los clanes de hienas dominados por hembras, ellas tienen más testosterona. ¿Qué sucede en los humanos? Los investigadores encontraron una correlación entre la cantidad de testosterona superior a la normal y la delincuencia, el abuso de drogas y la tendencia hacia el riesgo en los varones; hallaron las concentraciones más altas en los criminales más violentos; y detectaron las máximas en los convictos por crímenes sexuales. En todo el mundo los hombres luchan, se insultan, matan y son más arrestados que las mujeres; y suelen ser más agresivos quienes tienen mucha cantidad de testosterona. Tampoco faltan casos de irritabilidad entre los deportistas de élite, debido al abuso de esteroides anabolizantes (la testosterona tiene el mismo efecto). Por último, el aumento de la hormona durante la pubertad explicaría el comportamiento antisocial y violento de muchos adolescentes.

Conclusión: mucha testosterona que induce la agresividad, y poca serotonina que no impide su manifestación constituyen una combinación peligrosa: porque desencadenan la conducta violenta. No obstante lo escrito, sólo disponemos de correlaciones, no de evidencias causales; aunque la hipótesis es apasionante la prudencia aconseja esperar nuevas pruebas.

sábado, 13 de abril de 2013

Cuando el metano gobernaba el clima

En el momento de formarse la Tierra -y mira que han pasado años- la luminosidad del Sol era el setenta por ciento de la actual; con un Sol más frío cabe pensar que la temperatura superficial terrestre fuese relativamente baja; no obstante, la primera glaciación tardó algo más de un par de miles de millones de años en materializarse, ello sugiere que el planeta estaba más caliente que ahora. La conclusión resulta inevitable: un efecto invernadero, que compensase la menor energía recibida del Sol, debería ser la causa de una temperatura terrestre relativamente elevada; descartados, por contundentes razones que no comento, el amoníaco y el dióxido de carbono, los investigadores han hallado evidencias indirectas de que el metano, que tiene un efecto invernadero veintitrés veces superior al del dióxido de carbono, podría ser el agente inductor.
Antes de hace dos mil trescientos millones de años, la atmósfera y los océanos carecían de oxígeno: un paraíso para las bacterias productoras del metano que, en ese escenario, habrían crecido y se habrían extendido. Muchas de ellas se nutrirían con el hidrógeno y el dióxido de carbono procedentes de las erupciones volcánicas, otras consumirían los productos orgánicos procedentes de la degradación biológica; en cualquier caso, vivían sin oxígeno; por esta razón, en la actualidad, sólo crecen en entornos como los estómagos de los rumiantes, los campos de arroz inundados, o tal vez -sólo tal vez- Marte o Titán. Sin embargo, su influencia climática fue inversamente proporcional a su tamaño: el metano que sintetizaron - una décima por ciento de la atmósfera arcaica, casi seiscientas veces más del que hay ahora- evitó la glaciación. Estas enemigas del oxígeno reinaron sin rivales durante mil quinientos millones de años, hasta que, hace dos mil trescientos millones de años, a medida que el oxígeno invadía la atmósfera, su dominio finalizó y enseguida el planeta se enfrió.
Y ahora le pregunto al lector inteligente: ¿qué le sucederá al clima si se libera el metano retenido en los suelos helados de Siberia y Alaska? Y prefiero no aludir a la desconocida –aunque estimada enorme- cantidad de metano atrapada en los sedimentos del fondo del océano (como hidratos de metano). Atribulado, evoco los versos del poeta: “Ya formidable y espantoso suena dentro del corazón el postrer día, y la última hora, negra y fría, se acerca, de temor y sombras llena”.

sábado, 6 de abril de 2013

Basura genética


Sabemos que sólo una minúscula variabilidad genética diferencia a una persona de otra; en lo fundamental todos los seres humanos somos idénticos: tenemos la misma cantidad de material genético, el mismo número de genes, el mismo número de cromosomas; concretamente cuarenta y seis, veintidós pares iguales, más otros dos, llamados X e Y, que establecen las diferencias entre sexos: es varón quien tenga ambos cromosomas y mujer quien tenga el X repetido; y no importa el nombre del individuo o cuál sea su apariencia externa. Una precisión más: no todos los cromosomas tienen el mismo número de genes; el más pequeño contiene casi trescientos y casi tres mil el mayor.

Recordemos que un gen –unidad de almacenamiento de información genética y unidad de la herencia- es un trozo de la molécula de ADN, que contiene la información necesaria para la síntesis de una proteína. La paradoja de que el número de proteínas humanas -unas cien mil-, se estime superior al número de genes -veintitrés mil-, se debe a que la información que contiene un gen (nuestro o de cualquier otro animal), a menudo consta de bloques informativos interrumpidos por ruido (en térmicos técnicos diríamos que un gen consta de exones informativos e intrones desechables); y dependiendo de cómo se combinen los exones se formarán distintas proteínas.

Desde el 2003, año en que conoció el genoma humano, los bioquímicos permanecen perplejos ante una incógnita a la que no encuentran solución: sólo el dos por ciento del genoma almacena información para fabricar las proteínas corporales; se desconoce la misión de la mayor parte del noventa y ocho por ciento restante. Fijémonos en un cromosoma humano concreto, el veinte, por ejemplo: el veinticuatro por ciento del ADN constituye los genes (dos por ciento los exones y veintidós por ciento los desechables intrones); del restante, el veintiuno por ciento contiene información única (probablemente se trate de genes de ARN), y el cincuenta y cinco por ciento consta de información repetitiva de función desconocida: en consecuencia, la mayor parte del ADN no proporciona información para sintetizar las proteínas del organismo, los biólogos lo han bautizado como ADN basura. Los investigadores se enfrentan entonces con una contradicción: la selección natural debería haber eliminado el inútil ADN basura. ¿Por qué no lo ha hecho? ¿Cumple, entonces, alguna función? ¿Regulará la actividad de algunos genes, como especulan algunos científicos? Futuras investigaciones nos proporcionarán la respuesta… y plantearán nuevas preguntas.